CUANDO nació Renato Descartes, en una fría
madrugada del año 1596, nadie habría creído que esa pequeña criatura cabezona,
calva, desdentada y llorosa llegaría a ostentar dos títulos formidables:
Fundador de la Filosofía Moderna y Campeón de “Dudo” de Europa.
El padre de Descartes era consejero del
Parlamento de Bretaña y dueño de algunos edificios de departamentos, de manera
que recursos no le faltaban para tratar de hermosear a la repugnante criatura.
Así, pues, apenas nacido, se vio Renato envuelto en blondas, encajes,
camisitas de seda y chales artísticamente tejidos a palillos. Al cuello se le
amarró un babero con pollitos bordados, pero —y allí comenzó a revelarse el
talento del filósofo— el babero le duraba días y aun semanas tan inmaculado
como cuando recién se lo habían puesto. En lo que no se distinguía mucho de
las demás criaturas de su edad era en el característico “olor a bebé” que
exhalaba con profusión, a pesar de la abundante agua de Colonia con que
empapaban sus pañales.
Desde los ocho años hasta los dieciséis,
Renatito fue al colegio de Jesuitas de La Flèche, donde aprendió muchas
matemáticas, las que lo entusiasmaron tanto que, cuando se trasladó a París, en
1612, para dar Bachillerato en Matemáticas, pasaron muchas semanas antes de que
se decidiera a asistir a algún teatro frívolo a deleitarse con el gracioso striptease
parisiense.
En aquellos días murió el padre de Descartes,
y éste heredó sus bienes. Su modesta mesada de antes se transformó en una renta
respetable. De pronto, los conocidos de Descartes descubrieron que era muy
simpático, y las niñas decían de él: “Buen mozo no es, pero tiene un no‐sé‐qué”.
Lo frecuentaban, lo invitaban, lo asediaban. Pero el joven proyecto de filósofo
abominaba de la vida social, y prefería el sencillo placer de entregarse
lánguidamente a la meditación.
Como los amigos insistían demasiado en salir
con él a recorrer los lugares más placenteros de París, Renato se alistó en el
ejército de Holanda, que era un país muy pacífico, cuyos militares podían entregarse
por entero a sus pasatiempos favoritos. De aquellos militares surgieron
notables ajedrecistas, poetas y pintores. El casino de oficiales de cada
regimiento holandés era una tertulia literaria. Los dormitorios de los soldados
mostraban en sus muros las obras de los militares‐artistas. Y en los enormes
patios de los cuarteles, los conscriptos alternaban su aprendizaje del manejo
de las armas con el estudio de la métrica, la retórica, la música y la
preparación de telas, pinceles y óleos.
Una sola nube obscurecía el firmamento.
El toque de Diana.
Diana, la cocinera del regimiento, le tocaba
suavemente el hombro todos los días a las 5 A. M., para despertarlo con el fin
de que se tomara el apetitoso desayuno que le llevaba. El humeante café y las
olorosas tostadas no lograron convencer a Descartes de lo placentero de tal
despertar.
Decidió retirarse del ejército. Como tenía
tres años de servicios y siete de abono, consiguió que lo llamaran a retiro y
jubiló con diez treintavos del sueldo.
En esa época, Francia y Holanda se turnaban en
materia de conflictos bélicos. Cuando una de esas naciones terminaba una
guerra, la empezaba la otra, y así les daban gusto a los militares de
profesión, que tan pronto peleaban en un país como en el otro, y satisfacían al
mismo tiempo el afán meditativo de Descartes, el que viajaba constantemente
entre Ámsterdam y París, pero no en busca de batallas, sino huyendo de ellas.
Sólo la paz permitía a Descartes meditar, intensamente.
Poco a poco, las meditaciones de Descartes
comenzaron a dar fruto: un libro titulado “El mundo”, un volumen de “Ensayos
filosóficos” y una niñita que era su vivo retrato. tantes, era imposible
llevarse bien con todo el mundo. A los que escribían ideas protestantes los
perseguían los católicos; a los que escribían ideas católicas los perseguían
los protestantes, y al que escribía obras científicas lo perseguían ambos,
aunque es de justicia aclarar que no lo quemaban ambos, sino los que lo
atrapaban primero.
A Descartes, que era católico —aunque sentía
simpatías por los científicos Galileo y Harvey, lo que entonces era pecado
mortal—, los protestantes lo acusaban de ateísmo, delito entonces castigado
con la muerte, y, aunque logró salvarse de la hoguera, las universidades y
editoriales le cerraron sus puertas, y se impartieron instrucciones a los
profesores de filosofía en el sentido de que en sus clases no mencionaran las
obras de Descartes y ni siquiera su nombre. Y si algún alumno preguntaba por
él, el profesor se apresuraba a decir:
—¿Descartes? ¡Ah, sí, un charlatán!
Aunque algo atemorizado por la conspiración de
silencio, Descartes siguió escribiendo, y publicó su “Método del discurso”,
que, junto con ser su obra cumbre, es el mejor tratado de oratoria escrito
hasta la fecha. En ella aconseja seguir el método de un cogito amigo suyo,
llamado Ergo Sum.
El cogito Ergo Sum, antes de decir un
discurso, dudaba de todo lo que iba a decir, de manera que incluía en su pieza
oratoria solamente aquello que estimaba indudable.
Aunque el método señalado es del cogito, como
lo señala el propio Descartes, se le atribuyó a éste, y ha pasado a la Historia
con el nombre de “duda cartesiana” o “duda metódica”, aunque algunos, con mayor
propiedad, lo llaman “método del cogito”.
Un buen día Descartes le regaló un ejemplar de
su libro a su amigo Chanut, que era embajador de Francia en Suecia. Este le
pasó el libro a la reina Cristina de Suecia, y ella, que era a la vez culta,
inteligente, romántica y apasionada, a pesar de sus ciento veinte kilos de
peso, quiso que Descartes le diera clases de filosofía, y como era muy
ejecutiva, mandó un buque de guerra en busca de Renato.
Renato no pudo resistir tanta amabilidad, y se
embarcó rumbo a Estocolmo. Allá se encontró con una desagradable sorpresa: la
reina sólo tenía tiempo para tomar las clases a las cinco de la mañana.
—Majestad —dijo el filósofo—, yo siempre me
levanto al mediodía. —Flojín, picarón —repuso sonriente la reina—; levantaos
temprano y seréis siempre sano. No hay nada más saludable que madrugar, sobre
todo en Suecia, que tiene un clima ideal. La temperatura jamás baja de cuarenta
grados bajo cero.
Un francés jamás discute con una mujer, y
menos si ésta es una reina, así es que Descartes se miró la punta de sus
zapatos y soportó su destino.
En febrero de 1650, durante uno de los
inviernos más crudos que ha soportado Suecia, y tras sólo quince días de haber
iniciado las clases matutinas a la reina, Remato Descartes dejó de existir,
víctima del encantador clima de Suecia.
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