Dietrich von
Hildebrand (1889-1977) fue un filósofo que vivió las situaciones y tensiones
más agudas del escenario espiritual del siglo XX. Se alimentó de ricas fuentes
tanto intelectuales como culturales desde muy joven, y supo como pocos defender
lo que creía verdadero viviendo a la vez una profunda humildad intelectual, lo
que a menudo le hizo pasar oculto. Sus mayores contribuciones pertenecen a los
ámbitos de la Ética y de la Teoría del conocimiento, en el seno de la primera
escuela fenomenológica, donde se formó, y con un sincero respeto a lo verdadero
de la tradición filosófica clásica. En sus escritos conviven ―sin confundirse―
el rigor filosófico, la frescura de ejemplos cercanos y la luz de su fe
cristiana. Por ello, Hildebrand es tenido por sus discípulos no sólo como
modelo de pensamiento, sino también de persona y modo de pensar.
Índice
1. Vida y
obras
Dietrich von
Hildebrand nació en Florencia el 12 de octubre de 1889, en el seno de una
familia protestante liberal. Siempre estuvo rodeado de un ambiente cultural muy
cultivado, aunque combinado con ideas relativistas. Su padre era el famoso
escultor Adolf von Hildebrand, quien estudió y residió en Múnich, Roma y
Florencia, para finalmente establecerse de nuevo en Múnich. Dietrich pasó sus
primeros años entre Italia y Alemania, y ya habiéndose trasladado su familia a
la capital bávara cursó allí sus estudios de bachillerato e ingresó en la
universidad en 1906. Su vocación filosófica se había decantado en él desde
temprana edad gracias a la lectura de las obras de Platón.
El primer
contacto intelectual universitario fueron las lecciones de Theodor Lipps y de
Alexander Pfänder. Un año después, en 1907, conoció a Max Scheler, que llegó a
Múnich incorporándose como Privatdozent y que produciría una honda impresión y
admiración en el joven Hildebrand. Pero al tener noticia de las Investigaciones
lógicas de Edmund Husserl, con su propuesta de una filosofía contraria al
relativismo y al subjetivismo (de lo que la psicología de T. Lipps no conseguía
desembarazarse), marchó a Gotinga en 1909 para estudiar con su autor y con
quien entonces éste consideraba su discípulo principal, Adolf Reinach.
Hildebrand siempre vio realmente en Reinach, muerto tempranamente en la Primera
Guerra Mundial, a su verdadero maestro.
En 1912 obtiene
el título de doctor en filosofía con su disertación Die Idee der sittlichen
Handlung (La idea de la acción moral), donde ya expone las líneas básicas de lo
que habría de ser su pensamiento moral. Dos años más tarde, gracias a su
profunda amistad con Scheler, a través de quien había ido familiarizándose con
el catolicismo y con la vida de los santos, abraza la fe católica junto con su
mujer. Tanto su conversión como su cercana amistad de aquellos años con Scheler
le orientaron definitivamente hacia los problemas de la persona y de la moral.
En 1918 se habilita con su tesis Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis
(Moralidad y conocimiento ético de los valores). Se trata en esta obra de un
estudio, de una penetración extraordinaria, sobre la relación entre la vida
moral y el conocimiento de los valores morales. Aquí se palpa un empeño
—netamente filosófico, no meramente exhortativo— que marcará toda la vida de
Hildebrand: la explicación y disipación del error moral y del mal moral
mediante el alumbramiento de la verdad y del bien. Las circunstancias, varias
veces dramáticas, de la vida y sociedad en las que vivió Hildebrand le
obligarán a un compromiso decisivo con la verdad y a la imperiosa necesidad de
defenderla.
Tras habilitarse,
comienza Hildebrand su docencia en la Universidad de Múnich. Por entonces,
junto con los demás miembros del llamado “Círculo de Gotinga”, se distanció de
la evolución idealista —a juicio de ellos— del pensamiento de Husserl. A esos
años debemos su importante trabajo Metaphysik der Gemeinschaft (Metafísica de
la comunidad, 1930) y algunos otros escritos éticos más breves. Pero a partir
de ese año 1933 la situación política se hace insostenible para Hildebrand a
causa del nacionalsocialismo, al que se oponía abiertamente. Así, se ve
obligado a huir precipitadamente a Viena, desde donde combate el nazismo desde
el semanario “Der Christliche Ständestaat” (El Estado corporativo cristiano).
Pero tras la anexión de Austria por Alemania de nuevo tuvo que huir. Esta vez
pudo llegar a Suiza, y después a Francia, donde enseñó en la Universidad de
Toulouse hasta la ocupación nazi del país galo. Con ayuda de algunos amigos
(entre ellos Jacques Maritain) logró pasar a España, y luego a Portugal, para
llegar finalmente, a través de Brasil y con la ayuda de la fundación
Rockefeller, a los Estados Unidos en diciembre de 1940.
En 1941 aceptó la
oferta de nombramiento de profesor en la Universidad de Fordham, en Nueva York,
donde enseñó hasta 1960. En 1957 fallece su esposa Margarete, y dos años más
tarde contrae matrimonio con Alice. A esos años universitarios debemos su obra
moral capital, Christian Ethics (1953; Ethics, desde su segunda edición), True
Morality and Its Counterfeits (Moral auténtica y sus falsificaciones, 1955),
Graven Images: Substitutes for True Morality (Deformaciones y perversiones de
la moral, 1957), y What is Philosophy (¿Qué es la filosofía?, 1960), entre
otros.
Sin embargo, otra
serie de acontecimientos dolorosos para Hildebrand se desataron en la segunda
mitad de la década de los 60. Se trataba de ciertas corrientes teológicas que
tuvieron lugar dentro de la Iglesia Católica en los años inmediatamente
posteriores al Concilio Vaticano II. En ese periodo hubo diversas orientaciones
acerca de cómo se debía interpretar y aplicar la doctrina conciliar, algunas de
las cuales se mostraban incompatibles con la fe que la Iglesia había recibido y
transmitido a lo largo de su historia. Hildebrand no pudo menos que lanzarse a
defender, de nuevo, lo que en conciencia creía verdadero. Esa preocupación le
llevó a escribir libros apologéticamente contundentes e incluso, en ocasiones,
duros, como Trojan Horse in the City of God (El caballo de Troya en la ciudad
de Dios), de 1967, Der verwüstete Weinberg (La viña desolada), de 1973, y
multitud de conferencias y artículos. Esta actitud combativa le hizo aparecer a
los ojos de muchos como un personaje incómodo y poco diplomático, lo cual le
valió, de hecho, cierto recelo y apartamiento de la vida pública intelectual.
Ya en los años
70, al final de su vida, Hildebrand alcanza a escribir importantes obras
filosóficas: Das Wesen der Liebe (La esencia del amor, 1971), Ästhetik I
(Estética, 1977) y Moralia (publicada póstumamente en 1980). Falleció en 1977
en New Rochelle, cerca de Nueva York.
Se comprende que,
dada la prolijidad de la producción de Hildebrand y los diversos intereses que
motivaron sus obras, el destino que haya sobrevenido a su figura y pensamiento
resulte dispar y no siempre justo: para algunos fenomenólogos Hildebrand
atiende poco al método; para otros pensadores su orientación metafísica es
escasa; para otros, incluso, su definida orientación religiosa, concretamente
católica, le tacha ya de antemano. Sin embargo, lo justo es decir que
Hildebrand nunca dejó de ser un filósofo y un cristiano: un filósofo de matriz
fenomenológica, con un decidido compromiso con la verdad de las cosas mismas y
con los problemas de su tiempo, y un creyente a quien su fe impulsaba e
iluminaba su razón, sin sustituirla. Su fe cristiana le prestó la fortaleza
para defender la verdad; y su discurso filosófico, aunque puede carecer a
veces, ciertamente, del detallado rigor husserliano o de la brillante
genialidad scheleriana, posee tesis auténticamente originales y una claridad y
un realismo poco comunes —no otra cosa es la filosofía— en el ámbito de la
ética fenomenológica. No cabe duda de que Hildebrand es, junto con Husserl,
Scheler y Hartmann, uno de los autores fundamentales de la ética fenomenológica
de los valores; y al mismo tiempo, uno de los personajes más apasionada y
profundamente comprometidos en el gran debate espiritual del siglo XX.
2. Ética
La mayor
contribución de Hildebrand se encuentra en el campo de la reflexión sobre la
vida moral, que concibe como la capacidad de “responder” conscientemente y de
manera adecuada a los valores moralmente relevantes. Para aclarar el sentido de
su propuesta —que se puede encontrar sustancialmente en su Ética—, el autor
comienza por penetrar en noción del valor, para lo cual se sirve de otro
concepto más amplio, el de la “importancia”.
2.1. Lo
“importante” y sus tres categorías
“Importantes” son
todos los objetos que se muestran capaces de motivar en nosotros respuestas
volitivas o afectivas, es decir, acciones o sentimientos; frente a los
“neutrales”, que sólo son capaces de provocar respuestas teóricas, meros
juicios. Neutrales son, por ejemplo, las proposiciones matemáticas; importante
es, en cambio, la muerte de un ser querido, el padecimiento de una grave
injusticia, el sufrimiento de un dolor casi insoportable, etc.
El ser importante
es algo peculiar, de suerte que si todo resultara ser finalmente importante no
nos hallaríamos ante una trivialidad, ni afirmar que algo es importante sería
la expresión de una tautología, sino de una verdad universal profunda. Una
muestra de que nos hallamos ante una propiedad peculiar, irreducible a otras,
es que la oposición entre lo positiva y lo negativamente importante no es una
oposición de contradicción (como la que se da entre lo existente y lo no
existente), sino de contrariedad. Es decir, lo negativamente importante no es
la mera ausencia de importancia positiva, y viceversa.
A continuación,
Hildebrand advierte la existencia de un género de respuestas exigidas por el
objeto y de otra especie de respuestas que tienen su razón en el sujeto. Las
primeras revelan —de acuerdo con el método fenomenológico que atiende fielmente
a la correlación entre actos y sus correlatos— que el objeto no es importante
sólo para nosotros, sino también en sí mismo. En cambio, las segundas tienen el
objeto por importante sólo porque resulta subjetivamente satisfactorio para
quien lo vive. Esta diferencia en los fenómenos de respuesta refleja una
diferencia en los objetos importantes mismos como importantes, es decir, una
diferencia en la propiedad general de la importancia. El estudio de las
distintas categorías de lo importante no se refiere a algo del ser humano, y
por ello no pertenece a la Filosofía del hombre, sino a un ámbito distinto, a
la Axiología (al igual que las categorías de la predicación pertenecen a la
Lógica, no a la Psicología).
Hildebrand
muestra la diferencia entre dos clases fundamentales de importancia mediante la
comparación de dos casos de objetos importantes: un elogio y un acto de perdón.
El resalte de la importancia del elogio tiene sentido para el que recibe el
cumplimento, mientras que un acto de perdón se muestra como merecedor de
importancia en sí mismo, para cualquiera que lo vea.
Ciertamente, esta
distinción en el seno de la importancia, dado que ésta es cualidad simple, sólo
es susceptible de mostración indirecta por medio de las vivencias respectivas.
Esto es, se trata de una diferencia evidente. Y es evidente justo sobre la base
de la evidente diferencia de los dos modos de vivencias. Al vivir algo como
subjetivamente satisfactorio lo vivimos siempre como dependiendo exclusivamente
de un “para alguien”, mientras que la vivencia de algo importante en sí excluye
cualquier “para”. El carácter esencial de la diferencia entre la motivación de
lo subjetivamente satisfactorio y la de lo importante en sí descubre que esas
dos categorías de lo importante son asimismo esencialmente distintas, y no sólo
gradualmente diferentes. Y Hildebrand reserva el término “valor” para lo
importante en sí o intrínsecamente importante.
Además, este
fenomenólogo detecta aún una tercera categoría de importancia a partir de
vivencias como el agradecimiento o el perdón: lo importante como “bueno
objetivo para la persona”. Lo así llamado contiene tanto un rasgo objetivo de
importancia (positiva o negativa, es decir, un bien o un mal) como una también
esencial referencia a una persona concreta, justamente aquella que resulta
objetivamente beneficiada o perjudicada.
El descubrimiento
y fina distinción de las categorías de importancia es seguramente la aportación
más original de Hildebrand a la ética fenomenológica, y es capital para
comprender todo su pensamiento. Esto se debe a que la vida moral radica en la
relación entre la persona y lo importante, y precisamente la relación entre los
objetos que portan esos dos tipos de importancia y nosotros (o sea, nuestras
respectivas respuestas) muestran un orden de fundamentación formalmente
opuesto. Así, en lo sólo subjetivamente satisfactorio la causa de que algo sea
bueno y lo tengamos por tal es que nos agrada; mientras que en los casos de lo
importante en sí, la relación de fundamentación se invierte, es el objeto el
que causa o fundamenta nuestra atracción. Y ello tiene como consecuencia que lo
importante en sí —lo valioso— exija o reclame, por razón de ello mismo, una
respuesta determinada, una respuesta adecuada al objeto. Dicha exigencia varía
lógicamente según la altura del valor portado por el objeto y que se presenta
tanto en las respuestas volitivas como en las afectivas.
Pero antes de
hablar de esas respuestas adecuadas (y de las inadecuadas), conviene describir
algo más la naturaleza del valor y algunas de sus clases.
2.2. El valor
y sus clases
En primer lugar,
el valor es primario respecto de todo apetito. Muchas veces admiramos algo por
su valor (como por ejemplo una acción generosa de otra persona) sin apetito
alguno, sin que queramos ni podamos apropiárnosla (para nuestro desarrollo
moral, en este caso). Por otro lado, aun en los casos en los que un objeto
valioso desarrolla o sacia una apetencia, el valor no se deja nunca reducir a
la mera capacidad de saciar ese impulso. Pues para poseer dicha capacidad hay
que tener ya una cualidad valiosa previa e independiente del apetito, una
cualidad con sentido propio e intrínseco, no relacional. Hildebrand —como sus
maestros fenomenólogos (Husserl y Scheler, y remotamente Brentano)— ilustra
esta irreductibilidad del valor en analogía con el ámbito de lo verdadero.
Consecuentemente, Hildebrand rechaza aquel reduccionismo aunque no se refiera a
algún apetito o tendencia concreta, sino al desarrollo de la entera naturaleza
humana como tal. Por más que lo valioso desarrolle y perfeccione la naturaleza
humana, no es ese desarrollo la razón última de su valía. Y quien sostiene que
lo valioso lo es por desarrollar la naturaleza humana, está suponiendo que la
naturaleza humana y su desarrollo son ya algo valioso de suyo.
La disciplina que
estudia y describe las notas de los valores es la Axiología. Las más claras de
esas notas, cuya exposición vio un desarrollo magnífico en la obra de Scheler,
son la polaridad, la altura y la materia. Pero la aportación acaso más original
de Hildebrand en este terreno es la distinción entre dos grandes dominios en
que puede dividirse todo el reino de los valores: el de los valores ontológicos
y el de los cualitativos. Veamos todo ello.
Lo importante en
general se presenta con un signo o con su contrario, como valiendo positiva o
negativamente, pero no en una posición intermedia, que es justo la de lo
neutral. A esta característica se añade en lo valioso lo que propiamente se
llama “polaridad”, esto es, que a todo valor le corresponde otro de signo
contrario, como opuesto suyo. Resulta también muy interesante la aportación de
Hildebrand según la cual, además de la polaridad de la oposición entre valores
de signo contrario, hay también una polaridad que llama complementaria o
“amigable”. Esta polaridad es la relación de exclusión que se da entre valores
que reflejan aspectos complementarios de un valor más general, pero que por su
distancia entre ellos el individuo portador es incapaz de poseerlos
simultáneamente. También es clara la nota de la “altura”, que permite la
preferibilidad y la jerarquía entre varios valores, pudiendo muchas veces
hablar de valores superiores o inferiores a otros. Hildebrand observa además
que puede hablarse de dos tipos de jerarquía: una conforme al distinto rango
cualitativo de los valores, propiamente su altura; y otra según el diferente
grado de encarnación de esos valores en sus respectivos portadores. La llamada
“materia” del valor, su peculiaridad cualitativa, manifiesta lo que es
propiamente el “tema” de cada valor, su esencia diferenciadora. Asimismo, la
materia permite descubrir afinidades entre diversos valores, en virtud de las
cuales pueden reunirse en especies o familias de valor (como la de los valores
morales, la de los intelectuales o la de los estéticos).
Pero Hildebrand
repara en que estas notas, que ciertamente caracterizan a los valores de las
clases enunciadas, no se cumplen todas y del mismo modo en todos los valores. Y
sobre esa base distingue los “valores cualitativos” (como ejemplo típico, los
valores morales) de los “valores ontológicos” (el valor de la persona humana,
típicamente también). Hildebrand ofrece numerosas y sólidas razones para
establecer dicha distinción, que se halla en el plano más genérico y
fundamental del universo de los valores. En primer lugar, los valores
cualitativos tienen siempre un contrario, exhiben polaridad; en cambio, los
ontológicos nunca. Como opuesto al valor de la persona estaría su no
existencia, pero esto es una carencia, y no propiamente un valor negativo. En
segundo lugar, los valores cualitativos se muestran, en varios sentidos, más
independientes de su portador que los valores ontológicos. Así, ya sólo el
concepto de cualquier valor cualitativo (el valor moral de la buena voluntad
por ejemplo) posee una definición propia, un eidos, con independencia de que lo
posea la voluntad humana u otro ser racional posible. En cambio, la definición
de un valor ontológico (como la voluntad humana) remite a la esencia misma del
portador. Además, los valores cualitativos pueden poseerse o no poseerse,
adquirirse o perderse, darse con mayor o menor plenitud. Nada de lo cual
acontece en el dominio de los valores ontológicos, pues dada una esencia está
dado su valor de modo propio y pleno. De todo ello resulta lógico el comentario
de Hildebrand cuando sugiere que en el dominio de lo cualitativo el portador
participa de un valor que le trasciende, mientras que los valores ontológicos
son poseídos inmanentemente por su portador. En realidad y a la vista de esto,
cabe preguntarse si Hildebrand debería entonces reservar el término “valor”
únicamente para los valores cualitativos.
Por último,
Hildebrand habla también de una diferencia entre valores “moralmente
relevantes” y valores que no lo son. Dicha relevancia moral es una peculiaridad
de algunos valores por la cual percibimos que la respuesta a ellos porta valor
moral (como sucede con un beneficio a otra persona, a diferencia de bienes
estéticos en muchos casos). Es decir, los valores moralmente relevantes son
aquellos en los que se percibe simultáneamente el valor mismo y su relevancia
moral, y después, en virtud y a partir de ella, el valor moral de la respuesta
a ellos. Así, al responder a un valor moralmente relevante, lo hacemos a la vez
—si respondemos adecuadamente— al valor y a su relevancia moral.
2.3. La
“respuesta” adecuada o inadecuada al valor
La acción y
actitud moralmente buena consiste, en definitiva, en “responder” adecuadamente
a lo valioso moralmente relevante. Por “respuesta” hay que entender una
vivencia activa intencional, esto es, una toma de postura consciente por parte
del sujeto ante un contenido conocido, a diferencia de meros estados pasivos. Y
su carácter de “adecuado” hace referencia a que precisamente lo valioso, como
se ha visto, exige un determinado modo de respuesta y no otro. Así como la
respuesta a lo subjetivamente satisfactorio es arbitraria, dependiente de los
contingentes gustos del sujeto, la respuesta a lo valioso sólo puede ser o
adecuada o inadecuada, puesto que depende de su correspondencia o armonía con
dicho valor. Y ha de ser adecuada según su signo, por así decir (la injusticia
exige indignación, y no complacencia), y según su altura (el heroísmo reclama
admiración, y no simple curiosidad o interés). Como se ve, la noción de
respuesta adecuada depende entera y solidariamente de la noción de valor: ambas
definen el eje de la ética de Hildebrand.
La clave de la
cuestión es que esa relación de exigencia entre la respuesta y el objeto
valioso, reclamada siempre por este último, no es una mera conformidad de
ajuste. Esa exigencia o adecuación se presenta ella misma como algo altamente
preferible por sí mismo, esto es, como algo de elevado valor. La armonía
objetiva que se manifiesta en la respuesta adecuada al valor (en realidad, la
única respuesta auténtica al valor) es algo de una importancia metafísica
fundamental, una de esas exigencias últimas del universo.
Pues bien, se
trata ahora de mirar bien lo que acontece en el sujeto que, respondiendo al
valor, establece libremente esa relación armónica altamente valiosa. La persona
que responde al valor se adecua a lo que el objeto valioso reclama, a la
armonía objetiva que rige en el universo. La respuesta al valor entraña la
actitud de plegarse a lo importante en sí, de dejarse regir por ello, de
entregarse a su logos. La persona está realmente interesada en el objeto, en
algo —su valor— que reside en él y que a él pertenece. Se da cuenta, y sobre
todo lo acepta, de que a lo valioso le corresponde atraer por sí, ser objeto de
entrega, ser merecedor de respuestas volitivas y afectivas positivas. El que
responde al valor manifiesta, en definitiva, una actitud de profundo respeto a
lo que reconoce como valioso y superior.
Muy de otro modo
sucede, por el contrario, cuando se trata de la respuesta a lo subjetivamente
satisfactorio. Quien así se comporta respecto a un objeto se interesa por él
sólo en la medida en que le produce satisfacción, y no por él mismo. Lo
subjetivamente satisfactorio es objeto de respuesta como tal por el solo hecho
de saciar una necesidad, tendencia o apetito del sujeto. El sujeto no se adecua
al posible valor del objeto, no se entrega realmente al objeto, sino que, al
contrario, pretende apropiarse de él para su disfrute y provecho. Este
contraste muestra bien la oposición entre los dos modos de respuesta, entre las
distintas actitudes que encarnan. En la respuesta a lo valioso encontramos
aquella trascendencia de la persona; en la que se da a lo subjetivamente
satisfactorio el sujeto se mantiene en su esfera inmanente en cuanto que no
sale de su propia dinámica e intereses. En realidad hay que decir que al
responder de ese modo no responde realmente al objeto, puesto que no atiende a
ninguna importancia intrínseca de él. Por eso dice Hildebrand que lo sólo
subjetivamente satisfactorio es una categoría de motivación imperfecta o
falsificadora.
Pues bien, esto
es lo que sucede también en la respuesta inadecuada a lo valioso; pero peor,
por la actitud moralmente mala que entraña. Si ante lo valioso no se responde
como se merece, entonces se responde a ello adoptando como criterio no la valía
digna de ser acogida, sino simplemente el agrado que produce en el sujeto. Es
decir, en la respuesta inadecuada a lo importante en sí —en la acción y actitud
moralmente incorrecta y mala— no se responde al objeto según la categoría de lo
intrínsecamente importante, sino que esa persona se acerca y refiere al objeto,
rebajándolo, considerándolo bajo la categoría de lo subjetivamente
satisfactorio. Es en ese cambio de actitud hacia la realidad donde anida el mal
moral. Conviene señalar que, con esta dilucidación, Hildebrand ofrece una
explicación de la acción moralmente mala más perfecta y cabal que la aducida
por Scheler (como la simple elección de un valor inferior en detrimento de uno
superior).
La persona que
responde verdadera o adecuadamente al valor, en cambio, se entrega a él, sale
de sí misma, de sus propios intereses; se trasciende. En la respuesta al valor
la persona trasciende la inmanencia de la teleología y la inmanencia del
egocentrismo. Al entregarnos al valor nos dejamos penetrar por él, nos unimos a
él, participamos de él de un modo nuevo y superior al que se da en el
conocimiento del valor, y también al que se da en el ser afectados por él. En
esta trascendencia la persona muestra una capacidad única y esencial. Se trata
de la actualización de un modo superior de libertad, de espiritualidad y de
intencionalidad. Es más, es precisamente esta capacidad de trascendencia, junto
con la que se da en el ámbito cognoscitivo, lo más esencial y profundo de la
persona.
3.
Antropología filosófica
En cuanto a la
concepción de la persona humana, puede decirse que la aportación de Hildebrand
se centra en tres puntos: la metafísica de la persona, la descripción de su
actividad psicológica y su consistencia moral.
3.1.
Sustancialidad de la persona humana
La idea
metafísica que Hildebrand se hace de la persona humana es la de una sustancia.
El autor recuerda que la característica constitutiva de la sustancia es, desde
Aristóteles, su subsistencia —en contraposición a los accidentes— su ser en sí
y por sí misma. Lo cual corresponde sin duda a la persona como sujeto de sus
vivencias o actos; la persona es en sentido propio e independiente, mientras
que sus actos son sus accidentes, ya que sólo pueden ser en la sustancia. En
esto, Hildebrand se aparta de Scheler, quien huía de calificar a la persona
humana como sustancia —sin llegar tampoco a entenderla de modo puramente
actualista— por parecerle que este concepto clásico conllevaba también la idea
de invariabilidad. En efecto, la filosofía empirista había difundido la tesis
de que la noción clásica de sustancia es la de lo permanente en el sentido de
lo invariable, y la de lo incomunicable en el sentido de carente de relación. Y
siendo así que la filosofía moderna subraya con fuerza el desarrollo y la
relación como rasgos esenciales de la persona humana, resulta muy tentador el
rechazar el calificativo de sustancial para ésta. Hildebrand, en cambio,
advierte que subsistencia no implica ni invariabilidad ni opaco
enclaustramiento, y por ello entiende que la atribución de la sustancialidad a
la persona no la rebaja a cosa física, sino que la ennoblece como ser que posee
en sí su propio ser, un ser que puede a la vez existir dinámica y
relacionalmente.
En otras
palabras, por mucho que la persona se distinga y eleve sobre el resto de las
sustancias, comparte con ellas el poseer su propio ser y el no ser en otro; de
lo que se trata es de hacer justicia, a su vez, a eso que hace que la persona
resalte de modo tan sobresaliente respecto de lo no personal.
Pues bien,
Hildebrand percibe igualmente la peculiaridad de la persona humana respecto de
las demás sustancias que encontramos en nuestro mundo. Aunque formalmente, en
rigor, el ser sustancia no admite grados: o se es o no se es sustancia, este
fenomenólogo sostiene que el ser sustancia puede realizarse en grados diversos
según el carácter de “todo” unificado del ente en cuestión. Así, las cosas
inanimadas o puramente materiales son sustancias, separadas del resto, pero no
resulta abusivo considerarlas como partes de otras sustancias mayores e incluso
de la naturaleza física en general: su carácter sustancial es débil y meramente
cuantitativo. Los seres vivos no espirituales son sustancias en un sentido más
perfecto. Poseen una unidad interna de sentido y actividad; sólo se dejan
subsumir como partes de un todo mayor hasta cierto punto. Las personas son
sustancias de una manera eminente o plena. Ella posee su ser y sus accidentes
(sus actos conscientes) de una manera íntima y significativa. La persona posee
intimidad, y eso la convierte en el tipo de ser que subsiste de la manera más
perfecta. Por ello la persona nunca es mera parte de un colectivo, su intimidad
es incomunicable de modo último.
Sin embargo, no
olvida Hildebrand que la intimidad humana es consciente e intencional, o sea,
es una inmanencia que se contiene a sí misma y a algo otro. La inmanencia de la
subsistencia humana es al mismo tiempo trascendencia, tanto cognoscitiva como
volitiva y afectiva. Por tanto, la persona es también relación. La expresión
más plena de esto es el amor —cuya esencia estudia Hildebrand en un largo
ensayo con un detalle sin precedentes. En el amor, la inmanencia y la
trascendencia crecen o menguan juntas. De esta manera, la persona puede
trascenderse y relacionarse máximamente en comunidad sin perder su identidad e
intimidad sustancial; más aún, perfeccionándola. Este pensador de formación
fenomenológica se sitúa, entonces, dentro de un aspecto fundamental de la
tradición metafísica más amplia.
3.2.
Clasificación de las vivencias humanas
Como es de
esperar en un fenomenólogo, Hildebrand propone una clasificación de las
vivencias humanas distinguiendo fundamentalmente entre las no intencionales y
las intencionales. Estas últimas consisten en una relación racional y
consciente entre la persona y un objeto (como la alegría por algo); en cambio,
en las no intencionales no se da tal relación significativa, sino simplemente
causación opaca (como la simple euforia).
Entre las no
intencionales pueden encontrarse, según él, tendencias teleológicas y lo que
denomina “meros estados”. Las tendencias teleológicas son fenómenos que se
desarrollan en nosotros según una dirección inmanente y asignificativa (como la
tendencia a la conservación del individuo o de la especie mediante la nutrición
o la reproducción, respectivamente). Los meros estados, por el contrario, no
poseen una dirección inmanente: son causados por un objeto o situación (como en
el ejemplo de la euforia).
Las vivencias
intencionales pueden consistir, o bien en la recepción de un objeto, o bien en
una respuesta a él, siempre de modo intencional. En las receptivas todo el
contenido está en la parte del objeto, es él quien nos habla y nosotros le
escuchamos; en las respuestas el sujeto se siente lleno de contenido y se
pronuncia espontánea o activamente sobre el objeto. Las vivencias receptivas
más típicas son las percepciones cognoscitivas. Ellas son, además, la base de
todas las otras vivencias intencionales. Pero también hay vivencias peculiares
—que Hildebrand llama “el ser afectados”— en las que somos receptores de modo
emocional (pero intencional, a diferencia de los meros estados) de algo como
importante.
Las vivencias de
respuesta son más variadas. La subjetividad humana puede responder
intencionalmente a un objeto desde los tres centros espirituales de la persona
(el entendimiento, la voluntad y el corazón): de un modo cognoscitivo, en la
forma de los juicios; de modo volitivo, en la forma del querer propiamente (es
decir, de querer realizar personalmente algo aún irreal); o de modo afectivo,
en la forma general del agrado o del deseo (hacia algo ya existente o ante algo
irrealizable).
Estas últimas
respuestas, las afectivas, van a jugar un papel decisivo en el pensamiento de
Hildebrand, porque constituyen un campo enormemente rico y sin el cual no es
posible hacerse cargo de la profundidad y densidad de la vida moral humana. Es
ésta, sin duda, una de las aportaciones fundamentales a la reflexión ética que
ha venido del ámbito de la fenomenología ya desde Brentano, denunciando el
error —sobre todo empirista— que supone relegar los fenómenos afectivos a una
clase en la que reine el relativismo, la ceguera de lo no intencional y la
completa pasividad por parte del sujeto. En las respuestas afectivas, según
Hildebrand, no campea el relativismo y la arbitrariedad, sino que constituyen
auténticas vivencias superiores, espirituales, racionales y significativas, y
por consiguiente también morales (como la indignación frente la injusticia, la
gratitud ante la benevolencia ajena o la veneración hacia lo santo; o como el
odio o el desprecio). Lamentablemente, el uso habitual del lenguaje no nos ayuda
mucho, pues la ambigüedad de términos como “afecto”, “deseo”, “preferencia”,
“sentimiento” o “emoción” no favorece la claridad psicológica que se necesita.
Es verdad, por otra parte, que estas respuestas afectivas van acompañadas de la
sanción o consentimiento de la voluntad, pero ellas mismas no son propiamente
voliciones.
Y hay aún otra
diferencia que Hildebrand descubre en el seno de las vivencias intencionales de
respuesta según su diverso grado de profundidad y permanencia: las llamadas
respuestas “actuales” y las “sobreactuales”. Las primeras están limitadas
esencialmente en su existencia a la vivencia consciente (como el desagrado ante
un dolor de cabeza), mientras que las segundas poseen por esencia una
existencia más allá de su ser vividas actual y conscientemente (como el amor
que tenemos a una persona). El primer fenómeno existe mientras se vive, y si se
repite aparece como una nueva entidad; el segundo permanece siendo una única
entidad aun cuando sólo se actualice ocasional y diversamente.
3.3. La
libertad, las dimensiones morales y el conocimiento moral humanos
A la vista del
entero panorama de las vivencias humanas, Hildebrand trata de localizar y
describir aquellas que pueden calificarse como morales. Fundamentalmente,
afirma —de acuerdo con toda la tradición filosófica— que lo moral es lo libre.
Y otra aportación de este filósofo es su énfasis en que la libertad se da de
diversas maneras. De modo directo y pleno son libres los actos voluntarios,
sobre ellos ejercemos un dominio e imperio inmediato. Pero también hay otras
formas de la libertad: la cooperadora y la indirecta. La cooperadora consiste
en tomar postura mediante la aprobación o el rechazo de vivencias que
encontramos ya existiendo, espontáneamente, en nuestra subjetividad (como cuando,
por ejemplo, aprobamos la alegría natural ante un suceso afortunado, o cuando
rechazamos un movimiento espontáneo de envidia ante un éxito ajeno que nos
desfavorece). La libertad indirecta se endereza no ya a vivencias que existen
en nuestro espíritu, sino más bien a crear las condiciones, en la medida de lo
posible, para el surgimiento de nuevas vivencias que no está directamente en
nuestro poder crear (como cuando, por ejemplo, trato voluntariamente de dirigir
la atención de mi mente hacia sucesos beneficiosos, procurando así
indirectamente que surja en mi espíritu un sentimiento de alegría o esperanza,
y desaparezca, acaso, un estado de tristeza). En realidad, más que de formas de
libertad, se trata de formas de su influjo y alcance; pero de unas formas
capitales para abarcar todo el ámbito moral humano y, sobre todo, la entera
tarea del progreso moral.
De esta manera,
Hildebrand dibuja el campo de la moral según tres grandes esferas. La primera
es la de las respuestas de la voluntad o las acciones en sentido estricto. La
segunda comprende las que llama “respuestas concretas”, entendiendo con ello
dos clases de respuestas: las respuestas volitivas que no conducen a la acción
y las respuestas afectivas (como el arrepentimiento, el amor, la esperanza, la
veneración, la alegría; o actos como el perdón o el agradecimiento). La tercera
esfera de la moralidad es la formada por las cualidades permanentes del
carácter de una persona, es decir, por el ámbito de las virtudes y de los
vicios, que Hildebrand entiende como respuestas sobreactuales a un valor. Se
trata de actitudes de respuesta vivas, activas, y a la vez permanentes. Ellas
son las que definen más profundamente la calidad moral de la persona y
consisten en auténticas opciones fundamentales por los valores, que
naturalmente no disminuyen el valor de las acciones concretas sino que buscan
manifestarse en éstas. Así, la base y raíz de la vida moral es la decisión
general y sobreactual de ser moralmente bueno, de responder adecuadamente a lo
valioso, en contraste con respuestas inconscientes o superficiales.
Verdaderamente,
Hildebrand se anticipó a la reivindicación de la virtud (y de los sentimientos)
de la que diversos pensadores se han hecho portavoces (desde G. Abbá hasta A.
MacIntyre). Este fenomenólogo ve en la reducción de la ética moderna a la sola
acción ocasional uno de los lastres más importantes a la filosofía moral de los
últimos siglos, tanto de signo empirista como kantiano.
Sin embargo, como
se advirtió, no toda respuesta a valores posee valor moral, sino sólo la
respuesta a valores moralmente relevantes. Ahora bien, la verdad es que
Hildebrand no aborda la tarea de determinar las razones últimas en las que
descansa la distinción entre lo moralmente relevante y lo moralmente
irrelevante. Tan sólo señala algunas determinaciones que ayuden a distinguir
ambas esferas. Y, además, advierte que, aunque la respuesta a un valor
moralmente relevante es la fuente principal de la moralidad, no es la única:
hay otras fuentes de valor moral, si bien todas están conectadas, de una u otra
manera, con la respuesta a un valor moralmente relevante. Esas fuentes de
moralidad son algo así como situaciones de las que surgen normas de moralidad,
situaciones en virtud de las cuales unas acciones se presentan como buenas o
malas, como permitidas o prohibidas. Hildebrand enumera hasta nueve: la
respuesta a un valor moralmente relevante; lo que llama el tesoro de bondad de
una persona; la respuesta al bien objetivo para otra persona; la misma
respuesta para con uno mismo; la obediencia a una autoridad auténtica o
legítima; las libres vinculaciones, como las promesas y compromisos; las
relaciones del derecho; la llamada “situación metafísica de la persona” como
ser contingente; y la motivación como factor decisivo para la moralidad de una
respuesta en general.
Por otro lado,
cuando Hildebrand se adentra en el interior de la persona humana justamente
atendiendo a su motivación, descubre en ella lo que califica como “centros de
moralidad o inmoralidad”, o sea, ciertas actitudes fundamentales
cualitativamente unitarias de las que se derivan muchas otras actitudes. Dichos
centros son: uno del que proceden las actitudes moralmente buenas (el “centro
amoroso y reverente de respuesta al valor”); y dos de los que proceden las actitudes
moralmente malas (el orgullo y la concupiscencia). No son esos centros, por
supuesto, elementos ontológicos constitutivos de la persona, como sus
facultades, sino las actitudes más fundamentales que puede adoptar una persona
ante el mundo valioso en general. Por eso constituyen en el fondo el origen y
de alguna manera la madre de las respuestas sobreactuales generales que son las
virtudes y los vicios. Es muy importante advertir también que no se trata de
centros situados al mismo nivel, por así decir, pues así como el centro
positivo pertenece al sentido esencial del hombre, y éste está llamado a
actualizarlo, los otros constituyen deformaciones claras que de hecho
encontramos en nuestra condición actual.
Por último,
merece una mención especial la extraordinaria contribución de Hildebrand al
problema del conocimiento (y sobre todo desconocimiento) moral, y de su
relación con el comportamiento ético. Es muy antigua la constatación de que la
conducta moralmente mala no sólo entraña el dejar de responder adecuadamente a
los valores, sino que también va oscureciendo el conocimiento que su sujeto
tiene de ellos: fenómeno que Hildebrand denomina “ceguera” moral o axiológica y
del que quien la padece es, pues, responsable. Verdaderamente, la explicación
que este autor ofrece de dicho fenómeno no tiene igual, así como su descripción
de los cuatro tipos fundamentales de esa ceguera (y los posibles modos de
subsanarla): la que llama ceguera de “subsunción”; la ceguera por
insensibilidad; la que aparece cuando falta la comprensión para una virtud o
tipo de valor moral; y la que califica como ceguera total.
4. Filosofía
de la comunidad y del Estado
Hildebrand se
dedicó desde muy pronto a la reflexión sobre la comunidad humana y sobre el
Estado, interés compartido también por A. Reinach y E. Stein. Son muy lúcidas
—y en buena parte aún por descubrir— sus detalladas investigaciones
fenomenológicas sobre la esencia y el valor de la comunidad, sobre las formas
de la comunidad y sus esferas de sentido, sobre los niveles o planos del
contacto espiritual entre los miembros de la comunidad, las diversas categorías
del amor, los elementos formales y materiales de la comunidad y la mutua
relación de los tipos clásicos de comunidad.
De entre todo
ello, quizá los mayores méritos de Hildebrand en este campo sean, en primer
lugar y adelantándose a muchos pensadores posteriores, evitar tanto una
comprensión individualista e insolidaria del individuo, es decir, sin la
referencia esencialmente humana de cada uno a la comunidad, como asimismo
cualquier modo de absorción colectivista de la persona individual en la
comunidad. La segunda gran contribución concierne al modo de concebir la
comunidad entre personas de manera que quepa percibir en ella una unidad real
óntica, distinta de esas personas individuales, gracias al vínculo amoroso
entre ellas. Esto le permite analizar con precisión las estructuras y aspectos
formales de la comunidad (en general y en sus tipos principales) irreductibles
a los actos que la constituyen.
Preocupado por
las exigencias de su tiempo (cuando avanzaban el nacionalsocialismo, el
fascismo y el comunismo), pero con unas investigaciones esenciales —y, por
tanto, intemporales—, Hildebrand se detiene con detalle en el esclarecimiento
de la escala de valores correcta y falsa de una comunidad, analizando también
las relaciones entre las dos. Además, el autor se centra asimismo en las formas
de comunidad más amenazadas por influjo del individualismo: la comunidad más
nuclear (la familia) y la comunidad religiosa (la Iglesia).
5. Teoría del
conocimiento
Como también es
de suponer en un filósofo de formación fenomenológica, la teoría del
conocimiento constituyó una de sus principales ocupaciones. Hildebrand describe
finamente la naturaleza del conocimiento en general, pero aquí nos centramos en
su análisis del conocimiento concretamente filosófico, a diferencia del
prefilosófico.
5.1. El
conocimiento filosófico
La raíz de las
notas del conocimiento en general es la evidencia plena de la esencia de lo
conocido. Una evidencia que no es sino la donación del objeto de manera que
permita idear generalizaciones y proponer juicios universales. Pero ciertas
generalizaciones no son propiamente filosóficas por no surgir de evidencias
plenas, sino limitadas o inadecuadas, y los juicios resultantes de este último
género de donación del objeto son prefilosóficos. Para la descripción del
conocimiento filosófico, Hildebrand se sirve, entonces, de la aclaración de la
evidencia plena mediante la nota de la universalidad y de otra que le va
aparejada pero de sentido distinto, la necesidad. La universalidad se refiere a
la necesidad formal de lo genérico respecto a los individuos (una necesidad
formal del juicio); mientras que la necesidad es la no contingencia de la
verdad misma juzgada (una necesidad interna del objeto).
Pues bien, el
conocimiento será propiamente filosófico cuando atienda a la necesidad interna
del objeto, más que a la formal de la universalidad del juicio. Y ello por dos
razones. Primera, porque el conocer filosófico, por sistemático, busca la
fundamentación, lo radical, y es del todo claro que la necesidad del objeto es
la fuente y razón de la necesidad del juicio. Segunda, porque lo propio del
conocimiento filosófico es la donación plena de la esencia misma del objeto, y
no la formalidad externa que consiste en su posibilidad de extensión a casos
particulares.
Pero si se acerca
la mirada a los juicios universales en la medida en que muestran la necesidad
interna de su objeto, se encuentra de nuevo otra diferencia importante: el
objeto de un juicio puede ser internamente necesario bien por su constitución
natural fáctica (como el que el calor dilate los cuerpos), bien por su esencia
inteligible en cuanto tal (como el que los valores morales presupongan un ser
personal). En el primer caso se trata de una necesidad basada en la observación
sensible, no absoluta en cuanto que lo contrario no es absurdo; por ello se dice
que es la necesidad natural de lo contingentemente dado. En el segundo caso, en
cambio, la necesidad se basa no en la naturaleza considerada fácticamente, sino
en su esencia inteligible, de modo que lo contrario aparece como un patente
absurdo. Y puesto que la filosofía aspira a ser un conocer último y radical,
necesario de modo absoluto, se ocupará de necesidades como la última
considerada, dejando a las ciencias naturales las relativas a la contingencia
del mundo.
Así, Hildebrand
define el conocimiento filosófico como aquél que contiene necesidad esencial en
sus juicios; aquel que consiste, en definitiva, en una intuición esencial: un
conocimiento que, por el hecho de no necesitar confirmación empírica, lo llama
conocimiento a priori. Esta expresión denota, ciertamente, independencia de la
experiencia, pero este autor distingue enseguida y con nitidez dos clases de
experiencia: las llamadas “experiencia de existencia” y “experiencia de
esencia”. Se trata de dos contactos cognoscitivos distintos. El conocimiento
filosófico se mueve en la dirección de la esencia, no de la existencia; y, en
su validez, es independiente de la experiencia de existencia, no de la
experiencia de esencia. Naturalmente, no puede haber experiencia de esencia
alguna sin una donación perceptiva de ésta, pero esa donación no tiene por qué
ser de presencia actual, puede obtenerse en el recuerdo, en la imaginación e
incluso en la alucinación.
Además,
Hildebrand compara el conocimiento apriórico o de necesidades esenciales con
otros tipos de juicios distintos pero emparentados con él: los juicios
tautológicos o analíticos, y los juicios de fundamentación. Asimismo, se
esfuerza por distinguir el apriorismo que él sostiene, el fenomenológico, del
apriorismo kantiano: el de Kant es una necesidad estructural del pensar; el de
Hildebrand es una necesidad esencial de lo pensado.
5.2. El objeto
del conocimiento filosófico
Al campo de
objetos del conocimiento a priori Hildebrand lo denominará asimismo —siguiendo
a Reinach— como lo a priori sin más, llegando a preferir hablar del
conocimiento de lo a priori a hablar del conocimiento apriórico. Este sencillo
hecho no es una mera denotación, sino que ilustra cabalmente el predominio
ontológico, frente al gnoseológico, de la orientación filosófica de estos
autores.
Como el
conocimiento filosófico se da y desarrolla en la dirección de la esencia,
Hildebrand procede a observar los tipos de esencia para delimitar el campo de
los objetos del conocimiento filosófico. Y lo hace considerando los tipos de
esencia según los tipos de unidad que se dan en los seres, una nota ciertamente
formal, pero intrínseca y altamente significa de su consistencia. Esos tipos o
grados son tres. Primero, las unidades casuales, es decir, la unidad de un
conjunto cuyos elementos se encuentran relacionados sólo fáctica y
accidentalmente (como un montón de piedras). Segundo, la unidad que llama de
“tipo auténtico”, esto es, formas ya intrínsecas, unas quididades de sentido
consistente (esencias como el agua, el oro o el león); de ellas cabe definición
genuina, pero dependen completamente de la experiencia del mundo tal como es
contingentemente o de hecho. El grado superior de unidad son las unidades
esencialmente necesarias, esencias que se nos dan de modo pleno (como la
esencia del ser viviente, de triángulo, de persona, del amor, o de rojo). Al
buscar una región ontológica donde situar este último género de objetos,
Hildebrand los califica como modos de ser “ideales”; significando aquí
únicamente que son de una naturaleza esencialmente necesaria, válida con
independencia de toda posición y circunstancia existencial.
De esta manera,
el objeto del conocimiento filosófico se orienta primordialmente a las esencias
necesarias o ideales. Primordialmente porque, no obstante, no todo lo a priori interesa
a la filosofía, y además hay hechos no a priori que son objeto de conocimiento
filosófico, entre los que se encuentran muchos hechos moralmente relevantes.
Aquí Hildebrand recurre a su noción fundamental axiológica, afirmando que a la
filosofía le interesa todo lo que posea una “importancia central”, bien por la
universalidad e importancia estructural del objeto, bien por la densidad de su
contenido.
5.3. El método
filosófico
A la vista de lo
anterior, Hildebrand concibe el conocimiento filosófico como eminentemente
intuitivo y trascendente, oponiéndose con detalladas argumentaciones a todo
inmanentismo y subjetivismo, sea éste de corte relativista o de corte
idealista. En sus dilucidaciones, resulta particularmente original la finura de
las distinciones entre los diversos sentidos en que algo puede llamarse
“subjetivo”, referidos tanto a los actos del sujeto como al objeto de dichos
actos.
También se ve
Hildebrand en la necesidad de defender la intuición esencial frente a otras
sospechas y objeciones: ante la acusación de presunto idealismo, pues con este
método no se rechaza lo real ni se postulan unas ideas subsistentes allende la
realidad; ante el temor de que la intuición intelectual se distancie de la
realidad concreta y viva, ya que, por el contrario, es la que penetra más
íntimamente la realidad; ante la objeción de irracionalidad, pues se trata de
inteligibilidad de sentido y valor; y ante el reproche de incontrastabilidad,
porque la donación de lo evidente no es que no pueda contrastarse de otro modo,
sino que no lo necesita.
Pero Hildebrand
plantea, entonces, la pregunta por la causa de tanto desacuerdo en la
filosofía, que presuntamente trata de evidencias. La cuestión la plantea sobre
todo en contraste con la aparente certeza y unanimidad en las ciencias
experimentales. Sin embargo, según él, esa supuesta prioridad de las ciencias
experimentales no es tal. En primer lugar, porque la evidencia intelectual no
es menos segura que la percepción externa, antes bien es al contrario. En
segundo lugar, porque en la filosofía se pretende más profundidad y certeza que
en las demás ciencias, pues se tiene por la ciencia más fundamental y
necesaria. Y en tercer lugar, porque, en realidad, lo controvertido en
filosofía no son tanto las intuiciones esenciales cuanto las hipótesis y
superestructuras que algunos filósofos construyen injustificadamente sobre
éstas.
A pesar de todo,
es innegable que no parece fácil la coincidencia de los filósofos aun en muchas
intuiciones esenciales. Pero la razón de este hecho es más compleja, pues tiene
una doble raíz, intelectual y moral. Intelectual porque para la intuición
apriórica, como para toda percepción, hace falta un órgano apto para ello, y
tratándose del modo de conocimiento más perfecto y penetrante, dicho órgano
debe estar especialmente afinado, cosa que no siempre sucede. El componente
moral se refiere a las disposiciones suficientes tanto para ver en su plenitud,
también de valor, una esencia, como para aceptar los resultados que la
penetración intelectual ofrezca y exija. Ello tiene lugar en la medida en que
objeto de la filosofía es también y sobre todo aquello que afecta y compromete
el sentido de la propia existencia.
En definitiva, lo
a priori se nos da a todos de una manera directa, inmediata e inteligible, pero
no con igual claridad; es decir, ese conocimiento puede ser profundizado y
explicitado, alcanzándose sólo entonces un pleno conocimiento a priori. El
conocimiento apriórico de las esencias y de hechos esenciales se alcanza, pues,
tras exploraciones sucesivas, penetraciones intelectuales en las que
descubrimos realmente nuevos aspectos y brillos, verdades, de la profundidad
del objeto. Pues bien, justo porque a la intelección filosófica se llega sólo
tras un proceso de explicitación de lo evidente, que a veces es largo y penoso,
puede y debe hablarse de método filosófico.
Respecto al
método mismo en cuestión pueden apuntarse algunas notas de su peculiar
proceder. El presupuesto primero es, lógicamente, tener una experiencia de
esencia inicial. Después, sin necesidad ya de la presencia del objeto, sino a
partir de cualquier representación posterior, pueden llevarse a cabo sucesivas
intuiciones intelectuales cada vez más profundas. Hildebrand advierte con
agudeza que la inteligibilidad ganada de la esencia no es lo mismo que su
definibilidad ni que su demostrabilidad. Éstas no son la forma suprema de la
inteligibilidad; al contrario, ellas se apoyan en la intuición evidente. Por
otro lado, el método filosófico y el de las ciencias naturales son distintos. Cualquier
intromisión de uno en otro termina siendo perjudicial, y la única relación
entre ellos no es de subordinación, sino de mutua influencia. Así, la filosofía
ilumina las ciencias en diverso grado dependiendo del objeto, y las ciencias
ofrecen y dan lugar a problemas filosóficos respecto de objetos o, sobre todo,
respecto a su conocimiento.
Por último,
resulta interesante mencionar la explícita calificación que Hildebrand atribuye
a su método como fenomenológico. Este pensador distingue dos formas muy
diversas de la llamada “fenomenología”. La primera es la iniciada por Husserl
en sus primeras obras y continuada por Reinach; la segunda es la que Husserl
desarrollaría a partir de 1913. Hildebrand se considera, junto con otros
condiscípulos de Husserl, continuador de la primera, al tiempo que rechaza con
la mayor energía la segunda, por considerarla en último término idealista.
Además, respecto a la presunta irrupción —por obra de Brentano y de Husserl— de
un nuevo método en la historia del pensamiento, Hildebrand aclara que no es
nuevo, ya que toda auténtica filosofía lo ha empleado desde sus inicios, aunque
con desigual fortuna. Sin embargo, sí es nueva —en su opinión— la purificación
de ese método, que no pocas veces a lo largo de la historia se ha mezclado con
hipótesis y abstraccionismos poco fundados; y también es nueva la conciencia
más explícita de esa purificación como método. Es novedosa especialmente en
Hildebrand la fundamentación epistemológica del método sobre la base de la
distinción de tipos de unidad y de esencia, o con otras palabras, la
fundamentación ontológica del método fenomenológico en lo a priori (algo ya
previsto pero no desarrollado por Reinach).
6. Su
influencia en el pensamiento religioso
Hildebrand fue,
además de filósofo, un apasionado defensor de la fe católica desde su
conversión, y es bien conocido como tal. Desde muy pronto dedicó estudios a la
profundización de la doctrina cristiana y a su defensa frente a abusos por
parte de la autoridad (como en la época nazi), o por parte de la relajación
moral y de la incomprensión del misterio cristiano.
Son acaso tres
las formas de influencia de Hildebrand en el pensamiento religioso. Primera,
las obras sobre la liturgia y el amor matrimonial y sobre la sexualidad en
general. En ellas el autor pretende siempre resaltar, de acuerdo con su entero
pensamiento axiológico, la peculiaridad y sublimidad de los valores de lo
sagrado y de la pureza, integrada ésta en el valor de la dignidad humana. Los
valores y su jerarquía constitutiva eran siempre la guía de su pensamiento y
discurso, así como el enriquecimiento de la persona cuando se pliega y entrega
a ellos. Fueron muchos los padres conciliares del Concilio Vaticano II (entre
ellos Karol Wojtyla) que leyeron esos escritos antes de la asamblea conciliar.
La segunda forma tiene lugar precisamente tras dicho concilio y desde las ideas
alumbradas antes, con la denuncia audaz y neta de los abusos y
malinterpretaciones de la doctrina conciliar, así como defensa sin ambages de
la moral sexual sostenida por la Iglesia en la encíclica Humanae Vitae. Todo
ello le acarreó no pocas críticas y silenciamientos, que sin embargo no le
doblegaron. No obstante, tal vez sea más conocida su influencia, en tercer
lugar, como autor espiritual, gracias a su profunda obra Nuestra transformación
en Cristo y a otros escritos sobre la santidad, y no menos también en virtud de
la ejemplaridad de su vida.
7.
Bibliografía
7.1. Obras de
Dietrich von Hildebrand
a) Escritos
recogidos en “Obras completas”
(Gesammelte
Werke, J. Habbel Verlag y W. Kohlhammer Verlag, Regensburg y Stuttgart; estos
diez volúmenes de obras en alemán —muchas aparecidas antes en inglés— no
incluyen, sin embargo, todos los escritos del autor)
Vol. I: Was
ist Philosophie?, J. Habbel, Regensburg 1976 (¿Qué es filosofía?, Ed. Encuentro, Madrid 2000).
Vol. II: Ethik,
J. Habbel, Regensburg 1973 (Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997).
Vol. III: Das
Wesen der Liebe, J. Habbel, Regensburg 1971 (La esencia del amor, EUNSA,
Pamplona 1998).
Vol. IV:
Metaphysik der Gemeinschaft, J. Habbel, Regensburg 1975.
Vol. V:
Ästhetik I, J. Habbel, Regensburg 1977.
Vol. VI:
Ästhetik II, J. Habbel, Regensburg 1984.
Vol. VII:
Idolkult und Gotteskult, J. Habbel, Regensburg 1974: Substitute für wahre
Sittlichkeit (Deformaciones y perversiones de la moral, Ed. Fax, Madrid 1967);
Liturgie und Persönlichkeit (Liturgia y personalidad, Ed. Fax, Madrid 1966);
Miscellanea: Die Unsterblichkeit der Seele, Die Entthronung der Wahrheit, Die
Idee der katholischen Universität, Die Bedeutung der Ehrfurcht in der
Erziehung, Gibt es eine Eigengesetzlichkeit der Pädagogik?, Die rechtliche und
sittliche Sphäre in ihrem Eigenwert und in ihrem Zusammenhang.
Vol. VIII:
Situationsethik und kleinere Schriften, J. Habbel, Regensburg 1973: Wahre
Sittlichkeit und Situationsethik (Moral auténtica y sus falsificaciones, Ed.
Guadarrama, Madrid 1960); Kleinere Schriften: Die drei Grundformen menschlicher
Teilhabe an den Werten, Die geistigen Formen der Affektivität (Las formas
espirituales de la afectividad, “Excerpta Philosophica” n. 19, Facultad de
Filosofía de la Universidad Complutense, Madrid 1996), Das Wesen der echten
Autorität, Legitime und illegitime Formen der Beeinflussung, Zum Wesen der
Strafe, Über die christliche Idee des himmlischen Lohnes.
Vol. IX: Moralia,
J. Habbel, Regensburg 1980.
Vol. X: Die
Umgestaltung in Christus, J. Habbel, Regensburg 1971 (Nuestra transformación en
Cristo, Ed. Encuentro, Madrid 1996).
b) Otras obras
Das Cogito und
die Erkenntnis der realen Welt, en “Aletheia” VI (1994), p. 2-27.
Das
katholische Berufsethos, Haas & Grabherr, Augsburg 1931.
Der
verwüstete Weinberg, J. Habbel, Regensburg 1973.
Die Ehe, Eos
Verlag, St. Ottilien 1983 (El Matrimonio, Ed. Fax, Madrid 1965).
Die Idee
der sittlichen Handlung, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1969.
Die
Menschheit am Scheideweg, J. Habbel, Regensburg 1955.
Diktat der
Wahrheit. Ein Dietrich von Hildebrand-Lesebuch (Joseph Overath, ed.), J. Kral,
Abensberg 1992.
Engelbert
Dollfuβ. Ein katholischer Staatsmann. Anton Pustet, Salzburg 1934.
Heiligkeit und
Tüchtigkeit, Tugend heute, J. Habbel, Regensburg 1969 (en Santidad y virtud en
el mundo, Ed. Rialp,
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der Philosophie (D. von Hildebrand, ed.), J. Habbel, Regensburg 1974.
Reinheit
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Desclée de Brouwer, Bilbao 1952).
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The Encyclical
“Humanae vitae”: A Sign of Contradiction, Franciscan Herald Press, Chicago 1969
(La encíclica “Humanae vitae”: signo de contradicción, Ed. Fax, Madrid 1969).
The New
Tower of Babel. Manifestations of Man’s Escape from God, Franciscan Herald
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Trojan
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Premoli De
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Seifert,
J., Dietrich von Hildebrand (1889-1977) und seine Schule, en Coreth, E., Neidl,
W. M. y Pfligersdorfer, G. (eds.), Christliche Philosophie im katholischen
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III, Verlag Styria, Wien/Köln 1990, p. 172-200 (Dietrich von Hildebrand
[1889-1977] y su escuela, en Filosofía cristiana en el pensamiento católico de
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— (ed.),
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La intención fundamental. El pensamiento de Dietrich von Hildebrand:
contribución al estudio de un concepto moral clave, Ed. Internacionales
Universitarias, Barcelona 1994.
8. Referencias
en Internet
- International
Academy of Philosophy in the Principality of Liechtenstein (Academia inspirada
en la figura y filosofía de Dietrich von Hildebrand, con sede en Liechtenstein
y en Santiago de Chile): http://www.iap.li/
- The Dietrich
von Hildebrand Legacy Project (Proyecto con el fin de difundir el pensamiento y
las obras de Hildebrand sobre todo en el mundo de habla inglesa): http://www.hildebrandlegacy.com
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