Permitid que os diga una cosa que, demasiado a menudo, yo mismo también olvido.
Dios está aquí y está activo.
Y muy activo de veras.
Aunque, sinceramente, tengo dificultades a la hora de entender y aceptar este hecho completamente.
Me explico.
Veréis, yo quiero control. Cuando era niño, dos acontecimientos de gran importancia dejaron mi mundo patas arriba. Mis padres se divorciaron y nos mudamos a una nueva ciudad, al mismo tiempo.
Fue una época de gran ansiedad debido a la gran incertidumbre. Volviendo la vista atrás, estoy seguro de que tuve unos cuantos ataques de pánico y un nivel de preocupación constante diario.
Para poder lidiar con mis problemas, mi padre me enseñó a crearme objetivos. La clave, me decía, está en confeccionar una visión clara de quién quieres ser y qué quieres hacer, luego trabajar duro, sacrificarte y mantenerte fiel. Y funcionó.
Era una sensación embriagadora, establecer un objetivo, conseguirlo y pasar al siguiente. Tenía el orgullo bastante inflado. Me encantaba recibir la aprobación de los demás. Y me concedía el control.
Ya no soy ningún niño, pero ese chico vive dentro de mí (y, como dijo un sabio, “el niño es padre del hombre”). Y a medida que he ido creciendo, he caído en la cuenta de que, aunque mi visión ha madurado y mis objetivos han cambiado, la verdad es que quiero incluso más control. Y aun así, tengo menos.
Ahora me doy cuenta de que hay cosas que nos suceden y que escapan a nuestro control.
Nos hacemos mayores. Cometemos errores. No siempre podemos resolver nuestros propios problemas o los de nuestros seres queridos simplemente trabajando duro. No podemos controlar el mundo en el que vivimos, ni siquiera nuestro propio barrio.
Y esto es algo inquietante.
Para alguien que se escabulló de la ansiedad infantil simplemente garabateando listas de objetivos en una agenda en blanco barata y esforzándose con tenacidad por lograr esas metas, esta pérdida de control puede ser un desencanto, si no directamente algo aterrador.
Pero aquí es donde empecé a aprender sobre la fe.
Me refiero a la fe verdadera.
Si creo en Dios —hablo de creer en que Dios está aquí ahora, que es una presencia activa y que me ama como soy, pero que quiere que sea algo maravilloso a sus ojos—, entonces tengo que confiar en Él. Tengo que desprenderme de todos mis rígidos esquemas.
Tengo que renunciar al control.
Pero es algo difícil, casi imposible. Arriesgado. Peligroso. Es un proceso de día a día en el que tener fe en que Dios es quien dice ser. Y que puedo confiar en Él.
Y a pesar de que he tenido dificultades con la crudeza de esta realidad, que afecta a mi propia seguridad, al centro mismo de mi identidad, me ha tranquilizado que otros mucho más grandes que yo han pasado por las mismas dificultades.
La gran oración de Thomas Merton me ha ayudado mucho:
“Señor mi Dios: No tengo idea de hacia dónde me dirijo. No veo el camino delante de mí. No puedo saber con certeza a dónde me lleva. Ni siquiera realmente me conozco a mí mismo. Y el hecho de que piense que te estoy siguiendo no implica que realmente lo esté haciendo. Pero creo que mi deseo de agradarte realmente te agrada. Y espero tener ese deseo en todo lo que haga. Espero no hacer nunca nada fuera de ese deseo y sé que si actúo así Tú me dirigirás por el camino correcto, aunque no conozca nada de él. Por lo tanto, confiaré siempre en Ti a pesar de que parezca estar perdido y en sombras de muerte. No temeré, porque Tú siempre estarás conmigo, y nunca me dejarás enfrentar mis peligros solo”.
La perspicacia del beato John Henry Newman me ha guiado:
“Dios me ha creado para una misión concreta. Me ha confiado una tarea que no ha encomendado a otro. Tengo mi misión. Puede que nunca la conozca en esta vida, pero me será revelada en la futura. (…) Por eso confiaré en Él. Sea lo que sea, esté donde esté, jamás seré abandonado. Si estoy en la enfermedad, mi enfermedad puede servirle; si en la perplejidad, mi perplejidad puede servirle; si estoy en el dolor, mi dolor puede servirle. Mi enfermedad o perplejidad, mi dolor puede ser la causa de un gran fin, que está muy por encima de nosotros. Él no hace nada en vano; Él puede prolongar mi vida, o la puede acortar; Él sabe lo que quiere. Puede quitarme mis amigos, puede dejarme entre extraños, me puede hacer sentir desolado, hacer que mi espíritu se hunda, ocultarme el futuro. Aun así, Él sabe lo que quiere”.
Y san Juan Pablo II me ha animado:
“No tengan miedo. No estén satisfechos con la mediocridad. Acechen en lo profundo y bajen sus redes para una pesca”.
Y simplemente por enfatizar el mensaje, no llegué hasta estas palabras de estos grandes hombres por mi propio esfuerzo. Creo que fueron depositadas ante mí por la mano invisible del Espíritu Santo.
En medio de la incertidumbre de la vida, no estamos llamados a tener el control. Estamos llamados a tener fe.
Si creemos en Dios –creemos de verdad en que es quien dice ser y que cumplirá lo que promete–, entonces estamos llamados a deshacernos de nuestros miedos y entregarnos a los brazos de Cristo.
Estamos llamados a regocijarnos en el amor en el que nacimos, en la dicha que encontramos en los misterios de la vida y en la paz que encontraremos al final de todo en nuestro futuro hogar celestial.
No tengo un control total. Y está bien.
Dios está aquí y está activo.
Y eso me aporta una gran paz.
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