27 feb 2015

FILOSOFIA EN COMPAÑIA.





Tengo un gran amigo que es una de las mentes más potentes que hay en antropología y filosofía, con una inmensa cultura y mucha agudeza. Él escribe muchísimo y no publica nada. ¿Qué hacer en esos casos?”. Así presentaba en una conferencia Javier Sádaba a Tomás Pollán (Valdespino, León, 1948). Se hacía la misma pregunta que nosotros hasta que decidimos que el camino más recto era darse una vuelta, ir puerta a puerta llamando a diversos filósofos, escritores y periodistas que hubieran tratado con él para que nos mandaran una pregunta y, hacerle, de ese modo una extraña entrevista a Tomás Pollán. Todos contestaron excepto alguno que no se atrevió a preguntar “por respeto”, como Félix de Azúa y algún otro (Sánchez Ferlosio) a quien por el mismo motivo, “por respeto” no nos atrevimos a pedirle la pregunta. En esos casos hemos tomado la palabra y hemos preguntado por ellos. 

JAVIER SÁDABA, filósofo, catedrático de Ética: 
¿Qué es, para ti, ser inteligente sin ser, al mismo tiempo, malvado?

Habría que determinar lo que se entiende por inteligencia, establecer sus grados, averiguar si hay algún tipo más común de inteligencia, especialmente relacionado con la conciencia moral, e investigar sus bases y condiciones neurológicas. Habría que distinguir, en segundo lugar, entre los significados emparentados, pero no idénticos, de “malvado”, “maligno”, “mezquino”, “malo”, y reconocer que el mal humano nunca es “puro”, sino ambiguo, pues está mezclado con elementos y aspectos que son o aparecen como positivos (como el propio prestigio del mal o el valor y valentía de transgredir). Pero responderé aceptando el significado más común. La pregunta parece estar formulada con una soterrada intención crítica a la concepción socrática según la cual nadie obra mal voluntariamente, sino que lo hace por ignorancia, y apunta, más bien, en el sentido de una máxima del Duque de La Rochefoucauld que dice: “Nadie merece ser alabado por su bondad si no tiene la fuerza de ser malvado: cualquier otra forma de bondad no es la mayoría de las veces sino pereza o impotencia de la voluntad”. Para una concepción como esta, la bondad o maldad de una acción o de un proyecto vital depende de la posibilidad de elegir, consciente y voluntariamente, en función de determinados intereses (el poder, la venganza, etc.), entre varias opciones, con especial atención en aquellas que son éticamente reprobables y que por eso mismo ejercen la atracción y el desafío de lo prohibido (Ricardo III declara al comienzo de la obra homónima de Shakespeare: “He decidido ser un canalla”). Esa posibilidad depende de la fuerza de la imaginación, de la potencia de la voluntad y de la curiosidad e interés de exploración de la inteligencia. Un individuo, desprovisto, en mayor o menor grado, de estas cualidades, tendrá muy limitada su capacidad de elección.
Para una moral fundada en la voluntad y en la libertad de elección, una persona “naturalmente” buena –sin posibilidad de elegir acciones malvadas por falta de imaginación, voluntad o inteligencia, y en ese sentido, sin posibilidad de ser mala– puede ser muy agradecida social y humanamente (también puede ser una pelmaza), pero no tiene mucho valor moral, no es “moralmente” buena. Un individuo así es tonto, moralmente tonto, o “naturalmente” bueno y “moralmente” tonto (ni bueno ni malo).
Ser inteligente no implica ser “de hecho” malvado, sino solo tener la capacidad de concebir la posibilidad de serlo. Hay personas inteligentes y malvadas, pero también hay personas inteligentes y buenas, aunque, por desgracia y a decir verdad, no abundan.

FÉLIX DE AZÚA , filósofo, poeta y escritor “querría plantearle 50 preguntas“, pero una…: “os dejo solos ante el peligro. Le tengo a Pollán más respeto aún que vosotros”. Así que allá vamos: ¿Qué entiendes por respeto? 

¿Por qué crees que te has ganado el respeto de todos aquellos que algo tienen que ver con el pensamiento en España? 
No tengo conciencia de ese supuesto respeto. En caso de que lo hubiera, pienso que, desgraciadamente, puede atribuirse más a mis buenas intenciones que a los resultados. Tal vez algunos aprecien mi rechazo al entusiasmo por la cáscara burocrática de muchos universitarios y a la poca consideración por el contenido, por el conocimiento: un ejemplo notable de “la cáscara comiéndose la yema”. 

El filósofo y profesor de Estética en la Universidad de Barcelona ENRIQUE LYNCH quiere saber: ¿Cómo y por qué ha ido a parar a la filosofía? Y esta pregunta hace que Tomás Pollán explique su singular y combativa relación con la Filosofía. 
La filosofía, en el sentido más amplio, me interesó desde muy temprano. En los estudios de bachillerato, lo que inicialmente me atrajo fue el extraordinario placer juvenil de llevar la contraria y discutir, argumentando con cierta astucia y habilidad, las ideas filosóficas de los manuales y de los profesores, a los que me gustaba, no sin cierta vanidad, provocar, incordiar y desconcertar.  
Me divertía mostrar las contradicciones, paradojas y aporías a que conducían muchas de las ideas que trataban de inculcarme. 
Cuando dos años después inicié el estudio de la historia de la filosofía antigua descubrí, con la insustituible ayuda de los libros de Giorgio Colli, que la dialéctica nació en Grecia en el terreno del agonismo y de la discusión, en una atmósfera de combates, retos y duelos entre sabios, dialécticos, retóricos y sofistas, y que la filosofía se inició en Platón como crítica explícita de la opinión establecida (de la doxa), como disolución de los lugares comunes, esos “callos” del intelecto. Comprobé entonces que había una afinidad interna entre el espíritu con el que había nacido la filosofía y mi juvenil actitud crítica. Pero no solo me gustaba el ejercicio dialéctico del debate argumentado. No 
se trataba de practicar la logomaquia y la pirotecnia verbal por pura complacencia narcisista. Me interesaban también, y cada vez más, las cuestiones esenciales que se abordaban: la constitución de las cosas del mundo, el lugar y (sin)sentido del hombre en el universo, la posibilidad de una sociedad justa en la que sus miembros pudieran llevar una vida buena y placentera, etc.   
No fue, por tanto, el presentimiento de que la actividad filosófica me iba a abrir el acceso a las más oscuras y “profundas profundidades” del ser el que me condujo a la filosofía. A la vista de cómo algunos buzos filosóficos se sumergían en esas supuestas profundidades sospechaba, y continúo sospechando, que la pose y el tono campanudo y afectadamente solemne que adoptaban (el síndrome gurú), interpretados como indicio de un pensamiento “profundo” que había que acatar y que no se podía discutir, eran una palmaria estafa intelectual. Compartía la sospecha del Yorick de la novela Tristram Shandy, del admirado Sterne, cuando decía que la gravedad era un bribón andante de la especie más peligrosa, pues era un bribón solapado, y que la esencia de la pose de gravedad era la maquinación y el engaño; que esa pose era un truco que se enseñaba y se aprendía con el objeto de adquirir reputación a los ojos del mundo aparentando más conocimientos profundos e inteligencia de los que se tienen. 
Yo, por mi parte, aprecio el rigor, la precisión y la claridad en la exposición del pensamiento, y rehúyo, como de la peste, de la jerga y del engrudo magmático discursivo que, utilizados, sin embargo, como masaje verbal, han conseguido poner caliente a una amplia clientela que, cuanto más cree sentir, menos entiende. Sin embargo, las cosas del mundo son complejas, sinuosas y escurridizas, y hay ámbitos (tal vez los más importantes) que, por principio, no es posible objetivar en un lenguaje como el nuestro que adolece de una tendencia muy fuerte a la cosificación. Por esta razón, la exigencia de claridad no implica que, de hecho, uno no ande la mayor parte del tiempo a tientas en las tinieblas”.  

JUAN ARANZADI, filósofo y antropólogo, docente en la UNED: ¿Qué valoración te merece la contribución de la antropología de las sociedades sin Estado y de las culturas sin escritura al conocimiento de la naturaleza humana? ¿Y los intentos filosóficos y científicos de elaborar una antropología (una teoría del hombre) sin tener en cuenta a la humanidad sin Estado ni escritura?
Ante dos preguntas tan imponentes solo puedo ofrecer, en este espacio, respuestas genéricas e imprecisas, sin los datos y matices necesarios, y lo voy a hacer de una sola tacada representando el papel de ventrílocuo de Rousseau. En el capítulo VIII del Ensayo sobre el origen de las lenguas, distingue entre el estudio del hombre y el estudio de los hombres: “Para estudiar a los hombres, escribe, hay que mirar cerca de sí, pero para estudiar al hombre es necesario mirar a lo lejos. Hay que observar, en primer lugar, las diferencias para descubrir las propiedades comunes”. Una cosa es conocer cómo son los hombres del propio tiempo –los europeos, por ejemplo–, y otra es saber cómo son los hombres de todos los tiempos, incluyendo también, naturalmente, a los más alejados en el espacio y/o el tiempo. No es válida una teoría del hombre confeccionada según el patrón de una cultura particular que considera como propio del hombre universal lo que solo es propio de un hombre particular –por ejemplo el europeo–. El estudio de las culturas más alejadas de la nuestra, como son las culturas sin Estado y sin escritura, no solo nos obliga a abrir el angular sobre las sociedades humanas para elaborar una teoría general del hombre, sino que nos permite observar nuestra propia cultura a distancia, desde la perspectiva de los humanos más alejados,  descubrir, como los tupinambas de Montaigne, el viajero persa de Montesquieu y los tahitianos de Bougainville y Diderot, el carácter extraño (“exótico” para ellos) de nuestras costumbres, y aprovechar esa mirada para hacer una crítica de las instituciones y de la realidad social y política de nuestras sociedades. 

JAVIER GOMÁ, filósofo, ensayista, director de la Fundación Juan March: Aunque materialista, siempre te has interesado por la teología, has hecho estudios con algunos de los maestros de la disciplina y estás al corriente de sus debates. ¿Crees que en la teología se ha refugiado el pensamiento de lo sublime huyendo de una cultura posmoderna en la que lo sublime no tiene espacio?
Vayamos por partes. No soy materialista ni espiritualista. A lo que me opongo es a la idea según la cual el ser humano estaría dividido entre dos órdenes ontológicos mutuamente exclusivos, y que habría una ruptura óntica en el seno del orden del ser vivo. Siempre me ha atraído el estudio de la teología judeo-cristiana y de las “teologías” de otras culturas y civilizaciones por razones varias: por el interés intrínseco de la materia, porque ya en Platón la filosofía y en Aristóteles “la filosofía primera” se definen como teología, porque me interesa el curso de sometimiento y sucesivas liberaciones de la filosofía respecto de la teología en el pensamiento cristiano y occidental, porque moverse por los museos sin conocimientos teológicos es ir a ciegas, y, en una palabra, porque, como decía Borges, “la actualidad candente, que nos exaspera o exalta y que con alguna frecuencia nos aniquila, no es otra cosa que una reverberación imperfecta de viejas discusiones teológicas”. Sin referirme ahora a los debates recientemente reactivados sobre la Teología Política y la Secularización, pienso, por poner un ejemplo, que el discurso que subyace y legitima gran parte de las prácticas artísticas modernas y contemporáneas  y, en particular, la concepción, de origen romántico, de la obra artística como autoexpresión y revelación de la subjetividad soberana del artista es un discurso que utiliza y reactiva, consciente o inconscientemente, conceptos de la teología cristiana de la creación. Ahí están los textos inequívocos de Paul Klee y Kandinsky. 
Pienso, finalmente, que no es en la teología donde puede volver a refugiarse el pensamiento de lo sublime, una vez que ha abandonado como sus lugares de aparición la naturaleza, la historia y sus tragedias, la política y la guerra. La teología cristiana (con la excepción, tal vez, de la teología negativa  y la teología dialéctica de Karl Barth) es un discurso que se propone explicar conceptualmente al “Altísimo”, y trata de domesticar intelectualmente lo “sagrado”, el “misterio tremendo y fascinante” que sobrecoge el ánimo y nos deja anonadados. En esa operación la experiencia de lo sublime muere. Tal vez pueda reaparecer en experiencias extáticas súbitas, inesperadas, sobrevenidas, no provocadas a conveniencia, en la vivencia del “sentimiento oceánico” del que hablaron Romain Rolland y Freud, en una palabra, en la experiencia mística.    

Escritor y profesor de Redacción periodística en la Universidad Complutense de Madrid, PEDRO SORELA le pregunta qué libro de literatura le gustaría haber escrito, de los ya existentes y si ese sí lo publicaría. 
“Por suerte –contesta Pollán– el libro o, mejor, los libros (no puedo referirme a uno solo) de literatura que me hubiera gustado, y no es necesario decir que nunca hubiera podido escribir, ya están escritos y publicados y todo el mundo los puede leer y disfrutar. Por eso no me preocupa no ser capaz de haberlos escrito: Edipo Rey, la Divina Comedia, los Ensayos de Montaigne, Macbeth, el Tristram Shandy, Bouvard y Pécuchet, Informe para una Academia de Kafka, El Tiempo recobrado de Proust, algunos poemas de Trakl y de Celan, etc. 

El periodista de El País y poeta JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS pregunta: ¿Qué añade el hecho de ser antropólogo a tu trabajo como filósofo? 
Durante mi estancia en Tübingen en los 70 llegué al convencimiento, acompañado de una creciente insatisfacción y malestar intelectual, de que, cuando mis profesores de filosofía y yo mismo reflexionábamos sobre el ser humano y su “naturaleza” en términos generales, girábamos en el vacío, sin avanzar (algo así como el piétiner sur place de los franceses), y ante cualquier conocimiento antropológico, lingüístico, histórico o biológico nuevo que pusiese en cuestión las ideas heredadas sobre el hombre, repetíamos los consabidos tópicos filosóficos tradicionales como tics gremiales autodefensivos, sin relación y sin capacidad de respuesta a los desafíos que suponían para la filosofía tradicional los nuevos conocimientos. Sufría yo entonces, con impaciencia juvenil, la situación de impasse que describe con sabia y resignada ironía Hamm, el personaje de Fin de partida de Beckett: “¡Ah, las preguntas de siempre, las respuestas de siempre, no hay otra cosa!”. Llegué a la conclusión de que lo común, lo universal de los hombres, y, por tanto, lo propio del hombre, solo se puede alcanzar a través de las diferencias. Si se instala uno de golpe en el universal humano, sin pasar por la mediación de las diferencias, es inevitable incurrir en la falacia de considerar como propio del hombre, como universal humano, lo que solo es propio, por ejemplo, del hombre europeo. Decidí, entonces, estudiar Antropología social y cultural en París. Este nuevo giro académico no comportó en absoluto el abandono o la renuncia a la filosofía, como es frecuente en quienes han seguido un recorrido parecido al mío. Siempre he pensado, y sigo pensando, que las así llamadas “ciencias” humanas, y las ciencias en general, no tienen la última ni la penúltima palabra en los asuntos que tratan, pero tampoco la tradición filosófica recibida tiene la última palabra. 
Solo me parece respetable y digna de interés una filosofía que concibe su actividad, más allá de las cuestiones “últimas” y de los asuntos propios, como un cuestionamiento permanente de las categorías y de las interpretaciones de los resultados de las ciencias así como de la propia tradición filosófica. Creo que una filosofía que, en lugar de enfrentarse a los retos de otras disciplinas, y en lugar de aceptar eventualmente, de modo provisional, algunas de sus propuestas y revisar sus propios conceptos y planteamientos, se cierra en banda y zanja las cuestiones sin abordarlas, sirviéndose, como de ilusorio cortafuegos o conjuro, de la frase de latiguillo:  “¡Reducción cientificista!”, manifiesta su falta de reflejos, revela impotencia intelectual y está condenada al fracaso.
Andrés Sorel, autor de la novela Último tango en Auschwitz, pregunta: ¿Auschwitz supone el fin de la civilización o solo un peldaño hacia el mismo? Y en semejante supuesto, ¿tienen futuro el pensamiento, la filosofía, la libertad?
“Fin de la civilización” y “Auschwitz” son palabras demasiado imponentes, cuyo uso intimidatorio conduce a la parálisis del pensamiento, de la reflexión. No creo en la necesidad histórica de la catástrofe ni del progreso, no creo en la necesidad histórica tout court. Pienso que el acontecimiento en su contingencia es un dato irreductible. El número de variables que intervienen en un hecho histórico es tan elevado que solo un entendimiento divino podría conocer lo que ocurre o lo que va a ocurrir. Los verdaderos acontecimientos son imprevisibles, aunque, una vez producidos, se puede tratar de comprenderlos y explicarlos; se pueden poner en relación unos acontecimientos con otros  y comprender retrospectivamente la lógica de su vinculación. No creo que la historia sea un sistema cerrado ni que pueda cerrarse nunca, y es en esa apertura, siempre posible, donde, pese a las enormes fuerzas e inercias automáticas que nos aprisionan, puede alentar la vida del espíritu, es decir, el pensamiento, la filosofía y la libertad (palabras también muy grandilocuentes a las que habría que bajar los humos, dándoles un contenido más modesto, más específico).
No creo tampoco que a Auschwitz, por monstruosamente infame que haya sido, le convenga el calificativo de “absoluto”, de mal absoluto. A ningún acontecimiento de la historia humana se le puede aplicar ese adjetivo, y Auschwitz fue un acontecimiento histórico, cuya singularidad se puede explicar como una sinergia, como una síntesis única y radicalmente nueva (y, por eso mismo, inimaginable) de un vasto conjunto de modos de organización, de dominación y de exterminio que ya habían sido experimentados por separado en el transcurso de la historia occidental moderna. 

No hemos podido contar con la pregunta de RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, pero esta entrevista no puede dejar de mencionarlo. Filosofía Hoy toma la palabra de nuevo: ¿Qué crees que tu amigo Ferlosio quiere saber de ti y no te ha preguntado nunca? 

Ni idea de lo que puede querer saber de mí. Supongo que nada personal, que, como todo lo personal, y especialmente en mi caso, carece del menor interés, como el propio Ferlosio formuló en un pecio memorable titulado Antisócrates, que dice así : “Conócete a ti mismo”; ¡sí, hombre, como si no tuviera uno otra cosa en que pensar!”. 
■ Texto: Pilar Gómez Rodríguez. Fotos: Deyanira López

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