A mediados del siglo XIX, en Alemania se había disipado casi completamente el aura mágica que poseía el idealismo hegeliano, que había pretendido englobar la ciencia natural dentro de su sistema dialéctico. Esta tentativa de reducir la naturaleza a manifestación del espíritu provocó una reacción en sentido contrario en los círculos científicos y filosóficos, que sin embargo tampoco estaba exenta de peligros, pues a su vez reducían el espíritu umano a mero producto de la naturaleza. Ante este panorama, algunos volvieron la mirada a Kant y a la subjetividad trascendental en busca de un fundamento firme sobre la cual construir el edificio de las ciencias sociales. Sin embargo, la teoría del conocimiento kantiana no permite el desarrollo de un modelo científico diferente del que ha sido utilizado para la investigación experimental.
Es verdad que el criticismo kantiano crea un ámbito independiente para el mundo de la libertad humana, pero a costa de negar la posibilidad de que sus creaciones puedan ser en cuanto tales objeto de ciencia. A las posiciones kantiana y positivista se oponían filósofos —como Hermann Lotze o Johann Friedrich Herbart— que de un modo u otro reproponían una fundamentación metafísica de las ciencias empíricas, explicando por medio de una instancia absoluta o trascendente su conexión y teleología internas, así como la posibilidad misma del conocimiento. Por tanto, si no quería volver a una fundamentación metafísica del conocimiento, la comunidad científica se encontraba ante la disyuntiva de negar la cientificidad al estudio de la historia, del derecho y de la literatura, o por el contrario aplicar a estas disciplinas un método que desnaturaliza la específica comprensión que podemos tener de las realidades histórico-sociales.
Desde el inicio de su vida académica Wilhelm Dilthey se rebela ante este falso dilema. Por una parte, en contra de las posiciones de tipo idealista, rechaza toda ciencia que pretenda explicar por medio de razones metafísicas o “meta-históricas” que gobiernen los acontecimientos humanos y guíen el curso de la historia hacia un fin que la trascienda, ya sea que se trate del Espíritu Absoluto hegeliano o del estado positivo del saber que Comte propone. En efecto, aunque comparta la visión evolutiva y orgánica de la historia humana del Romanticismo y del Idealismo, sin embargo Dilthey siente una profunda alergia al “Espíritu del Pueblo” (Volksgeist), al “Espíritu del Mundo” (Weltgeist), o a los distintos avatares del Espíritu del idealismo hegeliano. La historia es para Dilthey obra de los hombres individuales, y no una manifestación del Espíritu [Introducción a las ciencias del espíritu: 40, 49, 55-56]. Sin negar la existencia de una conexión y teleología en el actuar del hombre, o el deber de comprender y juzgar los acontecimientos históricos a la luz de valores concretos, Dilthey afirma que este hecho no implica que exista una finalidad que guíe la historia “desde fuera”. Por el contrario, todos los eventos nacen y perecen dentro de la historia, ordenándose según un desarrollo temporal dirigido por una teleología inmanente a la historia misma: no es posible construir una filosofía de la historia more hegeliano.
Por otra parte, coincidiendo con los representantes del neokantismo, Dilthey sostiene que la tarea de la filosofía es de carácter epistemológico-crítico, es decir, su misión es determinar las condiciones de posibilidad del conocimiento humano en general, y del saber científico en particular. Como ya lo era para Kant, para él también es fundamental la distinción entre naturaleza (reino de la causalidad) y espíritu (reino de la libertad). Pero, a diferencia de Kant, Dilthey mantiene que también es posible conocer científicamente las creaciones del espíritu humano. Cada uno de estos reinos constituye el objeto de dos tipos distintos de conocimiento: el conocimiento de la naturaleza y el conocimiento histórico. En efecto, los hechos históricos poseen una índole y una legalidad diversas de los hechos estudiados por las ciencias de la naturaleza: «los hechos de la sociedad nos son comprensibles desde dentro, podemos revivirlos, hasta cierto grado, a base de la percepción de nuestros propios estados, y la figuración del mundo histórico la acompañamos de amor y de odio, de apasionada alegría, de todo el ardor de nuestros afectos». Por el contrario, «la naturaleza es muda para nosotros. Solamente el poder de nuestra imaginación infunde una apariencia de vida e interioridad en ella (…). La naturaleza nos es extraña porque es algo exterior, nada íntimo. La sociedad es nuestro mundo» [Introducción a las ciencias del espíritu: 44-5].
Dilthey llama explicación (Erklären) al conocimiento que el hombre puede alcanzar de los objetos naturales, que se encuentran regidos por leyes necesarias y universales; y, en cambio, comprensión (Verstehen) a la modalidad del conocimiento de los hechos históricos, es decir, de los productos de la cultura humana (mitos, leyes, costumbres, valores, obras de arte, sistemas de pensamiento, religiones, etc.). Estos hechos son las huellas que la actividad libre y creadora del hombre deja en el mundo. En el conjunto de estas realidades pequeñas y grandes que constituyen el mundo histórico se revela la entera naturaleza del hombre como un ser que no sólo piensa, sino que también siente y ama. En el proceso de comprensión de los acontecimientos humanos ocupa un papel importante la propia experiencia vital, nuestras vivencias (Erlebnisse) que presentan modalidades estructurales comunes en todos los hombres. En efecto,
«las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) se diferencian de las ciencias de la naturaleza (Naturwissenschaften), en primer lugar, porque éstas tienen como objeto suyo hechos que se presentan en la conciencia dispersos, procedentes de fuera, como fenómenos, mientras que en las ciencias del espíritu se presentan desde dentro, como realidad, y, originalmente, como una conexión viva. Así resulta que en las ciencias de la naturaleza se nos ofrece la conexión natural sólo a través de conclusiones suplementarias, por medio de un haz de hipótesis. Por el contrario, en las ciencias del espíritu tenemos como base la conexión de la vida anímica como algo originalmente dado. La naturaleza la “explicamos”, la vida anímica la “comprendemos”» [Psicología y teoría del conocimiento: 196-197].
El objetivo de Dilthey es dotar de rigor científico a las ciencias del espíritu, es decir, a la historia y a las creaciones culturales, que Kant no había tomado en consideración. Ya en 1867, en su conferencia inaugural en la universidad de Basilea, Dilthey señalaba como una misión propia de su generación la tarea de «proseguir el camino crítico de Kant y fundamentar una ciencia empírica del espíritu humano» [De Leibniz a Goethe: 360]. Es decir, Dilthey se propone responder a la pregunta «¿cómo es posible alcanzar un conocimiento cierto de los eventos históricos, tal que permita sistematizarlos en modo científico?». O dicho more kantiano: «¿cuáles son las condiciones de posibilidad del conocimiento histórico?» [El mundo histórico: 286, 302–3; Ortega y Gasset 1983: 186]. Sin embargo, aunque sea kantiano el espíritu que lo mueve, no trata de aplicar o adaptar las Críticaskantianas a un campo del saber que Kant había dejado sin explorar, sino más bien se propone replantear toda la teoría del conocimiento desde una perspectiva más amplia, que incluya desde el principio las ciencias histórico-sociales. Parafraseando a Kant, Dilthey llamará a este proyecto “Crítica de la razón histórica” (Kritik der historischen Vernunft) [Introducción a las ciencias del espíritu: 2].
En efecto, el estudio de las realidades histórico-sociales revela al hombre como un ser esencialmente histórico. Ni siquiera la razón humana puede escapar de esta condición: también ella es esencialmente razón histórica:
«Debemos salir de la atmósfera tenue y pura de la crítica kantiana de la razón para dar satisfacción así a la índole bien diferente de los objetos históricos. Se presentan ahora las siguientes cuestiones: yo vivo mis propios estados, yo me hallo entretejido en las interacciones de la sociedad como un cruce de sus diversos sistemas. Estos sistemas han surgido de la misma naturaleza humana que yo vivo en mí y que comprendo en otros. El lenguaje, en el cual pienso, ha surgido en el tiempo, mis conceptos han crecido dentro de él. Por lo tanto, soy un ser histórico hasta unas profundidades inasequibles de mí mismo. Así tenemos el primer elemento importante para la solución del problema del conocimiento de la historia: la primera condición para la posibilidad de la ciencia histórica reside en el hecho de que yo mismo soy un ser histórico, y que el mismo que investiga la historia es el mismo que la hace» [El mundo histórico: 304–5].
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