Enfermedades de la vida espiritual
En un sentido lato, puede considerarse como enfermedades espirituales cada uno de los vicios capitales que tientan al hombre; al menos cuando llegan a tal grado, que el hombre se siente vencido por él de manera que no se cree ya capaz de superarlo.
Vamos a detenernos en dos enfermedades espirituales que pueden llamarse formalmente «enfermedades de la vida espiritual» y que hacen destrozos entre los que con todo ánimo la comenzaron: la tibieza y la mediocridad.
1. La tibieza espiritual
La literatura espiritual es unánime en señalar la tibieza como la enfermedad peligrosa del progreso espiritual. En el cuidado de la dirección se trata, más bien, de prevenirla, que es más fácil que curarla.
a. Síntomas y signos.—El director espiritual tiene que estar atento a no identificar la tibieza con la simple aridez. La tibieza lleva consigo aridez, pero sin el afán consentido de desahogo en disfrutes del orden de los sentidos; es una aridez culpable, dependiente originariamente de su voluntad, consecuencia de actos suyos responsables. No es la sequedad o falta de fervor de quien aún no ha entrado por los caminos altos del espíritu, sino que tiene el matiz de «envejecimiento», de algo que se marchita, se comienza a hundir.
Lleva consigo un sentido de «relajación», de necesidad de satisfacción inferior, junto con pesadez y desgana para, los valores espirituales como tales, especialmente para la oración y soledad espiritual, con aburrimiento en el cumplimiento del deber cotidiano vivido en su dimensión de servicio de Dios, dejándose invadir por una visión práctica y utilitaria y activista de la vida. Basta el menor pretexto para suprimir la oración; Dios y sus cosas están en un segundo lugar vital y se cumple con él cuando no hay otra cosa que hacer. En la oración, cuando la hace, falta la preparación, se nota irreverencia, languidece con aburrimiento y voluntarias distracciones. Se advierte en la víctima de este mal una disipación continua, ligereza de corazón y de sentidos, horror a entrar dentro de sí mismo. El sacrificio queda casi completamente descartado; tiene miedo de la mortificación. Actúa sin reflexión, por pasión y por respetos humanos, según el gusto, dando preferencia a la vanidad, sensualidad y amor propio. Desprecia las atenciones delicadas de la vida espiritual.
Pero todo esto puede ser pasajero, momentáneo relativamente, un período de cesión y abandono. Entonces puede no tratarse de tibieza, sino de un período de tentación, o incluso, en algún caso, con cierta mezcla de procesos patológicos y de cansancio. Es importante no dictaminar demasiado rápidamente que se trata de tibieza, porque puede hundírsele a la persona.
Para la tibieza tiene que darse un estado crónico vital habitual con aceptación frecuente del pecado venial deliberado. Tibio es, pues, aquel que, asustado por la dificultad que siente en el camino de la virtud y cediendo a las tentaciones, pasado el primer fervor del espíritu, deliberadamente determina pasar a una vida cómoda y libre, sin molestias, contento con cierta apariencia exterior, con horror a todo progreso en las virtudes, quizá con un compromiso de conciencia, tranquilizándola con el argumento de que no comete faltas mayores.
No suele ser raro que este cuadro se complete con un sentimiento de cierta paz aparente del alma, sobre todo porque no siente muchas tentaciones y agitaciones. El mal espíritu favorece este estado y procura que sienta satisfacción en su modo de vivir para que, hinchado y soberbio, vaya creyendo que él entiende mucho de la sensatez de la virtud y llegue a convencerse de que va bien y no necesita otros esfuerzos, condenando a los demás con toda libertad. Así, crece el fastidio de lo espiritual y de todos los medios de progreso espiritual auténtico y va cayendo hasta el precipicio sin percatarse.
b. Su naturaleza.—La tibieza, por su naturaleza, se suele relacionar con la acedía, vicio capital y fuente de tentaciones humanas y diabólicas ampliamente tratada en los grandes autores de la espiritualidad monástica, que frecuentemente la identificaban con el «demonio meridiano» (Sal 90,6), que ataca a las horas fuertes del mediodía 11
Pero en la tibieza no es sólo la acedía como momento o período de tentación, con sus variantes y con sus consecuencias viciosas de oscuridad, somnolencia, inquietud, vagabundez, inestabilidad de mente y de cuerpo, verbosidad, curiosidad 12, sino que se trata de estado de acedía con una estabilización de esos mismos resultados, que afectan al tenor de la vida.
Por su misma naturaleza, se opone al fervor de la caridad. En efecto, la caridad, de suyo, tiende a ser ferviente, a llevar hacia lo mejor y activar las virtudes, con una radical oposición al pecado venial y a cuanto desagrada a Dios. La tibieza, en cambio, neutraliza la dinámica de la caridad, volviéndola lánguida, sin actividad, sin ilusión por progresar, sino resignada a su estado y fácil en admitir el pecado venial, con pérdida del sentido de generosidad.
c. Génesis y medicina preventiva.—Frecuentemente, suele aparecer la tibieza, tras un período de fervor, por falta de constancia. Complaciéndose en lo que ha gozado y vivido, quizá se lo atribuye a sí mismo. Queda en sequedad, con inclinación al goce de los sentidos, y, contentándose en ese nivel, se va dejando dominar por una progresiva negligencia, sin mirar ya a la generosidad ilimitada para con el Señor.
Cuanto tiende a romper o, al menos, a amortiguar el impulso generoso del amor, favorece la entrada lenta de la tibieza. Porque perder ese impulso es no estar ya al unísono con el dinamismo de la caridad.
Esté el director atento para discernir si va introduciéndose una cierta negligencia en el cumplimiento de los deberes, aun de aquellos que son tentativamente poco importantes, y vigile con amorosa atención la fidelidad a los ejercicios espirituales, no dejando pasar omisiones no motivadas y reiteradas de ellos, así como tampoco la negligencia real en su cumplimiento. Tenga también presente que la fatiga física y moral de la monotonía suele ser factor ingrediente de una incipiente tibieza espiritual.
Si el director se percata a tiempo de un proceso degenerativo hacia la tibieza, hará bien en instruir al dirigido prudentemente, pero con seriedad, sobre la gravedad de la tibieza y la dificultad de salir de ella, induciéndole eficazmente a que con valor renueve su diligencia espiritual y no deje pasar sus posibles fallos y negligencias sin una conveniente penitencia de reparación. Como directamente opuesta a la tendencia tibia, será eficacísimo el obtener que el dirigido renueve diariamente su resolución de generosidad.
d. Remedios de la tibieza.—Cuando el director se encuentra ante una persona francamente hundida en la tibieza, debe ser consciente de que se trata de una enfermedad muy seria, que puede arruinar todas sus posibilidades espirituales. De manera especial, la curación ha de ser obra de la gracia y misericordia de Dios, que ha de comenzar por invocar él, mismo con una continuada y ferviente oración. Pero ha de prestar su colaboración, que en el caso se caracterizará por una firmeza unida a la inspiración de confianza.
El tratamiento abarcará una sugerencia de actitudes espirituales antes de la aplicación de unos medios prácticos, que deberán estar precedidos y acompañados por aquellas actitudes.
1) Actitudes espirituales.—El director debe sugerir al tibio prudentemente, pero con firmeza, la gravedad de su situación espiritual. Esto es tanto más necesario cuanto, como acabamos de indicar, el tibio suele tener una aparente paz y auto-satisfacción, en la que se apoya incluso con una cierta soberbia. Hay que indicarle que su estado es preocupante, que su vida espiritual está paralizada y que su misión vital está frustrada. Que no puede resignarse a semejante nivel de vida, que está en contraste con la dinámica de la caridad y la profesión del seguimiento personal de Cristo propia del cristiano.
Si estos argumentos repetidos y prudentemente sugeridos no fueran suficientes, tendría que ser firme el director en mostrarle los motivos serios de preocupación que ofrece su vida. Que su actitud presenta signos alarmantes que plantean una seria interrogación sobre su estado de gracia, ya que tiene obligación como cristiano de tender a la perfección; y se acumulan en él tantos pecados de temeridad, ignorancia, ceguera, error culpable, que con ellos, de hecho, puede pecar ante Dios, aunque no esté cierto aquí y ahora de que peca. Que puede ser mucho más culpable de lo que él imagina. Que la ceguera real que le aqueja y la dureza de su corazón ante los argumentos del amor son difícilmente compatibles con una vida de gracia, en la caridad de hijo de Dios.
Pero ha de estar muy vigilante el director para no empujar a su dirigido hacia la desesperación o el desaliento, sino que debe abrirlo a la confianza de su curación. Cuídese, por tanto, de repetir las profecías pesimistas que demasiadas veces se proclaman. Frecuentemente, se ha presentado la curación de la tibieza como prácticamente imposible, como un verdadero milagro. La insistencia en esta dificultad insuperable ha podido hundir a no pocos en una ruina definitiva. Y no sólo el haberlo repetido, sino la persuasión misma que de ello tiene el director. No hay que olvidar que la persuasión personal profunda es lo que más se comunica en las entrevistas educacionales. Y nada hunde tanto a una persona como la persuasión radicada en quien le trata de que su caso no tiene remedio. Es probable que a veces se haya considerado en un sujeto como tibieza lo que no era todavía, y se haya acabado hundiéndole en ella por la persuasión de lo casi milagroso de la curación. Lo que le ha llevado a la ruina no era la gravedad real de su estado, sino el modo incauto de luchar con la tibieza y de superarla.
Por tanto, ese argumento de la virtual condenación, si no media un milagro, no debe emplearse nunca en la dirección de la persona tibia. Al contrario, el director esté persuadido de que esa enfermedad tiene remedio, y comunique la misma confianza al dirigido. Una confianza que le abra al esfuerzo necesario de colaboración lenta y diligente.
2) Remedios prácticos.—Para cuanto se refiere al remedio de la acedía insistían los clásicos de la espiritualidad en el doble frente de la actividad y la oración 16
En ese doble frente se ha de actuar igualmente el remedio de la tibieza. Y, ante todo, la oración, la petición constante del remedio tanto por parte del dirigido como del director. Y, junto a la oración, la colaboración, que, partiendo de una actitud interior renovada, ponga los medios prácticos aun a pesar de la resistencia de la naturaleza, todavía desganada.
Es preciso decidirse a comenzar una vida nueva, renacer de nuevo, tomando decididamente el camino de la generosidad; fomentar el amor y la caridad en el corazón, con un propósito diariamente renovado de entregarse del todo a Dios, unido al sacrificio eucarístico diario. Una actitud de arrepentimiento del estado en que se ha encontrado, renovado continuamente por un dolor de contrición sabrosa por los fallos que puedan seguir ocurriendo, y que está decidido a no dejar impunes. Trabajo de fidelidad a la gracia y mortificación de las pasiones con sacrificios discretos voluntarios y oportunos penitencia corporal. Fidelidad a los ejercicios espirituales y a la práctica más asidua de la dirección espiritual y confesión. Un esfuerzo serio por llevar diariamente una vida ordenada.
Muy oportunamente, como comienzo de este nuevo ritmo de vida podría ofrecerse un serio retiro espiritual de ejercicios. A veces, Dios mismo sacude, por los caminos que él escoge, la somnolencia del alma tibia.
2. La Mediocridad Espiritual
Es un lamentable estado espiritual, generalizado hasta un elevado porcentaje entre los que siguen la vida de perfección evangélica. La palabra «mediocridad», acuñada para designar este estado por el P. De Guibert, no se toma en su sentido peyorativo de mediano, pasable, ordinario, sino en cuanto se opone a notable, considerable, superior a la media. Es, pues, enfermedad, en sentido relativo de falta de plena salud. Y merece particular atención en una dirección espiritual estricta, porque suele causar graves daños al dejar en un nivel medio a quienes en los planes de Dios y según el ritmo que habían comenzado a llevar estaban llamados a cumbres excelsas de transformación en Cristo.
a. Síntomas.—No son incipientes, puesto que suele tratarse de personas que llevan un tiempo relativamente largo de vida espiritual seria, en el cual han asimilado fundamentalmente los principios de la vida cristiana y los viven hasta cierto punto. No es fenómeno de los primeros esfuerzos espirituales. Tiene el carácter de un cierto retroceso, empapado de un cierto cansancio y desilusión. Pero tampoco son tibios, puesto que ni de ordinario suele predominar en ellos la aridez, aburrimiento y desgana espiritual; ni, sobre todo, admiten habitualmente el pecado venial deliberado.
Viven la vida espiritual; pero su vida tiene algo de superficial, de ficticia, de falta de encarnación real. Hay una renuncia práctica a la santidad total, aunque quizá de palabra siga hablando de ella. Suele unirse un cierto sentido de complacencia personal, a manera de persuasión de ser sensato, bajo cuya bandera se mantiene paralizado en el progreso espiritual años enteros/ No es que no haga esfuerzos. Al contrario, tiene momentos de arranque interior; luego se cansa, se vuelve a parar. En otros ejercicios vuelve a empezar, y de nuevo se cansa y se para. El resultado es que no hay progreso en el modo de vida espiritual.
Este mismo esfuerzo relativo le sirve de justificación y favorece su persuasión de sensatez., La favorece también el que, ordinariamente, la persona caída en la mediocridad suele mantener las actitudes de bondad y de piedad con delicadeza en su trato.
Con todo, la persona caída en la mediocridad mantiene y fomenta positivamente vicios notables, como son la vanidad, gula, susceptibilidad, curiosidad, impresionabilidad. Sus esfuerzos en este campo tampoco son nulos, pero se reducen a mantenerse sin pecar, frenando esas tendencias cuando llegan a pecado deliberado. Muchas veces las fomentan, en cambio, positivamente hasta ese límite con motivaciones y justificaciones aparentemente sensatas, espirituales y apostólicas.
De esta manera, la luz espiritual se va apagando. Y termina la víctima por no ver sentido alguno a la renuncia de lo que no sea pecado. Su postura vital viene a ser la de pasar lo mejor posible con tal de no pecar. Llegado a este momento, es trabajo inútil querer convencerle de la exigencia de renuncia voluntaria ulterior, porque realmente no lo entiende. Más bien se siente liberado de opresiones y estrechamientos precedentes y hasta mira con cierta compasión a quienes aún renuncian a tales goces lícitos.
b. Naturaleza.—Suele señalarse como constitutivo —y, consiguientemente, como criterio distintivo— un doble elemento estrechamente entrelazado: la incomprensión de la abnegación evangélica y la debilitación de la vida interior.
La persona mediocre no comprende ya en toda su exigencia la renuncia evangélica ni se esfuerza por adquirirla. En contraste con las personas adelantadas y fervorosas, que entienden profundamente esas exigencias y tratan de vivir consecuentemente la renuncia enseñada por Cristo en el Evangelio. Puede ser que traten de ella en forma teórica y abstracta; pero o no la asumen de manera personal y vital, o al menos no tienen valor, energía y constancia para conformar seriamente su vida según sus criterios. Cierran así el paso a la dilatación de la caridad, que contradice al amor propio egoísta. Sólo entienden como renuncia evangélica la renuncia a lo que es malo. No entienden que se pueda renunciar o que Dios pueda pedir el sacrificio de lo que es bueno con el fin de conseguir otro bien superior.
Estas personas tienen, sin duda, alguna vida interior. Pero esta vida tiene algo de superficial; le falta totalidad en su penetración de la visión y de los principios sobrenaturales. Tampoco han entendido el primado de la vida interior en su santidad y en su apostolado. Quizá lo admiten teóricamente, pero no empapan la vida real con esta convicción. En consecuencia, para estas personas, los pensamientos y afecciones de fe no tienen mordiente suficiente para llevarles adelante con el vigor necesario para superar su honesta mediocridad.
c. Génesis.—El descenso lento hacia este estado de mediocridad puede entrar en el espíritu de formas diferentes. La experiencia enseña que en todas las formas de vida puede introducirse esta pérdida de vigor y generosidad espiritual por caminos muchas veces opuestos entre sí. El director espiritual debe estar atento a los primeros pasos, ayudando al dirigido a mantener íntegra la oblación total de su voluntad.
En las personas activas puede estar en la raíz el agobio de trabajo y de ocupaciones exteriores, aun en el servicio de Dios y tomados inicialmente por obediencia. El quehacer y las necesidades de las almas ahogan. Poco a poco, la vida interior se debilita. Se deja invadir por puntos de vista humanos, y pierde lentamente la inteligencia de los medios sobrenaturales. No pierde la fe, pero cesa el avance espiritual.
En las personas contemplativas, el peligro estará en dejarse llevar por una aplicación superficial a las cosas de Dios sin verdadera profundidad ni vigor. Superados los defectos más notables y que podrían deparar una sorpresa seria en su vida, ahora se mantienen en un cierto equilibrio interior sin progresos reales, sin abnegación verdadera.
En muchos casos se suele presentar una especie de cansancio general, producido por la monotonía de la vida espiritual. Tantos esfuerzos renovados sin éxito aparente llevan a considerar la mediocridad como prácticamente inevitable. Los deseos de santidad de otro tiempo se vienen a considerar como puras ilusiones irreales.
Este cansancio desalentado será tanto mayor cuanto con más ímpetu e impaciencia se lanzó antes hacia la santidad apoyado en sus propias fuerzas. En aquellas disposiciones había mezcla de amor propio inconsciente. Y ahora viene la renuncia práctica a aquellos sueños de santidad. Y, al fin, la estabilización en la mediocridad.
En otros casos se llega a la mediocridad por el camino contrario. Persuadidos de que todo es obra de Dios, de que hay que seguir a la gracia y de que la condición fundamental de la santidad es el abandono total en las manos de Dios, exageran tanto estas disposiciones, que eliminan todos los esfuerzos de colaboración que Dios requiere del hombre para realizar sus planes. El resultado será una persona buena, piadosa, amante de Dios, pero en la que la abnegación y la unión quedarán en la superficie, sin vigor y sin profundidad, y con muchos defectos íntimos que el interesado mismo apenas sospecha.
d. Remedios.—La superación del estado de mediocridad es particularmente obra de la gracia, que suele mostrarse patente en algunas reanimaciones espirituales. En algunos casos se presenta en forma de impulso interior irresistible, que no deja en paz al individuo hasta que acaba por rendirse. Este impulso se presenta a veces en forma repentina, pero otras va preparado por pequeños impulsos parciales y progresivos.
También suele manifestarse esa acción de Dios acompañando a circunstancias exteriores providenciales, sean de signo humanamente negativo, como una enfermedad, o separaciones dolorosas, o humillaciones fuertes que le sacuden; o de signo positivo espiritual, como un éxito apostólico inesperado, o el contacto con una obra extraordinaria de Dios, o con una persona especialmente poseída por el Espíritu del Señor.
Esta gracia medicinal de la mediocridad es, evidentemente, puro don de Dios. Pero puede ser objeto de petición. En todo caso, el director debe ser consciente de la necesidad de la gracia en cualquier forma que se presente, y sea él, sea el dirigido, deben insistir en la petición de la curación.
Junto a la petición se requiere ayudar al dirigido, preparando en lo posible el corazón para la acción de la gracia. Esta preparación la debe cuidar la dirección suscitando en lo posible deseos de fervor, creando una especie de nostalgia del estado de generosidad ilimitada, llena de confianza, sin amargura ni desaliento. Cuanto suscite ánimo y confianza de curación será importante en este estadio. Para suscitar estos deseos y nostalgia de fervor deberá recurrir el director a las ideas o sentimientos que tienen fuerza de acción sobre el alma mediocre. Ciertamente que muchos motivos elevados no le harán mella. Pero no es un alma tibia. Y habrá algunos que le muevan; como, quizá, el servicio del bien de las almas, o las dificultades halladas en el ministerio y que ponen de manifiesto la insuficiencia de los medios humanos, o la responsabilidad por las gracias recibidas de Dios. Esa idea-fuerza procure empaparla en espíritu de fe, confianza y amor generoso.
Al mismo tiempo que se suscitan esos deseos, hay que promover la cooperación activa de la persona mediocre, de manera que vaya dando pasos en su voluntad aprovechando las pequeñas ocasiones, aun cuando no llegue todavía a la disposición total de abnegación evangélica. Serán pequeñas aceleraciones y esbozos de disposiciones más altas. Estos esbozos han de cuidarse tanto en el campo de la abnegación, con pequeños esfuerzos parciales y repetidos, como en el campo de la vida interior en lo que se refiere al recogimiento, procurando momentos más intensos y actuando la vinculación de las ocupaciones absorbentes con una visión sobrenatural más intensa. Igualmente, se le ha de llevar a ejercitar cierto control, aunque sea parcial y esporádico, de la impresionabilidad y actividad desbordante, procurando dominarla y ser dueño consciente de ella.
Actuando durante meses con este esfuerzo de pequeños esbozos, se puede ir cultivando una preparación para la acción de la gracia impulsiva de Dios.
En algún caso, también puede ayudar provocar las circunstancias exteriores favorables a una reactivación espiritual. Así, pueden ser momentos oportunos la marcha a misiones lejanas aceptada o pedida; la renuncia a un puesto amado, quizá demasiado amado; renuncia impuesta bajo una cierta presión de los superiores, que desgarra el alma y rompe el equilibrio espiritual en que se acuñaba; si en este caso se evita la rebelión y el desaliento, podrá ser ocasión de encenderse en gran fervor.
El director no pierda nunca sus ánimos. Trabaje incansablemente en la ayuda de estas personas, consciente de que, si consigue su reactivación fervorosa, habrá prestado un gran servicio a la Iglesia para cooperación en la obra redentora. Pero tenga al mismo tiempo presente, para no desanimarse, que muchas veces los efectos de la gracia se realizan imperceptiblemente. Llegan a la madurez sin darse uno cuenta. De repente se nota que la persona ha madurado. Después de meses y años en que parecía no darse ningún progreso, se advierte no sé qué plenitud en el dirigido, que no es ciertamente la perfección plena, pero que deja transparentar un trabajo real y maduro de la gracia.
2. Enfermedades espirituales de base fisiológica
La buena función orgánica —salud corporal— y la buena función psicológica —equilibrio psíquico— entran en la constitución de la vida espiritual. El director no las puede descuidar. En este campo, la dirección espiritual lleva una preocupación higiénica proporcionada y el uso de remedios y consejos «caseros», vigilando y previniendo. Y como en la familia se recurre al médico o especialista en los casos de una cierta importancia, así también el director, a más de su vigilancia y consejo familiar, si puede darlo, sugerirá al dirigido en algunos casos que recurra al especialista cuando se trata de una seria enfermedad.
Algunos momentos espirituales conflictivos y enfermizos, con depresiones, irascibilidad, insoportación, apatía espiritual, etcétera, suelen tener su origen en perturbaciones orgánicas, sean transitorias, sean de carácter estable por su base temperamental o crónica.
El director espiritual debe captarlo para no atribuir al nivel espiritual lo que tiene un origen simplemente orgánico.
De base temperamental con componente orgánico puede ser, por ejemplo, un estado ansioso generalizado y permanente. Y transitorios suelen ser ciertos estados espirituales conexos con crisis de enfermedades orgánicas o períodos críticos del desarrollo fisiológico.
El director, en estos casos, ha de saber tener equilibrio. Ni es conveniente abandonar todo esfuerzo espiritual y ascético, recomendando sólo el cuidado médico, ni al revés. Esas personas necesitan fundamentalmente un tratamiento orgánico médico, al que acompañe una postura de aceptación y de oración, pero sin caer en un resignacionismo o en una total irresponsabilidad mientras va cuidando su restablecimiento.
El director tendrá que tranquilizar muchas veces el espíritu de esas personas, que suelen creer fácilmente que es flojedad de su espíritu el cuidar así del propio cuerpo, o que es cesión a tentaciones de comodidad el no seguir una vida exigente a pesar de las debilidades corporales.
C. Enfermedades de la vida espiritual de implicación psicológica
El cristiano debe encontrar su perfecta integración sólo en Cristo. Esta debe abarcar no sólo la inteligencia y la voluntad, sino también la afectividad y la sensibilidad misma. Es el trabajo de maduración, en la que todo el hombre debe tomar parte.
Idealmente, la primera dirección espiritual madurativa la deberían dar los padres de familia, si éstos estuvieran a la altura de su importante misión eclesial. «Lo que se aprende de niño se identifica y crece con el mismo espíritu y se le adhiere totalmente».
Pero, desgraciadamente, muchas veces no ha sucedido así. Y, no raras veces, el trabajo del director tiene que dedicarse a una reeducación exigida por la presencia en el dirigido de estados conflictivos que le afectan, obstaculizando el recto proceso de la vida espiritual: ansiedades, angustias, escrúpulos.
Pueden ser obstáculos afectivos, que condicionan, parcializan o deforman la visión cristiana de la vida. Porque los padres no han sabido transmitir el conjunto equilibrado del mensaje evangélico serenamente vivido, o ellos mismos eran víctimas de un cierto desequilibrio, que ha repercutido en la educación, o ha habido experiencias traumatizantes que han inhibido o sacudido la afectividad, o existen incluso obstáculos afectivos temperamentales que han interferido en la formación y hacen continuamente acto de presencia en ella.
Otras veces, la conciencia o criterio espiritual no quedó bien educado por las circunstancias insanas, descristianizadas, o por la manera equivocada de inculcar los principios morales. Y aparece enferma, deformada por conclusiones morales asumidas en la infancia o adolescencia, y que están allí dentro a manera de cálculos endurecidos y dolorosos, aunque escondidos, que influyen en la función de la conciencia real presente con ansiedad e inquietud concomitantes. Y es que la conversación de los «padres de nuestra carne» (Heb 12,9) casi sofocó la semilla de la gracia bajo un régimen ético rígido y legalista que exacerbaba e inhibía (cf. Col 3,21).
Por todo esto, la dirección espiritual, no raras veces, tiene que proveer al trabajo de reparación, de manera que se vaya haciendo, al menos al comienzo y en parte, una longánime reeducación que rectifique, en lo posible, los defectos patentes y las deformaciones latentes de la afectividad. La vida espiritual cristiana como tal contiene valores preciosos para restablecer el equilibrio psicológico. Con frecuencia, un buen director, en determinados casos psíquicos, puede hacer más que un psicólogo de profesión, si sabe aprovechar los valores equilibrantes del conjunto del contenido cristiano. Sólo que no debe abusar de ella. El director debe guardarse bien de aprovecharse de la confianza que el dirigido en él, haciéndole depender excesivamente de sí o tratándole con poca seriedad. También la medicación psicológica tiene que ser obra de verdad, de manera que el dirigido sea introducido a la verdad integral.
La confianza del dirigido nos da la medida de la potencia personal del director en su acción curativa. Pero esta confianza se dará sólo si el dirigido sabe que puede creer, sin sombra de duda, en la total sinceridad del director. No mina esta confianza el que el dirigido note que el director no juzga oportuno comunicarle actualmente todo lo que piensa («Tengo muchas otras cosas que deciros, pero no las podéis llevar ahora»: Jn 16,12). Lo que sí es importante es que le hable siempre como a una persona madura, no como suele hablarse a los niños, a los enfermos, a los irresponsables.
En este camino de la sinceridad, la seguridad del director y la correspondiente confianza del dirigido se aumentan en la verdad, teniendo presente el aspecto estrictamente sobrenatural y evangélico de la dirección, en fuerza del cual se recurre confiadamente a la fuerza del espíritu, de la oración y del poder divino, para el remedio, a veces naturalmente imposible, de algunos hábitos inveterados.
El espíritu evangélico y el compendio de la doctrina católica ofrecen otro elemento de gran equilibrio, sanísimo y con capacidad universal de curación.
Naturalmente, siempre que no se trate de un dogma aislado y sacado de su contexto vital, sino encuadrado en el conjunto. El carácter equilibrado y equilibrante de la espiritualidad evangélica tiene incluso valor apologético.
La doctrina definida en Trento: «que la concupiscencia habitual no es pecado en los bautizados» ", ha librado a muchos de un verdadero infierno de angustias y escrúpulos, mientras la idea contraria fomenta la neurosis luterana y sus derivados.
Ni hay que sofocar violentamente la concupiscencia ni sofocar el juicio moral; no hay lugar a inhibiciones violentas. Nos podría llevar al pecado, pero ella en sí no es pecado. Se trata sólo de no dejarnos determinar humanamente por ella.
Otro tanto podríamos decir de la doctrina de la Providencia, que hay que unir con la colaboración verdadera del hombre; del sentido redentor del sufrimiento, unido a la lucha por superarlo y a la esperanza; el combate contra, la injusticia con la aceptación de la cruz.
Muchos han obtenido una sólida seguridad interior en la fe auténtica por una participación misteriosa de la vida eterna o conocimiento amoroso de Dios, que se comunica en el comienzo de todo movimiento que lleva al hombre sobrenaturalmente hacia Dios y que se afirma y se va haciendo factor espiritual a medida que el fervor de la caridad crece en el corazón.
Hemos insistido en este valor equilibrante de la fe cristiana presentada en su conjunto. Desgraciadamente, a veces no se hace de esta manera, sino que se unilateraliza la presentación afirmando y aferrando una verdad e insistiendo en ella, perdiendo de vista el conjunto de la verdad católica. Es culpa de ello, a veces, la falta de equilibrio del mismo director, que insiste entonces en determinados sectores de la fe o de las costumbres. Por eso, nunca insistiremos suficientemente en que esta luz y espíritu evangélicos se apliquen al sujeto real en el conjunto de circunstancias reales en que se encuentra, y no a un sujeto ficticio e iluso que las use a manera de pensamientos mágicos.
La ciencia psicológica sana no está reñida con la doctrina espiritual. Por eso, los buenos autores espirituales insisten, en la necesidad de conocimientos psicológicos para la formación completa del director espiritual. Sería grave error querer reducir la dirección a psicología aplicada. El director espiritual que se presentara simplemente como un psicólogo o psiquiatra, fracasaría como director y como psicólogo. Se trata de un conocimiento sólido, discreto, empleado discretamente en el ejercicio de su función de dirección que permanece claramente como tal.
En estos casos, el director tiene que saber integrar en la acción espiritual del sacerdote las fecundas observaciones de la psicoterapia profana debidamente adaptadas. Por eso debe conocer, al menos, los elementos fundamentales de la psicología pastoral, las leyes de los conflictos psíquicos, sus mecanismos, al menos para poder aplicar los principios evangélicos según una diagnosis verdadera del sujeto en cuestión. Pero siempre ha de actuar como hombre evangélico, no como psiquiatra.
Los grandes directores han sido siempre buenos psicólogos ya desde los Padres del desierto; han conocido la estructura y los mecanismos ocultos de la psicología humana, las escapatorias de la naturaleza, aunque no tenían aún los conocimientos científicos que ha adquirido recientemente la ciencia psicológica.
Junto con el estudio indispensable y serio de San Juan de la Cruz, hay que unir el estudio, muchas veces no menos meritorio, de meterse en la selva de los modernos progresos de la patología psicológica. Porque un error de diagnosis puede llevar a un resultado fatal, cuando la simple ignorancia sólo hubiera causado un retraso en el camino.
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