10 oct 2013

DESCARTES, UN HOMBRE LLENO DE DUDAS


CUANDO nació Renato Descartes, en una fría madrugada del año 1596, nadie habría creído que esa pequeña criatura cabezona, calva, desdentada y llorosa llegaría a ostentar dos títulos formidables: Fundador de la Filosofía Moderna y Campeón de “Dudo” de Europa.

El padre de Descartes era consejero del Parlamento de Bretaña y dueño de algunos edificios de departamentos, de manera que recursos no le faltaban para tratar de hermosear a la repugnante criatura. Así, pues, apenas nacido, se vio Renato envuelto en blondas, encajes, camisitas de seda y chales artísticamente tejidos a palillos. Al cuello se le amarró un babero con pollitos bordados, pero —y allí comenzó a revelarse el talento del filósofo— el babero le duraba días y aun semanas tan inmaculado como cuando recién se lo habían puesto. En lo que no se distinguía mucho de las demás criaturas de su edad era en el característico “olor a bebé” que exhalaba con profusión, a pesar de la abundante agua de Colonia con que empapaban sus pañales.

Desde los ocho años hasta los dieciséis, Renatito fue al colegio de Jesuitas de La Flèche, donde aprendió muchas matemáticas, las que lo entusiasmaron tanto que, cuando se trasladó a París, en 1612, para dar Bachillerato en Matemáticas, pasaron muchas semanas antes de que se decidiera a asistir a algún teatro frívolo a deleitarse con el gracioso striptease parisiense.

En aquellos días murió el padre de Descartes, y éste heredó sus bienes. Su modesta mesada de antes se transformó en una renta respetable. De pronto, los conocidos de Descartes descubrieron que era muy simpático, y las niñas decían de él: “Buen mozo no es, pero tiene un no‐sé‐qué”. Lo frecuentaban, lo invitaban, lo asediaban. Pero el joven proyecto de filósofo abominaba de la vida social, y prefería el sencillo placer de entregarse lánguidamente a la meditación.

Como los amigos insistían demasiado en salir con él a recorrer los lugares más placenteros de París, Renato se alistó en el ejército de Holanda, que era un país muy pacífico, cuyos militares podían entregarse por entero a sus pasatiempos favoritos. De aquellos militares surgieron notables ajedrecistas, poetas y pintores. El casino de oficiales de cada regimiento holandés era una tertulia literaria. Los dormitorios de los soldados mostraban en sus muros las obras de los militares‐artistas. Y en los enormes patios de los cuarteles, los conscriptos alternaban su aprendizaje del manejo de las armas con el estudio de la métrica, la retórica, la música y la preparación de telas, pinceles y óleos.
Una sola nube obscurecía el firmamento.
El toque de Diana.

Diana, la cocinera del regimiento, le tocaba suavemente el hombro todos los días a las 5 A. M., para despertarlo con el fin de que se tomara el apetitoso desayuno que le llevaba. El humeante café y las olorosas tostadas no lograron convencer a Descartes de lo placentero de tal despertar.
Decidió retirarse del ejército. Como tenía tres años de servicios y siete de abono, consiguió que lo llamaran a retiro y jubiló con diez treintavos del sueldo.

En esa época, Francia y Holanda se turnaban en materia de conflictos bélicos. Cuando una de esas naciones terminaba una guerra, la empezaba la otra, y así les daban gusto a los militares de profesión, que tan pronto peleaban en un país como en el otro, y satisfacían al mismo tiempo el afán meditativo de Descartes, el que viajaba constantemente entre Ámsterdam y París, pero no en busca de batallas, sino huyendo de ellas. Sólo la paz permitía a Descartes meditar, intensamente.

Poco a poco, las meditaciones de Descartes comenzaron a dar fruto: un libro titulado “El mundo”, un volumen de “Ensayos filosóficos” y una niñita que era su vivo retrato. tantes, era imposible llevarse bien con todo el mundo. A los que escribían ideas protestantes los perseguían los católicos; a los que escribían ideas católicas los perseguían los protestantes, y al que escribía obras científicas lo perseguían ambos, aunque es de justicia aclarar que no lo quemaban ambos, sino los que lo atrapaban primero.

A Descartes, que era católico —aunque sentía simpatías por los científicos Galileo y Harvey, lo que entonces era pecado mortal—, los protestantes lo acusaban de ateísmo, delito entonces castigado con la muerte, y, aunque logró salvarse de la hoguera, las universidades y editoriales le cerraron sus puertas, y se impartieron instrucciones a los profesores de filosofía en el sentido de que en sus clases no mencionaran las obras de Descartes y ni siquiera su nombre. Y si algún alumno preguntaba por él, el profesor se apresuraba a decir:

—¿Descartes? ¡Ah, sí, un charlatán!
Aunque algo atemorizado por la conspiración de silencio, Descartes siguió escribiendo, y publicó su “Método del discurso”, que, junto con ser su obra cumbre, es el mejor tratado de oratoria escrito hasta la fecha. En ella aconseja seguir el método de un cogito amigo suyo, llamado Ergo Sum.
El cogito Ergo Sum, antes de decir un discurso, dudaba de todo lo que iba a decir, de manera que incluía en su pieza oratoria solamente aquello que estimaba indudable.

Aunque el método señalado es del cogito, como lo señala el propio Descartes, se le atribuyó a éste, y ha pasado a la Historia con el nombre de “duda cartesiana” o “duda metódica”, aunque algunos, con mayor propiedad, lo llaman “método del cogito”.

Un buen día Descartes le regaló un ejemplar de su libro a su amigo Chanut, que era embajador de Francia en Suecia. Este le pasó el libro a la reina Cristina de Suecia, y ella, que era a la vez culta, inteligente, romántica y apasionada, a pesar de sus ciento veinte kilos de peso, quiso que Descartes le diera clases de filosofía, y como era muy ejecutiva, mandó un buque de guerra en busca de Renato.

Renato no pudo resistir tanta amabilidad, y se embarcó rumbo a Estocolmo. Allá se encontró con una desagradable sorpresa: la reina sólo tenía tiempo para tomar las clases a las cinco de la mañana.
—Majestad —dijo el filósofo—, yo siempre me levanto al mediodía. —Flojín, picarón —repuso sonriente la reina—; levantaos temprano y seréis siempre sano. No hay nada más saludable que madrugar, sobre todo en Suecia, que tiene un clima ideal. La temperatura jamás baja de cuarenta grados bajo cero.
Un francés jamás discute con una mujer, y menos si ésta es una reina, así es que Descartes se miró la punta de sus zapatos y soportó su destino.

En febrero de 1650, durante uno de los inviernos más crudos que ha soportado Suecia, y tras sólo quince días de haber iniciado las clases matutinas a la reina, Remato Descartes dejó de existir, víctima del encantador clima de Suecia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario