23 may 2014

LA ÉTICA Y LA MORAL

La filosofía es un saber audaz y modesto porque se pregunta por lo bueno, lo verdadero, lo justo y lo bello; a la vez es modesto porque sabe que no alcanzara estos niveles y que siempre necesitara de ellos. Es un saber necesario para nuestro tiempo, el mundo cambia vertiginosamente. Se necesita de esta reflexión profunda y serena. Es un espacio para la crítica, para saber qué es lo que debemos tener, es un espacio para deliberar la plaza pública.

Es fácil estar conforme, lo difícil es indignarse, y no hay que violentar es sólo argumentar, proponer. Ética y moral, algunos creen que son diferentes, pero se refieren al carácter, al temperamento y a las costumbres. La ética busca formar un buen carácter, la gente busca la moral por lo inmoral; peor lo importante es hablar de desmoralizado, por esto todo nos debe importar, al punto de organizar la justicia y la felicidad.

Las sociedades son morales y deben de reflexionarse cuales son los valores que le pertenecen. Pero la gente los sabe, los declara pero no los realiza, debe de darse cuenta a que valores se le importa. Porque hoy hay algo que no funciona.


La justicia es algo que deberíamos de universalizar, porque es justo, es decir todos los deben de tener. Es algo exigente que no permite componendas, es la virtud del ciudadano.

22 may 2014

LA POBREZA, DESIGUALDAD Y EL DESARROLLO EN COLOMBIA.





Una de las dimensiones de la pobreza es la desigualdad, y América Latina y el Caribe es la región más desigual de todo el planeta; el 40% de hogares con menores recursos, recibe en promedio un 15% del ingreso total, mientras el 10% más rico de los hogares concentra alrededor del 34% de los ingresos totales (CEPAL, 2009).

El paradigma de desarrollo humano supera la visión más economicista de la pobreza y define la pobreza humana como la carencia del nivel mínimamente aceptable de capacidades que sufren las personas, para satisfacer sus necesidades humanas y fundamentales (PNUD, 1997). De esta forma, la equidad, la inclusión social, el empoderamiento de las mujeres y el respeto a los derechos humanos son condiciones necesarias para poder reducir la pobreza.

La mirada de género evidencia que las causas y la situación de pobreza de hombres y mujeres son en algunas ocasiones diferentes; las carencias que enfrentan unos y otras son de distinta naturaleza y; que las personas enfrentan obstáculos diversos para salir de ella. También nos permite observar que mujeres y hombres no son grupos homogéneos sino diversos y señala la importancia de cruzar el género con otras variables como clase, edad, etnia, raza, discapacidad y ámbito rural/ urbano, para poder comprender realmente este fenómeno y sus implicaciones.

La incorporación de la perspectiva de género al análisis de la pobreza también ha permitido ver otros tipos de pobreza más allá de la carencia de ingresos: pobreza de tiempo, de oportunidades y de trabajo, la pobreza al interior de los hogares, la falta de vínculos sociales, la limitación de libertades políticas, etc., que deben ser tomadas en cuenta en las estrategias de lucha contra la pobreza.

Sin embargo, en muchas ocasiones tanto la medición como el análisis de la pobreza siguen siendo ciegos al género. Una de las fuertes críticas que se realizan desde la perspectiva de género, es que en la medición se toma únicamente como unidad de análisis el hogar, obviando las brechas de género y de edad, así como las relaciones de poder asimétricas que existen en su interior. Así, este tipo de mediciones acaban afirmando que no hay diferencias relevantes entre la incidencia, intensidad y severidad de la pobreza entre hombres y mujeres.

Por el contrario, cuando las desigualdades de género al interior del hogar se toman en cuenta, las mujeres aparecen sobre-representadas entre las personas pobres y se evidencian los verdaderos niveles de pobreza entre la población femenina (PNUD, 2006). Esto tiene que ver con distintos factores. Por un lado, la división sexual del trabajo ha dado lugar a que los quehaceres domésticos y las labores de cuidado sigan siendo en nuestra región responsabilidad casi exclusiva de las mujeres, sin que ellas reciban ninguna remuneración por ello. Esto tiene claras implicaciones para sus vidas, ya que dificulta su inserción laboral, supone una sobrecarga de trabajo que no es socialmente reconocida, genera dependencia económica de las mujeres hacia los hombres, limita su acceso y control de los recursos y aumenta su vulnerabilidad frente a la pobreza.

Otro de los factores fundamentales que incide en la pobreza femenina tiene que ver con la segregación laboral y las brechas salariales que enfrentan les mujeres. A pesar de su incorporación masiva al mercado laboral en los últimos años, sus tasas de desempleo siguen siendo mucho más altas, enfrentan mayores condiciones de precariedad, informalidad e inestabilidad, y sus ingresos promedio representan entre el 60 y el 70% del salario de los hombres, aún cuando realizan el mismo trabajo.
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A partir de los datos del Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe para 2008, sabemos que a nivel individual, cerca del 35% de las mujeres mayores de 15 años no tienen ingresos, frente al 11% de hombres que enfrenta la misma situación (CEPAL, 2009).
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Los hogares encabezados por mujeres han ido en aumento y pasaron del 22% en 1990 al 31% en 2008 (Naciones Unidas, 2010). Los estudios demuestran que los hogares con jefatura femenina reciben menos ingresos, lo que se debe a la discriminación laboral y salarial que sufren las mujeres, al fenómeno de la migración masculina y a la irresponsabilidad paterna a la hora de aportar recursos para la manutención de sus hijos e hijas (es decir, suelen depender de un solo ingreso en el hogar que además suele ser menor debido a la ocupación de las mujeres en tareas peor remuneradas y a la desigualdad salarial).

Sin embargo, es importante visibilizar también los aspectos positivos que pueden existir en estos hogares, como la mayor libertad para tomar decisiones, mayor autonomía de la mujer, un patrón de gasto más equitativo al interior del hogar, disminución de la violencia intrafamiliar, etc., aspectos que forman parte de una visión más integral de la pobreza.
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En las últimas décadas ha ido tomando fuerza el término defeminización de la pobreza, referido al predominio reciente de las mujeres entre la población empobrecida. Este concepto se ha reflejado en numerosas declaraciones de Naciones Unidas e incluso en compromisos internacionales como la Plataforma de Acción de Beijing (1995), donde se afirma que el número de mujeres viviendo en la pobreza aumenta de manera desproporcionada con respecto a los hombres, especialmente en los países en desarrollo.

A pesar de esta evidencia, la perspectiva de género suele estar todavía ausente en las políticas anti pobreza. Muchas de ellas han introducido medidas para superar la pobreza de las mujeres, pero en general estas iniciativas han tenido un marcado carácter asistencial, y las mujeres han sido identificadas principalmente como madres e intermediarias para el reparto de los beneficios en las familias, lo que supone un aumento del trabajo para ellas. Estas políticas, en general, no han sabido involucrar a los hombres ni al estado en las tareas domésticas y de cuidado, y han propuesto a las mujeres actividades de generación de ingresos desvinculadas del mercado, informales e insostenibles. Por ello, muchas de estas políticas y programas han sido fuertemente cuestionadas por reforzar los estereotipos y roles de género.

Para un abordaje integral de la pobreza humana, es necesario incluir la perspectiva de género en su análisis y medición, tomando en cuenta todas las dimensiones de la misma (económica, social, cultural, política, etc.), y en las políticas y programas para su erradicación; elaborar información desagregada y; valorar, medir y visibilizar el enorme aporte que realizan las mujeres al desarrollo de sus países, a través del trabajo reproductivo no remunerado.

EL AISLAMIENTO SOCIAL






La mayoría de las políticas públicas que se llevan a cabo en los países de la región para elevar el bienestar de los pobres urbanos han descuidado los problemas de su integración a la sociedad, operando como si el sólo mejoramiento de sus condiciones de vida los habilitara para establecer (o re-establecer) vínculos significativos con el resto de su comunidad. Sólo en los últimos años, y a medida que se constata la agudización de los problemas de segmentación social que acompañan el despliegue de los nuevos modelos de crecimiento, el discurso de académicos y responsables de políticas sociales comienza a reflejar una preocupación por los problemas de aislamiento social de los pobres urbanos y por los mecanismos que nutren y sostienen esas situaciones, más allá de la consideración de sus apremios económicos y de sus carencias específicas. En efecto, la incorporación en el léxico especializado de las nociones de exclusión, desafiliación, desvalidación, fragmentación, etc., revelan la inquietud por la creciente proporción de población que, además de estar precaria e inestablemente ligada al mercado de trabajo, sufre un progresivo aislamiento con respecto a las corrientes principales de la sociedad.
Dicho fenómeno, cualquiera que sea el término que se le aplique, implica vínculos frágiles —y, en el extremo, inexistentes- con las personas e instituciones que orientan su desempeño por las normas y valores dominantes en la sociedad en un determinado momento histórico. Una virtud de estos enfoques es la incorporación de la estructura social como elemento explícito del marco conceptual con que se interpretan los fenómenos de pobreza. La localización de los pobres dentro de esa estructura varía no sólo según la profundidad de las brechas que los separan de otras categorías sociales en el mercado de trabajo, sino también según los niveles de segmentación en cuanto a la calidad de los servicios de todo tipo y los grados de segregación residencial. Estas consideraciones permiten ampliar el campo de comprensión de los fenómenos de pobreza más allá de los esquemas que la conciben como producto de las vicisitudes de la economía, o como resultado del portafolio de recursos de los hogares y de su capacidad de movilizarlos de manera eficiente, al mismo tiempo que abren expectativas acerca de la posibilidad de formular políticas que atiendan dichos fenómenos en forma más integral que en el pasado. En las notas que siguen presentaré algunas hipótesis referidas a la naturaleza y determinantes del aislamiento social de los pobres urbanos, con la esperanza que los resultados de su puesta a prueba contribuyan a mejorar la eficacia de los programas anti-pobreza. Demás está decir que, dado que todavía son muy escasas las investigaciones sobre estos temas en los países de la región, la mayoría de dichas hipótesis se encuentran en estado embrionario.


16 may 2014

¿Qué cosa es el valor?



¿En nombre de qué podemos afirmar que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa o injusta, tal comportamiento correcto o no? 

Nuestra época, nosotros mismos, perturbados muchas veces por los inmensos cambios que vemos a nuestro alrededor y que afectan de forma muy concreta nuestras vidas y las de nuestras familias, nos habremos de hacer muchas veces esta pregunta: ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?

Para responder a esta pregunta, las generaciones que nos precedieron se apoyaban sobre dos fundamentos. El primer fundamento era religioso: Dios manifestaba su voluntad a través de su ley. Este fundamento no excluía sino que abrazaba asimismo el orden de la razón, como lo expresa con claridad Tertuliano, a quien cita el Catecismo de la Iglesia Católica en su capítulo sobre la Ley Moral: “El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo”. Se entiende de este modo que es intrínseco a la dignidad del hombre que su inteligencia haya sido creada con la capacidad de aprehender la verdad. La verdad sobre el hombre puede así ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno, lo cual lejos de ser una limitación es la real garantía de poder obrar moralmente con libertad.

El segundo fundamento sobre el qué se apoyaban los valores y los principios éticos era de carácter metafísico: los griegos (v.gr. Aristóteles y los estoicos) evocaban la naturaleza humana, con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia personal. Muchos siglos después, el filósofo alemán Emmanuel Kant -para quién la filosofía como moral se nutre en último término de la esperanza de que Dios exista- elegiría otra perspectiva metafísica: fundó su ética sobre el bien, buscado en cuanto él mismo (“Hacer el bien porque es el bien”) y percibido como un imperativo categórico.

¿Qué nos sucede entre tanto hoy?

Resulta claro que estos dos pilares –el religioso y el metafísico- que fundamentaban para nosotros y para nuestros mayores la moral y los valores, se han derrumbado ante nuestros ojos. La religión ya no representa una referencia común para las sociedades occidentales (a diferencia de lo que acontece en ciertas sociedades islámicas). Y por lo que se refiere a la metafísica, la hemos visto desmoronarse a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, derivando paulatinamente en tantas convicciones como conciencias individuales existan.

En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de la verdad y la certeza para entrar en la era de las convicciones, que en muchos casos se confunden con simples convenciones.

Una ficción que ilustra la actual realidad moral

El cuadro que se hace presente ante nosotros, está bien figurado en la introducción del libro “Tras la virtud” del filósofo y sociólogo británico Alasdair MacIntyre, a través de una imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que el mencionado autor denomina escuetamente “sugerencia inquietante”. 
Imaginemos, dice, que las ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado “Ningún-Saber” toma victoriosamente el poder y procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresando y ejecutando a los científicos que restan. Pasa luego un cierto tiempo y la gente ilustrada que ha sobrevivido a la catástrofe promueve una reacción contra la mencionada ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue. Poseen apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado sin embargo de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. A pesar de todo, se recogen esos fragmentos y se les incorporan a una serie de prácticas que se materializan resucitando para ellas los títulos científicos de física, química, biología, etc. Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y otras más, aunque poseen ahora un conocimiento muy restringido y parcial de cada una de ellas. Los niños son llevados a aprender de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que se está llevando a cabo no es ciencia natural bajo ningún concepto. Los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente. Algunos echan mano de expresiones como “peso atómico”, “masa”, “gravedad específica” con una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida provocada por la gran catástrofe. Pero acontece en realidad que las premisas implícitas en el uso de esas expresiones habrían desaparecido y su utilización nos revelaría elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita francamente sorprendentes. Se cruzarían razonamientos contrarios y excluyentes no soportados por ningún argumento.

¿A qué viene construir este mundo imaginario habitado por pseudocientíficos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y se responde: “La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario recién descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente- nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral”. 

Agrego a lo anterior en forma libre, tres breves notas que respecto de esta crisis toma en cuenta MacIntyre y que contribuyen también a ilustrar nuestro tema:

Primero, la catástrofe sufrida por los habitantes de ese mundo imaginario debe haber sido de tal naturaleza que, con excepción de unos pocos, estos dejaron de comprender la naturaleza de esa misma catástrofe. Algo similar nos parece ver, diríamos nosotros, en el campo de la moral y los valores.
Segundo, en el cuadro de grave desorden que sufre hoy el lenguaje de la moral –y que anticipó la metáfora de la catástrofe científica- “a partir de conclusiones rivales podemos retrotraernos hasta nuestras premisas rivales, pero cuando llegamos a las premisas, la discusión cesa, e invocar una premisa contra otra sería un asunto de pura afirmación y contra-afirmación. De ahí, tal vez, el tono estridente de tanta discusión moral”. 

Tercero, hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Con esto no se afirma sólo que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue, ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural. 
Dejemos aparte ahora el desarrollo que acomete el filósofo británico y adoptemos simplemente estas consideraciones como pórtico para nuestra propia reflexión acerca del tema que nos ha propuesto el Santo Padre. 

El proceso a Dios


Decíamos recién que hemos visto el quebrantamiento de los dos pilares –el religioso y el metafísico- que fundamentaban para nuestros mayores la moral y los valores. La religión ha dejado así paulatinamente de ser una referencia común para la sociedad occidental, mientras que a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, se produce el derrumbe de la metafísica. Entrase entonces de lleno en lo que es común llamar el proceso de secularización de la cultura. 

Como en la revolución acientífica llevada a cabo por los del movimiento “Ningún-Saber” que imagina MacIntyre, se abre en el siglo XVIII un proceso sin precedentes, el proceso a Dios, como lo llama el historiador Paul Hazard. En el siglo XIX dicho proceso se transforma en un rechazo a Dios. 
El ataque frontal contra la Iglesia católica y la fe cristiana desencadenado por el iluminismo del siglo dieciocho, que declara la fe cristiana irracional, mítica, legendaria, enemiga de la ciencia y del progreso, tiene portavoces como Voltaire, Bayle, Holbach Helvetius entre otros. Su visión destructiva de la religión y de la Iglesia se profundiza en el siglo diecinueve con Hegel, Feuerbach, Marx, Comte, Nietzsche, Freud; y en el siglo veinte con el comunismo, el nacionalsocialismo , y luego con sucesivas generaciones de pensadores antirreligiosos y anticristianos como Sartre y de científicos materialistas y agnósticos. Lo que continua hasta hoy, en las líneas generales que dominan la cultura -a pesar de espléndidas contraexpresiones- no desdice estos antecedentes, sino que los ahonda.

La tercera etapa vio asimismo en el siglo XX el advenimiento del hombre-demiurgo. El extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos y avances, más extraordinarios aún, de una técnica que interviene en todos los campos, impulsaron al hombre a ocupar el lugar de un Dios en lo sucesivo ausente. “Desde ahora –escribía Jean Rostand– contamos con el medio para actuar sobre la cosa vital (...) porque hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza. (...) La ciencia ha hecho dioses de nosotros antes que merezcamos ser hombres”. 

La secularización en su estadio actual exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica. No siempre rechaza a la religión como tal, pero sí la supuesta pretensión de modelar la sociedad como en el pasado y de orientar las costumbres. Cada individuo debe usufructuar de autonomía respecto a ella; la religión ha de convertirse en asunto exclusivamente privado. 
El mundo se ha «despojado de sus dioses y su Dios», dijo Martin Heidegger. Y sucede, aparentemente, algo así como si lo divino, se hubiese retirado del mundo. 

La cuestión de los valores hoy 

Sin perjuicio del proceso de secularización descrito en sus grandes trazos, nos encontramos hoy a diario -principalmente en los medios de comunicación, escritos y sobre todo en los audovisuales- con una retahíla de intercambios y discusiones que dan lugar a lo que algunos llaman la “cuestión valórica”.
Se entiende en general por valor, en este marco, una opinión más estable, diferente de aquella otra que puede llamarse de coyuntura, como lo son en general las políticas, económicas o de índole semejante. Se homologará frecuentemente el tema del valor con un “reproche ético”. Entran en la categoría de la discusión de valores muy característicamente aquellas referidas a temas como la familia, el aborto, el derecho a la vida, la reproducción sexual y similares.

Nos encontramos aquí, sin embargo, con la necesidad de realizar una primera distinción. Pues un valor para ser reconocido como bien, necesita ser experimentado. Es esto algo de la esencia del valor cuando se trata del tema de la cultura. 

Hablando en la Pontificia Universidad Católica de Chile a los constructores de la sociedad, durante su visita apostólica a nuestro país, así lo expresa el recordado Siervo de Dios Juan Pablo II: “La cultura es "el estilo de vida común (Gaudium et spes, 53c) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: "el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan... las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social" (Puebla, 387). En una palabra, la cultura es, pues, la vida de un pueblo”. 

La cultura, en otras palabras, sustantivo que deriva de cultivo, supone un tiempo y un cambio –el de la siembra y la cosecha decimos- e implica unos valores que nos hacen vivir y cambiar en una dirección consistente con ese desarrollo germinal.

La tradición aristotélica hablaba en este sentido de virtudes. Las virtudes las entendemos en cuanto fuerzas, capacidades de obrar. Los valores, mientras tanto, apuntan a bienes o cosas que son estimables.

Pero sea como fuere, virtudes o valores, unos y otros lo son en cuanto realidades vividas y no en cuanto meras opiniones. Si no son capaces de cultivar a la persona –en el sentido de germinar en ella un cultivo de su ser- estamos en el plano de simples justificaciones o entelequias racionales, sin vinculación entitativa con el bien, la verdad y la belleza. Se repetiría así, en el plano moral o del valor, la situación experimentada por aquellos que deseaban resucitar –en la ficción de MacIntyre- la ciencia fragmentada y desgajada de su contexto epistemológico, a consecuencia de la catástrofe producida por la revolución anticientífica que desencadena el movimiento “Ningún-Saber”.

Todo lo cual nos pone de frente a la crítica de Nietzsche , quien formula una suerte de interesado “J’acusse” (“Yo acuso”): el nihilismo es la situación en la que los valores se resquebrajan, dejan de tener fuerza, pierden su finalidad, donde no existe respuesta a la pregunta por qué, dice el autor de la “Genealogía de la moral” y de “El Anticristo”. Se les ha situado, a los valores, en una esfera en la que no se les puede vivir, transformándose estos en meras justificaciones de la razón y de la voluntad de poder.

“Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado”, grita Nietzsche. “Hemos cambiado el sentido de los valores, se les ha subvertido (se refiere a los valores trascendentales de la metafísica: la unidad, la verdad, el bien, la belleza). ¿Cómo es que no estamos temblando frente a la oscuridad que viene? ¿Cómo podrá el hombre vivir con esta realidad?”, se pregunta. A lo cual responde: sólo el Superhombre es capaz de sobrevivir en esta situación. Se burla entonces con sarcasmo de los que pretenden crear una moral después de haber dado muerte a Dios. ¿Tener en esa situación una moral? Absurdo, responde Nietzsche.
Con diabólica lucidez, el filósofo saca las consecuencias –aplicadas a la historia humana que tiene ante sus ojos- de los dichos de la serpiente en el Paraíso. Los valores suponen por definición, ya dijimos, un algo estimable, pero su apreciación como tal supone a la vez un apetito ordenado. El fruto del árbol del Paraíso era apetitoso a la vista. Lo era, como lo son tantos bienes antes y después de la subversión provocada por la revolución nihilista que saluda Nietzsche, la que hizo despertar en el hombre poderosas fuerzas que, según él, la “moral judeo-cristiana” había enseñado a refrenar. Y entonces proclama: “Lo que hasta ahora era lo más valioso sobre la tierra, resulta lo más despreciable. Y lo que era lo más despreciable, es ahora lo más valioso”. Como en el Paraíso, glosamos nosotros, donde el valor estaba en Dios y era según Dios, y la tentación de la autonomía lo quiso hacer del hombre y según el hombre.
Nietzsche habla desde el lenguaje de la subversión de los valores. Lo vital para él no es vivir según Dios, sino gozar lo apetitoso del fruto, sin Dios. Vivir “dionisiacamente”. Pero fue Dios quien entre tanto hizo el fruto –hizo todas las cosas y todo lo hizo bien- y así, el esfuerzo de una “antropología creatural”, opuesta a la tendencia histórica que comentamos, apuntaría por el contrario a redescubrir la estimabilidad y belleza que las cosas tienen según Dios. 

La salud no está en dejarse llevar por las fuerzas “dionisíacas” del “eros”, sino por un amor razonable y verdadero. Pues Cristo, que no vino a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos, “viene a renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuánto hay en él de eternamente bueno y bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La historia del “amor hermoso” es, en cierto sentido, la historia de la salvación del hombre”, nos dice Juan Pablo II en la Carta a las Familias. “Cuando hablamos de ‘amor hermoso’, hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor”, agrega. 

Para ahondar en la comprensión de la dualidad moral y valórica aquí planteada, y en las premisas de una verdadera “antropología creatural”, conviene leer con cuidado la primera parte de la encíclica Deus caritas est. El Papa Benedicto XVI se detiene allí en los conceptos de “eros” y “agapé”, como expresión del amor humano, según el uso dado a uno y otro de estos términos por los griegos y también por el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con claridad y hondura, llama nuestra atención en el comienzo de esta carta hacia lo siguiente: relegar la palabra eros por la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, “denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor”. Y agrega, en directa relación con lo que veníamos tratando: “En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad (la del amor entendido como “agapé”) ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche –sigue diciendo el Papa-, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?” (hasta aquí la cita de Deus caritas est).

“Antropología creatural”(y real dimensión del “Eros”) 

Lo característico del amor cristiano –al que damos el nombre de agapé- es la oblación, el don. La cultura pagana, principalmente la griega, rendía culto por el contrario al amor vehemente y posesivo, es decir, el eros. El judeo-cristianismo no rechazó el eros, sino que combatió, desde el Antiguo Testamento, la desviación destructora que conduce a transformarlo en falsa divinidad, que le priva de dignidad y lo deshumaniza. “El eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser (...) (Mas para ello) hace falta una purificación y una maduración, que incluyen también la renuncia. Esto (en cualquier caso) no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza (...) Porque ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma”. 

En la ribera opuesta de la Weltanschaung nietzschiana –que supone un eros envenenado por el cristianismo- Benedicto XVI nos recuerda los fundamentos religiosos y asimismo metafísicos que es imperioso guardemos en nuestros corazones hoy, cuando esa oscuridad presagiada por el filósofo ha caído sobre el mundo, a fin de animarnos a recuperarlos para la cultura en general: “El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión (…) es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas —el Logos, la razón primordial— es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé.” 

Esta imagen de amor-eros por su pueblo, fundido y purificado en agapé de Dios, Único Señor , se corresponde muy justamente con el matrimonio monógamo e indisoluble. “El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”. Esta verdad, como orientación de su amor, la encuentra plenamente el cristiano en la cruz y en la comunión, que nos hace un cuerpo, aunados en una única existencia. Por lo que se entiende asimismo que uno de los nombres de la Eucaristía sea propiamente agapé. 
En dicha perspectiva ya no se ve al otro con los propios ojos y sentimientos, sino con los de Jesucristo. “La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en esta comunión de voluntad que crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío”. 

La acusación de Nietzsche, según la cual el cristianismo habría “envenenado” el eros, queda pues completamente refutada.

“Cruel tirano Herodes, por
qué temes que Cristo venga? No
usurpa los reinos de la tierra, el 
que viene a dar los celestiales”

El himno de la primera víspera de la fiesta de Epifanía que celebramos hace pocos días desvirtúa poéticamente lo temores que padece el hombre de nuestro tiempo, heredero de la cultura ilustrada.

Los valores y el problema del relativismo

Nietzsche no podía o no quería ver que la única forma en que los valores recuperaran entidad y fuesen consonantes para el hombre era acudiendo al puente de lo que llamamos teológicamente la gracia. Sin considerar las virtudes teologales –la Fe, la Esperanza, la Caridad- hablar de valores en el contexto histórico en que nos sitúa el filósofo, viene de nuevo a ser consonante con el nihilismo. Volvemos al escenario de los valores entendidos como entelequias lingüísticas. Justificaciones a posteriori de opciones hechas por la voluntad, sin tener realmente en cuenta los valores propiamente dichos. Engendro del más puro relativismo.

La única forma de ser razonable en la línea del logos, es que la razón brote de la experiencia. Esta radical formulación de Don Giussani se entiende perfectamente al mirar la experiencia de la santidad en la historia de la Iglesia. La verdadera presencia del actuar divino se descubre porque esas virtudes teologales, de las que recién hablamos, verdadero y último fundamento de los valores, son una energía que visiblemente rehace la faz de la tierra. No podría confundírsele en caso alguno con algo estático o con cierto motor inmóvil. Se nos aparece asimismo como una expresión de belleza, en refulgente sintonía con la verdad y la bondad que transforman, y por tanto en profunda afinidad con lo entitativo de los valores. La verdad es el alma de la belleza, enseñó Guardini. 

Esta racionabilidad, coherente con el logos y con la experiencia viva –que es lo propio de lo que llamamos valor- se ha de ver asimismo en el marco de una experiencia mucho mayor, en el tiempo y en el espacio, como es la solidariedad intergeneracional, o lo que comúnmente conocemos como tradición. La continuidad en el amalgamiento de los valores por parte de las distintas generaciones e instancias de la sociedad civil, constituye algo que podríamos llamar un “consenso profundo”, por contraste con aquel otro consenso del que oímos hablar a diario en los distintos medios, y que corresponde al acomodo interesado de “valores” o como quiera llamárseles, en todo caso en su versión de entelequias racionales. 

Como puede fácilmente entenderse, y más allá de cualquier crisis, nos hallamos en este punto frente a una experiencia de communio cuyo natural efecto es el cultivo como personas de quienes participan de ella. Sin duda que, en este orden de comunión, la familia –“escuela del más rico humanismo” como la llama la Constitución Pastoral Gaudium et spes - nos ilumina por encima de cualquier otro cuerpo social. Su capacidad de transmitir cultura de generación en generación y ofrecerse como matriz de convivencia en todos los ámbitos públicos y privados, no tiene equivalencia. Sabemos que es en su seno donde se fragua el futuro de la humanidad. 

Subrayando lo que específicamente nos ocupa – los valores- tenemos en la familia, a la luz de lo anterior, el paradigma de lo que socialmente es un bien o valor en sí mismo. Vemos, en efecto, como el consenso profundo de los siglos la consagra como tal. No está su bien específico en que ayuda a las personas a sobrevenir dificultades de una u otra índole, cuya lista sería largo enumerar. No. Lo propio del valor familia es el de una comunión que cultiva y cambia a las personas que de ella forman parte, rasgo intrínseco de su eclesialidad. Obra así también como genuina matriz del resto de los organismos que componen la sociedad civil. Su destrucción, debemos comprenderlo, no radica en la dispersión de sus partes –como sería el caso de una sociedad comercial cualquiera- sino en la extinción de la misma. Lo que es un valor fundado en una experiencia de bien común, como es la familia, sólo sobrevive en comunión y no es susceptible de fragmentación; si se le fragmenta se acaba ese bien. Así sucede también, por ejemplo, aunque en menor medida, en el caso de la escuela - que nace de la familia- cuya destrucción más que la dispersión de la materialidad de sus instalaciones, estriba en la extinción de ese valor consistente en la comunidad de maestros y discípulos.

De seguir con el mismo ejercicio, veríamos que son también esos valores reconocidos como tales, los que dan su cuerpo real a la Doctrina Social de la Iglesia. Replegarse así en enunciados sobre el destino universal de los bienes, la solidariedad, el principio de subsidiaridad, el orden justo y otros, sin tener como punto de partida a la persona, la familia, la comunidad de trabajo, la experiencia de los grupos intermedios, la escuela, vale decir, la sociedad civil, puede arrastrar al enunciado de verdades parciales, cuando no de simples entelequias universales. Es lo que a menudo vemos en las ya clásicas confrontaciones ideológicas que disputan por más espacio para el Estado o para el Mercado. A decir verdad, en tanto no aparezcan en el horizonte las personas y sus necesidades reales, cualquier discusión, incluso de temas tan atinentes como la subsidiaridad o la solidaridad, corre el peligro ya señalado.
Engendro del más puro relativismo, dijimos. En efecto, si se habla de relativismo de los valores, el problema debe ser visto en el plano de la experiencia. Pues este relativismo tiene que ver, más que con el lenguaje y los discursos, principalmente con los quiebres familiares, con la secularización de la mujer , con la crisis social de la figura del padre , con la voluntad de no compromiso, y tantas y tan variadas actitudes del género. El valor no se sostiene en un discurso, como es claro, sino en un modo de ser persona.

Obstáculos mayores

En el contexto globalizado en que vivimos, hay dos grandes factores -a los que no podríamos dejar de referirnos- que parecen incidir de modo particularmente negativo con respecto a la entidad de los valores que buscamos resguardar y fortalecer.

A) Uno es el problema que deriva de la técnica, tal cual es a menudo concebida hoy. “Cuando la tecnología deja de tener raíces profundas en la cultura, se transforma en una tecnocracia ciega a las necesidades humanas”. Hablamos por cierto de una técnica no comprendida como servicio al otro, sino como valor supremo, desvinculado de los valores de la persona, y que gira, con respecto a ésta, en torno al binomio eficacia-sustituibilidad. El parámetro por el que se mide la civilización tecnocrática es evidentemente la eficacia ; la tecnología por definición es eficacia. Si hay una parte que no funciona, se la cambia; lo mismo en cuanto al procedimiento, se busca otro. 

Nadie podrá negar la íntima satisfacción que producirá en una persona ser eficaz en lo que hace, en sus labores profesionales, en la atención de su familia, y así en adelante. Pero en este último caso se trata de una eficacia entendida como un valor subsidiario, incardinado, por decirlo así, en las virtudes teologales que dan, según vimos, entidad al valor. Separadas de esas virtudes teologales, como sucede en el contexto secularizado de la cultura actual, la eficacia se traduce en una máquina despersonalizada. La afirmación de que cada ser humano es una persona, una vocación única de Dios, que la multiplicidad y variedad de los seres humanos enriquece a la humanidad, todo ello se termina con el binomio eficacia-sustituibilidad. Se lo defina o no como parámetro de la moral utilitarista, el hecho real es que tenemos hoy como criterio dominante o generalizado, que la legitimación de cualquier persona o acción es dada por la eficacia a secas. 

Especialmente preocupante resulta, en este mismo sentido, la circunstancia de que el fenómeno de la globalización está imponiendo, a todo el mundo, una concepción de la felicidad como puro producto progresivo de la tecnociencia. En esta visión de las cosas -donde se hace tan particularmente ausente la virtud teologal de la esperanza- no queda ya lugar para el alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna. 

B) El segundo gran obstáculo para la entidad de los valores proviene, con toda evidencia, de los medios de comunicación de masas. 

Se trata, en cierto modo, de la situación ya muchas veces expuesta por el magisterio de la Iglesia y que recoge, por ejemplo, con toda claridad Juan Pablo II en la Carta a la Familias. Es el drama de los modernos medios de comunicación sujetos a la tentación de manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre, produciendo con ello profundas alteraciones en este hombre de nuestro tiempo, a punto de poder hablarse en este caso de una “civilización enferma”. 

Dicha enfermedad tiene sin duda mucho que ver también con la cuestión de la técnica, tratada en el punto anterior. Una civilización sana, entre otras cosas es aquella que convive con las personas y con las realidades, y se atiene a ellas. La velocidad de la comunicaciones, el prurito de trabajar éstas en el “tiempo real”, lleva a los medios a vivir en la anticipación de la información, a no esperar, a desarrollar la costumbre de generar expectativas, todo lo cual trastorna la percepción de la “realidad real”. ¿No explica ello en parte el tráfago incontenible de atribuciones e imputaciones de todo tipo que circulan en los medios con perfecta indiferencia de la verdad?

A esa dimensión del problema se añade sin embargo otra, que tampoco le es ajena. Los medios de comunicación, tomados por esa dinámica del “tiempo real”, provocan cada vez más una acentuación del corto plazo y del presente, en perjuicio del mediano y largo plazo. La vigencia de la información es breve y se olvida luego. Como éstas son efímeras, los medios valoran también lo efímero, el instante. Sobra decir, pues lo tenemos a la vista, cuánto este criterio de temporalidad se traspasa también a la actividad política, cada vez más dependiente de esos medios, con grave perjuicio de su dimensión cultural, dimensión llamada a formar tradiciones y a realizar una transmisión intergeneracional de valores -indispensables para la estabilidad democrática- sólo infundibles al precio de la claridad, la paciencia y el tiempo. 

La creciente dependencia en que vive la población de los muy variados medios que la técnica va cada día ofreciendo –al margen de la provechosa utilidad que obviamente puede generar su buen uso- va por otra parte generalizando el hábito mental de vivir “conectado”, situación alarmante en cuanto se superpone y desplaza el natural y personal vivir “comunicado”. Mientras lo segundo, lo dice la palabra, es propio de la comunión interpersonal, no sucede lo mismo con la conexión, crecientemente impersonal, paralela a -y sintomática de- la soledad en que vive el hombre contemporáneo.

El traspaso de esta problemática realidad al tema del lenguaje, puede desde luego observarse en todos los niveles. El lenguaje existe por que existe otro. Puede afirmarse, por la propia experiencia de la historia de la cultura, que en la medida en que ese “otro” –con letra O mayúscula ó minúscula- ha sido sentido más fuertemente, el lenguaje se ha enriquecido hasta alcanzar cumbres absolutamente admirables. La desaparición del otro, su traslación al plano de la realidad virtual, tendrá en seguida efectos -hoy por lo demás muy visibles - en la “deconstrucción” del lenguaje, tanto del hablado como del escrito, particularmente en el ámbito de la red. Decíamos que este fenómeno degenerativo se desarrolla en todos los niveles. No es necesario extendernos en demasiados análisis. Cada uno en su país puede hacer la experiencia… 


“La familia es una escuela del más rico humanismo” 

Sólo cuando otros nos reconocen, sea a través de vínculos de amistad, de los afectos familiares o de la fraternidad en el trabajo, tenemos verdaderamente la sensación de existir. Cuando nadie te ve, tienes la idea de no existir. En un mundo en el que los hombres están solos -porque este mundo es el de las grandes masas pero lleno de hombres solos, de hombres que no son reconocidos por los otros y que perciben su propia vida como si no tuviera significado- es fácil ser capturado en el plano de los valores, o más precisamente de los contravalores, por distintas formas de nihilismo. Nos explicamos perfectamente la atribución de Robert Spaemann para nuestro tiempo como siendo el del “nihilismo banal”. 

Importa pues constatar que el reconocimiento del misterio de la vida –el de los valores, que tenemos el tiempo de nuestra existencia terrena para descubrir y vivir- está necesariamente vinculado a una relación humana. De ahí también las dificultades que registramos hoy para una auténtica experiencia religiosa. Falla a menudo ese factor humano que radica en la conciencia del otro, siendo que la experiencia religiosa siempre está relacionada al vínculo con el otro, está relacionada con una gratuidad que se muestra en un rostro, en una persona diferente de uno mismo.

En lo que a veces se ha llamado una “sociedad líquida” –por referencia a este mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras- cuesta sin duda bastante esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza. No andaba en este sentido descaminado el pensador hebreo Emanuel Levinas, muerto recientemente, al afirmar que el rostro del otro es la huella del infinito. 
Esta relación entre la experiencia del otro y la experiencia de Dios –el valor religioso por antonomasia- la expresó con particular belleza el Concilio, recordándonos que el Señor Jesús, “ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor. Esta semejanza muestra que el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo”. 

La gran “revelación”, el primer descubrimiento del otro, es la familia . El hombre de hoy no puede aprender de la moderna cultura de masas los contenidos del “amor hermoso”, observa el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien nos recuerda que éste se aprende en cambio rezando, y rezando “con aquel escondimiento con Cristo en Dios” que enseña San Pablo. 

Es la oración que inspiró en el umbral de la nueva alianza el “amor hermoso” de José y de María, y que hizo a José , informado por el ángel del Señor y obedeciendo su mensaje, acoger el don precioso de la Encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen, fuente y cimiento de todo genuino valor.

Eros y ágape: ¿incompatibles o complementarios?



La primera encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus caritas est, está dedicada al tema del amor. Al profundizar, en la primera parte, en los datos esenciales del amor de Dios, el Papa realiza una interesante confrontación entre dos términos que, durante siglos, han servido para hablar del amor: eros y ágape.

Benedicto XVI, desde el inicio de Deus caritas est, indica que desea hablar del amor de Dios, el cual, al habernos amado en primer lugar, nos invita también a amar. La primera parte de la encíclica, más especulativa, intenta profundizar en la naturaleza del amor divino y su intrínseca relación con el amor humano. La segunda parte, más “operativa”, explica los modos a través de los cuales la Iglesia vive el mandamiento del amor al prójimo (n. 1).

El Papa inicia la primera parte con una serie de clarificaciones terminológicas (n. 2) y con una presentación del binomio “eros-ágape”, con la que pretende mostrar la diferencia y unidad entre estos dos movimientos propios del amor humano y, en cierto sentido, del amor divino.

El término éros habría sido usado, en el mundo griego, para ilustrar el amor existente entre el hombre y la mujer. En el mundo bíblico, en cambio, tal palabra sólo aparece dos veces en el Antiguo Testamento, y no es usada nunca en el Nuevo Testamento, que prefiere las palabras philía y ágape. La pregunta que surge es: ¿ha revolucionado el cristianismo la noción del amor, hasta el punto de dejar de lado, o incluso de “envenenar” (según la cita que el Papa recoge de Nietzsche) el eros? (n. 3).

Para responder a esta pregunta, la encíclica vuelve sobre la noción griega de éros. El eros sería visto “como un arrebato, una «locura divina» que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta” (n. 4).

Estos análisis nos llevan a dos observaciones preliminares. La primera consiste en subrayar la relación entre el amor humano y la religiosidad de los pueblos. La segunda nos hace ver que no es correcto dejarse llevar por el instinto en el ámbito del amor: hay que pasar por una serie de maduraciones y purificaciones que permiten alcanzar una profunda curación del amor. Todo ello responde a la estructura del ser humano, en quien alma y cuerpo necesitan ser unificados correctamente. De lo contrario, o se desprecia la carne como si fuese algo puramente animal, o se exalta excesivamente el cuerpo (la carne) hasta el punto de degradar el eros a lo puramente sexual. Esto último, paradójicamente, lleva a menospreciar el cuerpo que se desea exaltar, al ser usado simplemente como material biológico disponible según las elecciones libres de cada uno (n. 5, cf. n. 17).

El n. 17 es sumamente interesante. Tras recordar que el amor no es solo sentimiento, aunque a veces se origina a partir de una especie de “chispa” inicial, el Papa hace ver que el eros necesita purificarse, y que el amor maduro abarca “todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad”. En otras palabras, el hombre está llamado a amar con todo su ser, sin dejar de lado ninguna de sus dimensiones, sin anularse en su estructura antropológica original.

El camino del amor, que es capaz de elevarnos a lo divino (según lo subrayaron tanto los griegos como diversas religiones del pasado), necesita por tanto ser purificado, necesita un esfuerzo de ascesis. Un análisis del mensaje bíblico (a partir del Cantar de los cantares y del Nuevo Testamento) muestra especialmente que el amor no puede limitarse a la búsqueda de uno mismo, sino que está orientado hacia el otro, a la búsqueda en todo del bien del amado. A la vez, el amor que busca conquistar niveles más elevados, se orienta hacia la exclusividad (sólo con esta persona) y hacia la eternidad (para siempre), si bien la situación humana nos lleva a perseguir estas metas en un camino continuo, en un éxtasis que lleva a salir continuamente de uno mismo para darse al otro (n. 6, cf. n. 17).

En el contexto del mensaje bíblico, el Papa vuelve a la pregunta que guía sus reflexiones sobre la naturaleza del amor: ¿hay unidad profunda entre los distintos significados del amor, o se encuentran separados entre sí, como realidades yuxtapuestas pero distintas? Es frecuente considerar eros (amor mundano, ascendente, posesivo) y ágape (amor fundado en la fe, descendente, oblativo) como distintos, como contrapuestos. Llevar al extremo esta contraposición implicaría que “la esencia del cristianismo quedaría desvinculada de las relaciones vitales fundamentales de la existencia humana y constituiría un mundo del todo singular, que tal vez podría considerarse admirable, pero netamente apartado del conjunto de la vida humana” (n. 7). ¿Es correcta esta contraposición?

Benedicto XVI busca un camino de respuesta al subrayar que no se da una separación completa entre estos dos tipos de amor. El dinamismo propio del eros, que busca de modo vehemente y ascendente al otro, lleva poco a poco a no preguntarse tanto por uno mismo y a preocuparse cada vez más por la felicidad del amado. En otras palabras, el eros irá acogiendo, cada vez más, el ágape. A su vez, el ser humano es incapaz de vivir sólo con un amor oblativo, descendente, de donación, puesto que también necesita recibir: “Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don” (n. 7). La escalera de Jacob es la imagen que usaban los Padres para explicar la unidad entre estos dos amores, pues el camino ascendente o contemplativo implica recorrer el camino descendente de servicio (n. 7).

La encíclica puede así llegar a una primera conclusión (todavía genérica): “en el fondo, el «amor» es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o, en todo caso, una forma mermada del amor” (n. 8). Por lo mismo, la visión bíblica sobre el amor no se contrapone al amor en cuanto fenómeno humano original. Para profundizar en este punto, sin embargo, hace falta exclarecer, desde la fe bíblica, cuál es la imagen de Dios y cuál es la imagen del hombre (n. 8, en preparación a los nn. 9-11).

La imagen de Dios que ofrece la revelación bíblica implica dos novedades importantes respecto a otras visiones del tiempo histórico y cultural del mundo judío. La primera, la afirmación de la unicidad de Dios y de la total dependencia de todas las realidades respecto de Él. La segunda, el descubrimiento de que Dios ama al hombre, “y este amor suyo puede ser calificado sin duda como eros que, no obstante, es también totalmente ágape” (n. 9, cf. n. 10). La acogida del Cantar de los cantares en el Canon de la Escritura es comprensible precisamente porque los poemas de amor presentados en este libro describen la relación entre Dios y el hombre: hay una unificación entre ambos polos que no es un fundirse completamente, sino un llegar a “una unidad que crea amor, en la que ambos -Dios y el hombre- siguen siendo ellos mismos y, sin embargo, se convierten en una sola cosa” (n. 10).

El n. 10 que acabamos de citar sirve de puente para pasar de la nueva imagen de Dios a la nueva imagen del hombre, que es rápidamente esbozada en el n. 11.

El n. 11 inicia con una serie de reflexiones sobre el relato bíblico que presenta la creación del hombre. Ante la multiplicidad de creaturas que encuentra ante sí, el hombre no logra identificar ninguna capaz de darle aquella ayuda que necesita desde lo profundo de su ser. Puede, ciertamente, dar un nombre a cada uno de los seres vivientes que le son presentados, puede acogerlos así en su “entorno vital”, pero no basta. Entonces Dios forma a la mujer, a partir de una costilla del hombre, y es entonces cuando el varón puede exclamar: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gn 2,23).

Transcribimos ahora las líneas que siguen, en las que el Papa recoge un mito narrado por Aristófanes en el Simposio de Platón (una obra escrita en el IV siglo a.C.):

“En el trasfondo de esta narración se pueden considerar concepciones como la que aparece también, por ejemplo, en el mito relatado por Platón, según el cual el hombre era originariamente esférico, porque era completo en sí mismo y autosuficiente. Pero, en castigo por su soberbia, fue dividido en dos por Zeus, de manera que ahora anhela siempre su otra mitad y está en camino hacia ella para recobrar su integridad” (n. 11, citando Simposio XIV-XV, 189c-192d).

El interés de esta ágil alusión a un mito de la literatura griega, en la que también se ofrece un breve resumen de las ideas contenidas en el pasaje platónico, radica en ilustrar un “trasfondo” de ideas que expresa un dato de importancia: la necesidad que tiene el hombre de reunirse con una mitad complementaria, el anhelo de un encuentro que permita “recobrar su integridad”. Es comprensible que el Papa no contextualice el texto platónico, ni que haga ninguna alusión al momento y al personaje que ofrece la historia o leyenda sobre el “hombre esférico”, pues la encíclica no es un trabajo de exégesis filosófica. Pero es interesante que haya escogido este pasaje del Simposio para ilustrar desde el mismo una importante dimensión humana: la incompletez.

A renglón seguido, la encíclica ofrece algunas precisaciones que diferencian y separan la idea bíblica del Génesis respecto al mito platónico, sin que se rompa con el contenido básico que tal mito ofrece. “En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse «completo»” (n. 11).

Difieren, por tanto, el mito puesto en boca de Aristófanes y la visión cristiana sobre el amor entre el hombre y la mujer. En primer lugar, difieren a la hora de indicar cuál sea el origen de la necesidad de una reunificación: el cristianismo no encuentra tal necesidad en un castigo, sino que la evidencia en la estructura misma del ser humano, en su constitución creatural. En segundo lugar, algo no subrayada explícitamente por el Papa, pero evidente a la luz de la exposición del discurso de Aristófanes, notamos que el deseado “completamiento”, según la visión bíblica, se logra a través de la unión con el otro sexo, y no a través de la unión con un ser humano del mismo sexo (masculino o femenino), como también sería posible según el texto del Simposio platónico. Es decir, la Revelación no dice que Dios ofreciese a Adán otro varón, sino una mujer; sólo ante la mujer el hombre reconoce a aquella que puede darle “eso” que necesitaba en lo más profundo de su estructura antropológica. Por eso, prosigue la encíclica en continuidad con el texto del Génesis, el hombre deja a su padre y a su madre, se une a su mujer y así los dos llegan a ser “una sola carne” (Gn 2,24).

¿Cuáles son los aspectos centrales del relato del Génesis? A través del mismo descubrimos, en primer lugar, que “el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se pone a buscar y «abandona a su padre y a su madre» para unirse a su mujer; sólo ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en «una sola carne»” (n. 11). La humanidad queda, por lo tanto, incompleta si no se da esa orientación del hombre hacia la mujer y de la mujer hacia el hombre, pues sólo a través de su mutua unión la humanidad llega a ser expresada en toda su completez.

El segundo aspecto resulta ser, para Benedicto XVI, de no menor importancia: “en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo” (n. 11). En otras palabras, la estructura antropológica que llevan al hombre y a la mujer hacia la atracción expresada y vivida a través del eros permite el surgimiento de un estado de vida, el matrimonio, que, como vimos antes, tiene las notas de la unicidad (monogamia) y de la eternidad (para siempre, cf. n. 6).

El n. 11 termina de un modo semejante a como el n. 10 vinculaba la idea de Dios con la concepción acerca de las relaciones entre el hombre y Dios. En cierto sentido, lo que sabemos de Dios permite comprender mejor al hombre, y lo que comprendemos del hombre nos lleva a profundizar mejor en la idea de Dios. Asimismo, tales comprensiones nos aclaran cómo han de ser las relaciones entre el hombre y la mujer, entre el ser humano y Dios:

“A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano. Esta estrecha relación entre eros y matrimonio que presenta la Biblia no tiene prácticamente paralelo alguno en la literatura fuera de ella” (n. 11).

Los nn. 12-15 centran la atención en Jesucristo, el amor encarnado de Dios, que permitiría conocer plenamente qué es el amor, qué camino seguir para vivir y para amar (n. 12). En el acto de entrega del Hijo encarnado, acto presente y asequible a todos a través de la Eucaristía, entramos en el misterio del “abajamiento” de Dios que busca al hombre, y alcanzamos una elevación que va más lejos de cuanto pudiera conseguir nuestro esfuerzo más sincero (n. 13). A la vez, la Eucaristía nos permite entrar en comunión, en unidad, con todos aquellos que participan en el mismo banquete, con todos los que reciben al Cristo que se nos da (n. 14): ¿no es esa una de las dimensiones más ricas y más profundas del amor humano, en cuanto une a los creyentes no sólo con otra persona, sino con un número incontable de hombres y mujeres que forman en Cristo un solo cuerpo?

Esta unión con Cristo y con los hermanos provoca el dinamismo de caridad que nos lleva a servir al “prójimo”, a todos, a “cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar” (n. 15), en una universalización que no es nada abstracta, sino que compromete al cristiano siempre, ante cada necesitado que encuentre en el camino de la vida.

Los tres números que cierran la primera parte (nn. 16-18) responden a dos preguntas: “¿Es realmente posible amar a Dios aunque no se le vea?” “¿Se puede mandar el amor?” (n. 16). Ya hemos adelantado algunas ideas de estos números en los párrafos precedentes. Ahora sólo queremos subrayar la fuerte relación que existe entre el amor a Dios y el amor al prójimo, hasta el punto que no se puede dar en su esencia más profunda el uno sin el otro. Al amar desde Dios, acogemos un amor que “es «divino» porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea «todo para todos» (cf. 1Co 15,28)” (n. 18).

Estas líneas, que cierran la primera parte, vuelven sobre la idea de la ansiada unidad, esa unidad que buscamos tanto a través del eros como a través del ágape, es decir, a través de las dos dimensiones del amor humano en cuanto semejante al amor divino.

En resumen, la primera parte de la encíclica Deus caritas est manifiesta y defiende la unidad que debe existir entre eros y ágape como dimensiones fundamentales del amor humano. Entrelazados adecuadamente, eros y ágape desencadenan un dinamismo de amor que hace comprensible la existencia humana como un prodigio maravilloso, como un camino que arranca de la donación eterna de Dios y que invita al ser humano a dar y acoger amor. Ese camino lleva a la unidad, pues la unidad es el principal fruto del amor (como recuerda la tradición bíblica), y el amor es, en el fondo, búsqueda de unidad