EMMANUEL Kant fue un alemán un poco más joven
que el suizo Rousseau, y muchísimo más tranquilo.
Cuando niño, iba de la casa al colegio y volvía
de éste a su hogar sin desviarse un centímetro ni demorarse un momento más de
lo debido.
La edad madura lo sorprendió con los mismos
hábitos regulares y fósiles de su infancia. Salía de su casa todos los días a
la misma hora, para ir a la Universidad a hacer sus clases, y a una hora fija
regresaba.
La gente que lo veía pasar por las calles
sacaba el reloj y lo ponía en la hora. Tal era su puntualidad. No es raro,
pues, que sus alumnos lo hayan apodado “El Cañonazo”.
Como todos sus colegas contemporáneos, Kant
quedó muy impresionado con el terremoto de Lisboa, pero en lugar de polemizar,
como Voltaire y Rousseau, sobre las razones que inducen a Dios a provocar
terremotos, prefirió escribir un tratado al que tituló “Teoría general sobre
los terremotos, temblores de tierra y deslizamientos de la corteza terrestre,
con un apéndice especial sobre el terremoto de Lisboa”.
Con el fin de evitar polémicas, el editor,
antes de mandar el libro a las prensas, le cortó el apéndice.
De todas las obras científicas de Kant, la más
notable es su “Historia general de las ciencias naturales y teoría de los
cielos”, en la que expone la famosa teoría llamada de Kant‐La Place sobre el
origen del Sistema Solar. Como todo el mundo sabe, esa teoría le atribuye el
origen del Sistema a un señor Solar.
Kant nunca se casó, pero mientras otros
filósofos que también permanecieron solteros hasta la muerte, como Descartes y
Rousseau, tuvieron numerosas aventuras amorosas, Kant jamás perdió la honra.
Murió virgen y puro. En su régimen de vida influyó,
seguramente, la circunstancia de ser hijo único. Además, su madre lo mimaba en
exceso. En efecto, la buena señora le hizo fiesta de cumpleaños hasta que el
filósofo llegó a una edad muy avanzada. En esas fiestas, Kant cantaba, su madre
aplaudía, y los invitados despachaban rápidamente el último trozo de torta y se
mandaban cambiar.
La idea kantiana que ejerció mayor influencia
durante más tiempo fue la del “imperativo categórico”, que es una especie de fórmula
para descubrir la autenticidad de las normas morales, en aquellos casos en que
éstas se contradicen. Así, por ejemplo, tras el sonido del despertador Kant no
se decidía a levantarse, pues vacilaba entre estas dos normas:
a) Al que madruga Dios lo ayuda, y
b) No por mucho madrugar amanece más temprano.
Para decidir si estaba más de acuerdo con la
moral levantarse de inmediato o quedarse entre las sábanas algunos minutos más,
Kant acudía al imperativo categórico, según el cual una acción es buena cuando
es deseable que se convierta en regla general. Esto lo sumía en profundas
meditaciones, y tan pronto estaba por aceptar una norma como la otra, hasta
que, sin decidirse por ninguna, tenía que levantarse a almorzar.
Aunque a Kant no le dio buenos resultados, el sistema del
imperativo categórico se popularizó. Fue necesario que transcurrieran muchos
años para demostrar que el método es una buena basura. Esta verdad tardó en
imponerse, porque, al amparo del imperativo categórico, habían surgido
numerosos intereses creados, destacándose entre ellos los de miles de
individuos perezosos, que se quedaban en la cama hasta el mediodía, aplicando
el método de su maestro a las normas sobre las virtudes y defectos del
madrugar.
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