Si el pensamiento humano no es una realidad separada de la vida, sino que aparece en el mismo proceso vital, entonces para fundamentar el conocimiento resultará necesario remontarse a la vida, «porque la conexión de las cosas se fabrica originalmente por la totalidad de las fuerzas del ánimo y sólo poco a poco ha podido desprender el conocimiento lo puramente inteligible. La vida es lo primero y está siempre presente, y las abstracciones del conocimiento son lo segundo y se refieren sólo a la vida» [Introducción a las ciencias del espíritu: 147]. Dicho con otras palabras, «el pensar está en la vida, y no puede, por lo tanto, ver detrás de ella. La vida permanece insondable para el pensamiento como lo dado, en el que él mismo hace su aparición, y más allá de lo cual no puede, por tanto, retroceder» [Crítica de la razón histórica: 184].
El término “vida” apunta hacia una experiencia cuya riqueza y profundidad resultan insondables e irreductibles a la mera captación intelectual. «La expresión “vida” designa lo más íntimo, lo más conocido para cada uno, pero al mismo tiempo lo más oscuro, es más, algo completamente insondable. La pregunta “¿qué es la vida?” constituye un enigma insoluble» [Crítica de la razón histórica: 184]. Para Dilthey, la vida es siempre una noción límite, un misterioso enigma «que constituye el único, oscuro y espantable objeto de toda filosofía» [Teoría de la concepción del mundo: 81]. En el hipotético caso que pudiésemos analizarla completamente, entonces en ella se nos revelaría el misterio mismo de la realidad del mundo [Crítica de la razón histórica: 185].
La vida es una totalidad multiforme de una «riqueza» y «hondura» infinitas: entramado de conocimientos, valores y fines que, uniendo a los individuos entre sí, genera y estructura la sociedad humana y su evolución histórica [Marcuse 1978: 215]. Sólo la vida humana puede ser llamada vida a pleno título. Por esta razón —y para evitar cualquier equívoco al respecto—, Dilthey lo aclara expresamente: «empleo la expresión “vida” en las ciencias del espíritu limitándola al mundo humano; en él queda determinada por el campo en que se emplea y no queda expuesta a ninguna mala interpretación» [Psicología y teoría del conocimiento: 362].
La tarea de comprender la historia deberá apoyarse en la comprensión de la vida, pues sólo ésta es su fundamento último. Más aún, la vida —tal como ésta se da en la experiencia consciente y en la comprensión de las vivencias— es para Dilthey «el hecho fundamental que debe constituir el punto de partida de la filosofía» [El mundo histórico: 286]. A su vez, la comprensión de la vida se deberá fundar en un análisis integral de la experiencia misma, que abarque todos los ámbitos de la conciencia, sin reducir la riqueza de la vida a los conceptos o representaciones intelectuales. En efecto, Dilthey piensa que, si queremos fundamentar correctamente el conocimiento humano, es necesario tener en cuenta la entera experiencia del hombre, tal y como ésta se manifiesta en la conciencia [Crítica de la razón histórica: 122–123; Ortega y Gasset 1983: 192–193]. Las representaciones del intelecto, los conceptos y abstracciones —así como las leyes lógicas— son únicamente un tipo de hechos de la conciencia. Por eso, cuando Dilthey habla de los contenidos de la conciencia, no los reduce al ámbito del intelecto, sino que éstos abarcan también la actividad voluntaria y los estados afectivos. En este sentido, se podría decir que la experiencia consciente no es puramente “mental”, sino que es “vital”, pues hace referencia a todos los aspectos de la vida del hombre: en todo acto humano se da «una acción amplia del sistema de los impulsos, de los hechos de la voluntad y de los sentimientos anejos a ellos». Por tanto, para que la teoría del conocimiento haga justicia a las peculiaridades del las otras componentes de la conciencia, es decir, del sentimiento y de la voluntad, hay que colocar «como base al hombre en toda su plenitud vital empírica» [Psicología y teoría del conocimiento: 137].
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