El conocido periodista español José Manuel Vidal, director de Religión Digital, estuvo recientemente en la Domus Santa Marta, y quedó sorprendido por la austeridad y "normalidad" con la que viven el Papa Francisco y sus colaboradores, como él mismo relata en un artículo. Así relata su llegada al comedor:
Sirven a la mesa dos hermanas con hábito morado y varios camareros. En el centro de cada una de las mesas, un frutero con plátanos, kiwis y mandarinas. Al lado, una botella de agua con gas y dos botellas de vino. Tanto el tinto como el blanco son del Piamonte, concretamente de Barbera de Monferrato. Los que conocen los caldos italianos dicen que se trata de «un vino trotón». Un español que reside en Roma desde hace años lo compara con el Don Simón (popular vino de mesa en España, n.d.E.).
De primero, macarrones o, más bien, espirales. Normalitos, para ser pasta y estar en Roma. De segundo, unos escalopines, con guarnición de guisantes y pimientos fritos. Sólo pasable. El que quiera se puede levantar y servirse una ensalada de lechuga. De postre, fruta. Y un buen café: espresso o macchiato. Un menú que, en Madrid, costaría menos de 10 euros (14 dólares, n.d.E.) y seguramente estaría mucho mejor.
Más que austero, un menú espartano que, además, no degusté con tranquilidad, expectante ante la eventual llegada del Papa. Su mesa, antes situada en el centro del comedor, la han colocado ahora en el ángulo izquierdo. Para exponerlo menos a las miradas. Pero el tiempo iba pasando y Francisco no vino a comer. Dicen que está en un pequeño comedor cercano, donde, en contadas ocasiones, suele compartir la comida con algunos invitados de excepción de forma más privada. De hecho, hacia allí pasó en un par de ocasiones su inseparable secretario, Fabián Pedacchio.
Cuando está en el comedor principal, Francisco come la misma comida que los demás. Ese menú de menos de 10 euros. Alguien comenta en nuestra mesa que, al comer lo mismo que todos los demás, el Papa no corre riesgos imprevistos. Y, sobre todo, imprime normalidad a su pontificado. Come rodeado de los suyos, departiendo con todos, la misma comida que todos los demás. Como uno más. Aquí sólo le diferencia el color blanco de su sotana y de su dulleta que, cuando la deja en el ropero, suele decirle al camarero: «No hace falta que me dé número». La suya es la única prenda blanca entre tantas negras, moradas o púrpuras.
Cuando el comedor se fue quedando vacío, nos acercamos, con cierta timidez, a la mesa vacía del Papa, donde el Padre Ángel quiso fotografiarse sirviéndole simbólicamente. Una mesa como todas las demás. Rectangular, con seis sillas. El Papa se sienta en la última de la izquierda. No está, pero se siente su presencia y hasta imaginamos su franca sonrisa, mientras bebe un vasito de vino.
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