4 mar 2014

Bergoglio, el maestrillo que enseñaba con libros y música



Manzoni, Dostoyevski, Dante y Borges: estos son los autores preferidos de Jorge Mario Bergoglio, que en el año escolar 1964-1965 fue profesor de Literatura en Santa Fe en el Colegio de la Inmaculada Concepción. Los estudiantes de entonces recuerdan muy bien a este joven, aún no sacerdote, apasionado por la literatura, al que los superiores habían pedido que fuera profesor de una materia humanística, aun habiendo recibido una formación científica. Y el profesor Bergoglio, el maestrillo – como se llamaban los jesuitas en formación –, tenía el don de enseñar no ya frías nociones, sino más bien conseguía transmitir a los chicos la pasión por la literatura que le animaba a él mismo, como cuenta en una entrevista a la Civiltà Cattolica, su ex alumno Jorge Milia, escritor, poeta y periodista.

Siempre con la intención de inspirar en sus estudiantes el amor por la literatura, Bergoglio invitó al colegio a importantes escritores, entre ellos a Jorge Luis Borges, el más ilustre y prestigioso intelectual argentino, que era desde siempre uno de sus escritores preferidos. A Borges, considerado un auténtico gigante de la literatura mundial, el maestro Bergoglio le escribió preguntándole si podría encontrar el tiempo de venir a Santa Fe para impartir a los chicos del Colegio una lección de literatura gauchesca. El escritor le sorprendió, aceptando de buen grado e impartiendo un auténtico seminario sobre el tema de cinco días de duración.

Cuenta Jorge Milia a la Civiltà Cattolica sobre su antiguo profesor: “Cuando enseñaba literatura, su lenguaje era muy distinto del lenguaje actual, que se caracteriza por un esfuerzo de simplicidad para salir al encuentro de las personas”.

La relación entre los alumno, el profesor y la literatura “era una relación activa de implicación, de pasión. A menudo era precisamente Bergoglio el que se maravillaba al descubrir la imagen oculta en un pasaje del texto, en una frase o incluso sólo en una de las palabras que le presentábamos. Es decir, era capaz de transmitir esas experiencias a los demás. No se comportaba con las maneras típicas de un maestro que dirige y dicta líneas a seguir, sino haciéndonos participar, dando consejos y explicaciones. Si alguien expresaba interés en profundizar un tema o una obra, no sólo lo permitía, sino que se ofrecía a echarle una mano. Era evidente que apreciaba y apoyaba a los que se aventuraban por vías personales de profundización”.


Pero el empeño de Bergoglio no se limitaba a la enseñanza de la literatura, sino que fue revitalizó el mundo del teatro en el Instituto. Es más, precisó Milia, “fue el primero en admitir a mujeres en las producciones de la Academia de teatro del Colegio. Hasta entonces se elegían obras sin personajes femeninos (a costa de alterarlas o mutilarlas) o, aún pero, algunos personajes femeninos eran representados por hombres, compañeros de curso. Bergoglio planteó resueltamente la cuestión en estos términos: esto iba en detrimento de la imagen de la mujer. Una afirmación que me parece que tiene reflejo hoy en su postura sobre la importancia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad. Se puso en seguida a pedir a madres y hermanas de los diversos actores, y en poco tiempo consiguió poner en escena la obra con mucho éxito, con la necesaria presencia femenina”.

En lo que respecta a la relación con la música, en una época en la que dominaba el fenómeno Beatles, en el Colegio de la Inmaculada había alguno que acarició el sueño de emular al cuarteto de Liverpool. Pero faltaban los instrumentos y no había siquiera un sitio para ensayar. También en esa ocasión, “la ayuda del maestrillo se demostró válida, y en seguida se consiguieron resultados: un aula para los ensayos y un sistema de sonido [...] El apoyo de Bergoglio se hizo habitual. Era una constante en él: no rechazaba nunca una petición de ayuda y, si veía que las personas se empeñaban, trabajaban en el proyecto, seguía apoyándolas. Para Bergoglio y para el Colegio, el apoyo a The Shouters (“Los gritadores”) no se limitaba a proporcionarles un espacio disponible, sino que iba más allá, a apoyarles en un proyecto colectivo que de alguna manera iba a tener repercusión en sus vidas”.

Un breve escrito publicado en 1966 en la revista anual del Colegio titulado “La expresión como meta en la formación del joven” resumía bien el compromiso de Bergoglio contra “la tragedia de la verdad acogida a medias” y su intención de proporcionar a sus estudiantes las armas necesarias para afrontar el “charlataneo ruidoso de los estudiantes de por vida, grandes charlatanes al servicio del error”.

En ese texto Bergoglio escribía: “Debemos ser conscientes de que el error y el compromiso personal con el error son defendidos a través de una retórica brillante y persuasiva, mientras muchas veces todo el esfuerzo realizado para transmitir la verdad a nuestros alumnos se para en una timidez gélida incapaz de dirigir, con la luminosidad de toda la verdad, un mensaje a los demás hombres. Porque el problema no es simplemente el de poseer la verdad y de comprometerse con ella, sino el de expresarla con brillantez y fecundidad”.

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