NACIÓ EN 1712 en Ginebra, Suiza, y aunque
parezca chiste, su. Padre era relojero.
Hasta los dieciséis años estuvo aprendiendo
relojería en el taller de su progenitor, pero, hastiado de buscar bajo la mesa
las rueditas que se le caían, huyó a Saboya, y entró al servicio de Madame de
Warens, que no hay que confundir con la señora Warren. Cualquier coincidencia
es pura mala suerte.
Madame de Warens le dio a Juan Jacobo el
empleo de chofer para todo servicio. Ambos estuvieron muy satisfechos de este
vínculo durante diez años, lo que sugirió a Rousseau la idea para su libro más
famoso: “El contrato sexual”. Por algo se señala a Rousseau como la primera
gran figura del movimiento romántico.
Sin embargo, Rousseau era un romántico muy
especial. Compartía a Madame de Warens con el mayordomo de ella, y lo hacía de
buen grado. En realidad, los tres vivían felices en tal sistema poliándrico, en
perfecta armonía, sin celos, sin rencillas, como una familia perfecta. Le daba
aún mayor ambiente de hogar a la casa el hecho de que Rousseau llamaba “mamá” a
Madame de Warens. Y ella, sin duda, era para Juan Jacobo una madre solícita,
que le daba todo lo que él pedía; absolutamente todo.
Por fin, después de diez años dichosos, una
nube vino a empañar esa felicidad: el mayordomo murió. Al principio, Rousseau
estaba inconsolable, pero después se consoló pensando: “Bueno, por lo menos
heredaré sus trajes”. Claro que también heredó parte del trabajo del mayordomo.
Después de la muerte de éste, Madame de Warens
se puso demasiado mimosa con Rousseau. Estaba el doble dé mimosa que antes. Lo
abrazaba apasionadamente y le preguntaba:
—J. J. ¿me quieres?
—Sí, mamá —contestaba él, pero ya estaba
hastiado.
Tal situación no duró mucho. La pasión de
Madame hacia Rousseau había aumentado al doble, mientras que él languidecía a
ojos vistas. La muerte del mayordomo había roto el equilibrio.
Juan Jacobo tomó sus cositas y se fue.
¿Qué haría ahora?
Frente a él estaba el ancho mundo lleno de
posibilidades, y Rousseau no dejó escapar ninguna. Estaba en la flor de la
juventud y anhelaba vivir aventuras sin grandes preocupaciones.
Hizo largos viajes a pie, como vagabundo,
alimentándose apenas, conociendo gente que rápidamente se esfumaba de su vida.
Un día estaba en un lugar y otro día en otro. Quería conocerlo todo sin atarse
a nada. Y, en verdad, se desataba fácilmente de cualquier vínculo.
En sus viajes conoció a un joven epiléptico,
muy agradable, excepto durante sus frecuentes ataques. Rousseau pronto deseó
liberarse de su compañía y continuar viajando solo, pero no sabía cómo hacerlo
sin herir a su susceptible y nervioso amigo. Así, pues, aprovechó la
oportunidad que le pareció más propicia. Un día que caminaban por una calle de
Lyón, su amigo se detuvo y comenzó a temblar cada vez más, hasta que cayó sobre
el pavimento con el cuerpo estremecido por el ataque epiléptico. Tenía los ojos
blancos y un hilo de saliva sanguinolenta escapaba de una comisura de sus
labios. La gente comenzó a acercarse con curiosidad, y pronto hubo un grupo
numeroso en torno al enfermo. Rousseau se encontró rodeado por la gente,
mezclado con ella. “La ocasión la pintan calva —pensó—. Ahora puedo largarme
sin herir los sentimientos de mi amigo.”
Y uniendo la acción a la palabra, se abrió
paso entre los curiosos y se alejó rápidamente.
Ahora, solo, libre y con la conciencia tranquila,
podía buscar nuevas aventuras.
Poco después de aquel episodio, se unió a un
hombre que pedía limosna diciendo que era un peregrino que se dirigía al Santo
Sepulcro, y asociado con él, imploró la ayuda de las almas piadosas. Sin
embargo, la devoción religiosa de los dos peregrinos aparecía desmentida por
los opíparos banquetes que se daban. Además, su prisa por llegar al Santo
Sepulcro era tan escasa, que, si hubieran continuado con el mismo propósito,
aún estarían en camino.
Cuando las almas caritativas calaron mejor a
los dos peregrinos, la cosa tomó mal color, y Rousseau decidió ser menos devoto
y abandonó la peregrinación.
Volvió a viajar solo.
Cansado de las mozas de fonda y demás mujeres
rústicas que podía conquistar en su calidad, de aventurero pobre, decidió
probar suerte con alguna dama rica. Para excusar el mal estado de su
vestimenta, aparentaría ser un hombre rico pero tacaño, y para ese fin no se le
ocurrió nada mejor que fingirse escocés. Se hizo llamar Dudding, y logró
introducirse en círculos frecuentados por damas lim‐pias y olorosas, como la
cariñosa Madame que años antes había abandonado.
Indudablemente, Rousseau tenía sexappeal, pues
sin grandes dificultades lograba los favores de las mujeres que pretendía.
Quizá su secreto estaba en que las escogía maduritas, en esa edad en que las
mujeres sienten que sus encantos tienden a desaparecer rápidamente, y que deben
aprovechar todas las oportunidades, que a esa edad no son muchas, por cierto.
La cosa es que Rousseau, o, mejor dicho, el escocés
Dudding, logró los favores de una dama rica y madura, que no sólo lo amó
tiernamente, sino que lo vistió con finos casimires y sedas, lo alimentó como a
esos toros reproductores holandeses que ganan premios en las exposiciones, y le
consiguió un empleo: secretario del embajador francés en Venecia.
El empleo, sin embargo, resultó un clavo. El
embajador le dejaba todo el trabajo a Rousseau, y, además, se olvidaba de
pagarle el sueldo. Juan Jacobo culpó de esta desventura, injustamente, a la
dama rica, madura y cariñosa que le había conseguido el empleo, así es que, en
lugar de retornar a ella, se fue a vivir con Teresa Le Vasseur, una sirvienta
gorda y madura, con la que vivió el resto de su vida.
Con la gorda Teresa tuvo Juan Jacobo cinco
hijos, pero a un hombre que amaba la libertad con tanta pasión como él no podía
agradarle la dulce cadena dela paternidad. Consecuente consigo mismo, apenas
nacía uno de sus hijos, Rousseau lo tomaba en sus brazos, tierna y
amorosamente, y lo iba a dejar al orfanato.
Con Teresa fue tan feliz como lo había sido
con Madame de Warens, aunque la pobre Teresa era fea, analfabeta, aficionada a
beber ginebra (lo que halagaba a Rousseau, pues lo hacía recordar su ciudad
natal), y además, le gustaba tener, de vez en cuando, alguna aventura con un
hombre menos fino e instruido que Juan Jacobo. No se sabe si éste ignoraba ese
inocente pasatiempo de Teresa. En todo caso, siempre la trató como a su mujer,
aunque nunca se casó con ella. Todas las amantes finas, ricas y maduritas que
tuvo Rousseau desde que se enredó con Teresa tuvieron que actuar frente a ésta
como si en realidad hubiera sido la mujer legítima.
A esta altura de su vida, Rousseau había
adquirido la experiencia suficiente como para escribir algo, y, además, le
había dado muchas vueltas a una idea que constantemente lo asaltaba: el retorno
a la naturaleza. Pensaba Rousseau que el hombre primitivo lleva una vida más
sana y feliz que el hombre civilizado, y empezó a escribir sobre esto. Con un
ensayo titulado “Sobre el daño que hace la cultura” ganó el primer premio en un
concurso. Alguien le criticó entonces que no practicaba lo que predicaba, pues
estaba muy lejos de vivir como los hombres primitivos que decía admirar.
Rousseau acogió de buen grado la crítica, y decidió vivir en una forma un poco
más primitiva que como hasta entonces lo había hecho, y, para irse
acostumbrando de a poco, vendió su reloj, pues los salvajes no lo usan.
Con el fin de publicar su libro prologado por
algún pensador de categoría, envió una copia del manuscrito a Voltaire, el cual
le respondió lo siguiente:
He recibido su amable carta y se la agradezco.
Nunca se ha empleado tanta inteli‐gencia en demostrar que los hombres somos
estúpidos. Leyendo su libro, se ve que deberí‐amos andar en cuatro patas.
Lamentablemente, perdí esa sana costumbre hace más de sesen‐ta años, y ahora me
sería difícil reanudarla.
Después de esta carta, Voltaire y Rousseau se
odiaron cordialmente, y así lo manifestaron cuantas veces pudieron, sosteniendo
agudas polémicas sobre intere‐santes problemas filosóficos. El terremoto de
Lisboa, de 1755, originó una de ellas. Como todos los terremotos, aquél originó
dudas sobre la bondad de Dios, y Voltaire expresó las suyas en un poema sobre
el punto. Rousseau tomó entonces la de‐fensa de Dios, y en un artículo dijo que
la culpa de que hubiera muerto gente en el terremoto de Lisboa no la tenía
Dios, sino los hombres que vivían en esa ciudad en casas de siete pisos, y que
si hubieran vivido como debe ser, esto es, desnudos en medio de la selva, como
Tarzán, el terremoto no los habría afectado.
A sus razones añadió Rousseau una terrible
injuria para Voltaire: lo llamó “trompeta de impiedad”.
Voltaire replicó diciendo que Juan Jacobo era
un “loco perverso”, piropo que resultó profético, pues tiempo después empezó a
mostrar Rousseau un delirio de persecución que lo alejó también de las damas
ricas que siempre lo habían ayuda‐do tan generosamente.
Pero, antes de que aquello sucediera, Rousseau
tuvo tiempo de escribir una obra en que atacó a la monarquía, lo que entonces
era un delito grave, así es que sus amigos le sugirieron que se esfumara. Le
tocó el turno, pues, a Juan Jacobo de dedicarse al turismo, como lo habían
hecho hasta entonces la mayoría de los filósofos, como lo siguieron haciendo
desde entonces hasta hoy, y como lo seguirán haciendo en el futuro.
—Adiós, Juan Jacobo —le gritó la barra de la
esquina.
—Adiós, muchachos —les contestó Rousseau,
mientras el birlocho se alejaba por el camino polvoriento—. Cuídenme a la
viejita.
Con la última frase no se refería a su madre,
sino a la dama acaudalada, jamona, madurita y generosa con que salía en esa
época.
De Francia pasó Rousseau a Suiza; de allí a
Alemania, de Alemania a Inglaterra, etc. Cuando iba en la tercera vuelta
alrededor de Europa, con su molesta manía persecutoria, cayó fulminado.
Cuando los periódicos publicaron la noticia de
su muerte, cientos de viejas gordas y ricas enjugaron una lágrima, con el mismo
pensamiento: “Ah, bribonzuelo, tan pedigüeño que era..., y tan empeñoso”.
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