Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan “a domicilio”, con la silla adecuada, los estantes de diccionarios y enciclopedias, y ahora tal vez con el ordenador. Y luego están estos otros, como yo, que quedan paralizados por “el domicilio”, para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, y que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna otra parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstoi, que trabajan en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe en su cabaña; Proust en la habitación tapizada de corcho. Por otra parte entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero de Massachusetts “lo echó a perder”, o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o por necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra -y el último en una prisión en Siberia.
- Bruce Chatwin en la nueva farola de la Calle del Orco...
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