10 oct 2013

FEDERICO NIETZSCHE


NIETZSCHE nunca jugó por la Unión Española, como creen algunos, pues vivió en la segunda mitad del siglo pasado. Federico era un hombre alto, de espaldas enormes, de mostachos impresionantes, pero tímido como un colegial y enfermizo como tía solterona. Gran parte de su vida la pasó viajando en busca de un clima que le hiciera bien para algo: iba a la playa para que le bajara la presión; subía a la montaña para que se le murieran los bacilos de Koch; se trasladaba a las termas para curarse el reumatismo, y después volvía a su casa para descansar los nervios, deshechos con tanto trajín. Al cabo de dos meses volvía a empezar: la playa, la montaña, las termas, etc.
En sus viajes, llevaba Nietzsche dos maletas, una con remedios y otra con libros. No dicen sus biógrafos si llevaba calcetines y ropa interior para mudarse. Quizá sea ésa la explicación de su vida solitaria.
Nietzsche admiraba a los filósofos presocráticos y especialmente a Heráclito, por su amor a la guerra y a la lucha. En cambio, a Sócrates, Platón y Aristóteles los dejó a la altura del punto, porque le dieron mucha importancia a la moral. Por este mismo motivo despreció a Kant, pues en esos años todavía se creía que el imperativo categórico era útil para decidir qué es lo bueno y qué es lo malo.

La personalidad de Nietzsche era aún más compleja que la de Schopenhauer. Este se limitaba a ser agresivo, a causa de su condición de hijo único, mientras que Nietzsche tenía un Complejo de Inferioridad Compensado. La gente que tiene un complejo de inferioridad —por su estatura, su calvicie, su barriga o cualquier otro motivo— tiende a compensarlo desarrollando alguna cualidad: Julio César era calvo2; y Napoleón, cuando se compraba ropa, tenía que ir a la Sección Niños. Uno y otro compensaron su sentimiento de inferioridad arrasando a Europa, con lo que conquistaron la admiración de las generaciones posteriores.
Nietzsche compensó su complejo elaborando una teoría cuyo núcleo es un hombre fuerte, inteligente y audaz, con el cual se identificó: el superhombre. Pero este superhombre no se parece a Superman ni al jovencito de la película, pues ellos tienen buenos sentimientos, lo que según Nietzsche es una debilidad. El superhombre de Nietzsche corresponde más bien, en lenguaje cinematográfico, al jefe de los bandoleros: fuerte, inteligente y capaz de descerrajarle cinco tiros a quemarropa a un anciano bondadoso, sin perder la sonrisa de los labios.

Nietzsche gozaba imaginándose en esas actitudes, pero él no hizo jamás nada parecido. Al contrario, parecía más bien una anciana romántica. Su timidez era tal, que, cuando alguna joven lo detenía en la calle para preguntarle la hora, él tartamudeaba durante tanto rato para contestarle, que la joven se aburría y se iba. Jamás se atrevió a conquistar a una mujer, y murió sin saber lo que es canela. Sin embargo, en sus libros hablaba de la mujer como lo haría un gran conocedor: “La mujer tiene muchos motivos para avergonzarse —decía—; en la mujer hay mucha superficialidad, pedantería, suficiencia, presunciones ridículas, licencia e indiscreción oculta…” Pero su frase lapidaria era ésta: “¿Vas con una mujer? No olvides tu látigo”.
Como se ve, era muy poco realista. Más acertado habría sido decir: “¿Vas con una mujer? No olvides tu billetera”.
En sus obras, Nietzsche les lanzó muchas flores a las mujeres, sin sacarlas del florero. Pero sus blancos favoritos eran el cristianismo y el socialismo. Las doctrinas cristiana y socialista enseñan que todos los hombres son iguales, mientras que, según Nietzsche, los hombres se dividen en dos clases: los superhombres —fuertes, inteligentes y crueles— y los hombres corrientes, cuya vida no tiene otra finalidad que servir a la clase superior1. Además, el cristianismo y el socialismo persiguen realizar ideales de fraternidad y de justicia, que son, según Nietzsche, debilidades abominables. Al cristianismo lo llamaba “una moral de esclavos”.

Además, Nietzsche era profundamente nacionalista, por lo que atacó dura‐mente lo que él llamaba “el cristianismo internacional”.
En 1888, Nietzsche se volvió loco y fue necesario internarlo en un manicomio, donde escribió sus principales obras. Sus admiradores dicen que las escribió en ratos lúcidos. De esta opinión es Hitler, quien dedica al filósofo las siguientes palabras en su libro “Mein Kampf”:
“¿Cómo habría podido un loco escribir pensamientos de una lógica y una profundidad tan extraordinarias? ¡Ah, Nietzsche, qué felicidad leer esas maravillosas páginas en que pronosticas un siglo de grandes guerras, en que los hombres inferiores morirán por millones! ¡Cuánta razón tenías, Maestro Nietzsche, al decir que no hay felicidad mayor que vivir intensa y peligrosamente, y al ensalzar la excelencia del odio, ese sentimiento sublime, noble y viril! ¡Ah, qué lástima que ya no existas! Me imagino, si vivieras ahora, el alegrón que tendrías si te llevara a dar una vueltecita por mis campos de concentración”.

El año 1900, al asomar la nariz el siglo de grandes guerras que alegremente había profetizado, Nietzsche, el Apóstol de la Desigualdad, murió.

En su tumba, en una tosca lápida de piedra, hay grabada una frase suya: “Odiaos los unos a los otros”.

ARTURO SCHOPENHAUER


ES FÁCIL confundir a Schopenhauer con otros hombres de apellidos parecidos al suyo, de modo que es conveniente aclarar que este filósofo jamás fue Premier de Alemania, que no comandó tropas durante la Segunda Guerra Mundial y que nunca fue Presidente de los Estados Unidos.

Schopenhauer fue contemporáneo de Bernardo O’Higgins, y vivió en Inglaterra en la misma época en que éste asistía en Londres a las reuniones secretas en casa de Francisco de Miranda.

La personalidad de Schopenhauer correspondía a la de esos jóvenes artistas bohemios, agresivos, desorientados, ególatras, obcecados, llenos de complejos y de talento.
Arturo anhelaba escribir contra el cristianismo, contra la democracia, contra las mujeres, contra los hombres, contra los filósofos y contra los que no lo son. Finalmente lo hizo, con cierto éxito. Pero no basta decir que Schopenhauer era agresivo. ¿De dónde provenía su agresividad?
Su padre revelaba serios conflictos internos. Era un rico fabricante de corbatas, que simpatizaba con la Revolución Francesa, a pesar de que ésta arruinó a sus colegas franceses al reducir la demanda de aquella prenda. Además, tuvo la poco saludable idea de suicidarse para dar una solución radical a sus problemas.
Schopenhauer no quería mucho a su padre, porque éste lo obligó a dedicar‐se al comercio, mientras que él anhelaba una vida literaria y bohemia; pero de todos modos lamentó su muerte, pues eso le significaba quedar bajo la potestad de su madre, a la que odiaba cordialmente. Esta correspondía los sentimientos de su hijo en la misma forma.

Además, al joven Arturo le molestaban las aventuras de su madre, que eran frecuentes y variadas.
La antipatía que sentía por su madre la hizo extensiva a todas las mujeres, a las que definía como “animales de cabellos largos e ideas cortas”. Este menosprecio se refería, sin embargo, solamente a la parte espiritual de la mujer. La otra parte le encantaba.

Su infancia desdichada y la falta de afectos hicieron de Schopenhauer un hombre tan egoísta y poco sensible como un gerente de banco.
Cierta vez, junto a la puerta de su departamento, en un segundo piso, conversaban dos vecinas suyas, y con su parloteo no le permitían concentrarse en sus meditaciones. Salió, pues, hecho un energúmeno, y de un furibundo empellón hizo rodar a una de las comadres escaleras abajo.

A los gritos de las mujeres llegó la policía, y se inició así un proceso por lesiones, en el cual se condenó al pensador a pagar una pensión vitalicia a su víctima, que quedó lesionada a perpetuidad. Desde entonces Schopenhauer deseó que la pobre vieja muriera, para quedar libre de su obligación. Y cuando ello sucedió, veinte años más tarde, escribió en su Diario de Vida: “Obit anus, abit onus, lo que significa “Murió la vieja, cesó la carga”.

La filosofía de Schopenhauer derivaba, según él mismo decía, de Platón, de Kant, de los Upanishads y del tango.
Con ese último ingrediente tenía que resultar por fuerza una mezcla triste y pesimista. Una de las, obras de Schopenhauer empieza así “Que el mundo es y será una porquería, ya lo sé; en el 506 y en el 2000 también... “

El sufrimiento, según él, es la esencia misma de la vida, pues la Voluntad Universal es de una perversidad y un sadismo propios del Chacal de Pupunahue.

Según Schopenhauer, la felicidad no existe, y lo demuestra así: a) Todos los actos de los hombres están dirigidos a satisfacer un deseo; b) Mientras el deseo no ha sido satisfecha, produce sufrimiento, y c) Una vez que el deseo ha sido satis‐fecho, produce hastío y desagrado. En consecuencia, la vida no es sino un continuo oscilar entre la insatisfacción y el hastío.
Pero ese razonamiento es imperfecto.
El filósofo se saltó una importantísima etapa, lo que se demuestra con el ejemplo siguiente: a) Cuando uno pasa a las once de la mañana por el Portal Fernández Concha y siente el olor de los hotdogs, de las pizzas y de las empanaditas de queso, pino, corvina y loco, y escucha al mozo decir: “¡Maestro, marchen dos garzas!”, siente un deseo terrible de instalarse frente al mesón y pedir un atómico Con salsa americana, y si no puede hacerlo, por cualquier causa, sufre. (En esto tiene razón Schopenhauer.) b) Pero si uno cede a la tentación de ingurgitar un completo con un schop, al salir del negocio, ya satisfecho el deseo, el olor que diez minutos antes era tan atractivo, ya no lo es, y al contrario, huele a cocinería y fritanga, y ante el hastío producido por la satisfacción del deseo, uno sufre. (También aquí está Schopenhauer en lo correcto. Después de satisfacer un apetito, viene el hastío Ya lo decían los latinos: After coitus homo est tristem animal.

Pues bien, la importante etapa que el filósofo no consideró es aquella en que el deseo se está satisfaciendo. En el caso del ejemplo, los diez minutos que uno ha estado en el negocio, embadurnándose los dedos con mayonesa, ají y chucrut, y, abriendo la boca cuan grande es para introducir en ella el pan sabroso y la olorosa salchicha. ¡Ah, en esos diez minutos ya no sufrimos hambre, y aún no nos molesta el hastío! Esos diez minutos son como una breve luna de miel.


El pesimismo de Schopenhauer se asentaba, pues, como ha quedado demos‐trado, sobre un raciocinio incorrecto. Sin embargo, ese pesimismo mal fundado influyó en su época, y aun en la nuestra, a través de las doctrinas de otro pensador que desarrolló las mismas teorías, y al que es posible considerar como su discípulo: Nietzsche.

HEGEL


ESTE filósofo alemán se llamaba Jorge Guillermo Federico, pero, para abreviar, le decían: “ ¡Oye, ven acá!”
Enseñó filosofía en varias universidades alemanas, y, tanto en su vida privada como en las teorías que elaboró, correspondió perfectamente a la imagen que la mayoría de la gente tiene de los filósofos: fue un viejo de aspecto severo, que hablaba en difícil y que escribía igual. Nunca sonreía y jamás contó un chiste; ni siquiera en las ocasiones más propicias para hacerlo, como son, por ejemplo, los velorios.

Los filósofos que ejercen mayor influencia en una época son los que hablan muy claro y los que hablan muy obscuro. Los primeros, si dicen algo interesante, encuentran discípulos entusiastas. En cuanto a los segundos, no importa lo que digan, con tal que no se entienda y que lo digan bien. Hegel cumplió estos dos requisitos a la perfección, y tuvo, en consecuencia, una legión de seguidores.
En síntesis, las ideas de Hegel se refieren a lo Absoluto, a la Idea Absoluta, al Ser Puro, a la identidad de lo Real con lo Racional, a la unión del Ser con el No‐Ser; a la irracionalidad del Devenir, a la Importancia del Agua en la Navegación, etc.

Como botón de muestra bastará la explicación que los técnicos dan de la Idea Absoluta. Ella ha sido tomada de un librito de divulgación titulado “Hegel al alcance de los legos”. Dicha explicación es la siguiente: “La idea, como unidad de la idea subjetiva y objetiva, es la noción de la Idea —una noción cuyo objeto es la Idea como tal, y para la cual lo objetivo es Idea— un objeto que abraza todas las características en su unidad”.

Cuando sus alumnos escuchaban a Hegel hablar de ese modo se quedaban embobados, sin entender una palabra, y exclamaban: “¡Ah, qué gran filósofo!”.

EMMANUEL KANT


EMMANUEL Kant fue un alemán un poco más joven que el suizo Rousseau, y muchísimo más tranquilo.
Cuando niño, iba de la casa al colegio y volvía de éste a su hogar sin desviarse un centímetro ni demorarse un momento más de lo debido.
La edad madura lo sorprendió con los mismos hábitos regulares y fósiles de su infancia. Salía de su casa todos los días a la misma hora, para ir a la Universidad a hacer sus clases, y a una hora fija regresaba.

La gente que lo veía pasar por las calles sacaba el reloj y lo ponía en la hora. Tal era su puntualidad. No es raro, pues, que sus alumnos lo hayan apodado “El Cañonazo”.
Como todos sus colegas contemporáneos, Kant quedó muy impresionado con el terremoto de Lisboa, pero en lugar de polemizar, como Voltaire y Rousseau, sobre las razones que inducen a Dios a provocar terremotos, prefirió escribir un tratado al que tituló “Teoría general sobre los terremotos, temblores de tierra y deslizamientos de la corteza terrestre, con un apéndice especial sobre el terremoto de Lisboa”.
Con el fin de evitar polémicas, el editor, antes de mandar el libro a las prensas, le cortó el apéndice.

De todas las obras científicas de Kant, la más notable es su “Historia general de las ciencias naturales y teoría de los cielos”, en la que expone la famosa teoría llamada de Kant‐La Place sobre el origen del Sistema Solar. Como todo el mundo sabe, esa teoría le atribuye el origen del Sistema a un señor Solar.
Kant nunca se casó, pero mientras otros filósofos que también permanecieron solteros hasta la muerte, como Descartes y Rousseau, tuvieron numerosas aventuras amorosas, Kant jamás perdió la honra.

Murió virgen y puro. En su régimen de vida influyó, seguramente, la circunstancia de ser hijo único. Además, su madre lo mimaba en exceso. En efecto, la buena señora le hizo fiesta de cumpleaños hasta que el filósofo llegó a una edad muy avanzada. En esas fiestas, Kant cantaba, su madre aplaudía, y los invitados despachaban rápidamente el último trozo de torta y se mandaban cambiar.
La idea kantiana que ejerció mayor influencia durante más tiempo fue la del “imperativo categórico”, que es una especie de fórmula para descubrir la autenticidad de las normas morales, en aquellos casos en que éstas se contradicen. Así, por ejemplo, tras el sonido del despertador Kant no se decidía a levantarse, pues vacilaba entre estas dos normas:
a) Al que madruga Dios lo ayuda, y
b) No por mucho madrugar amanece más temprano.
Para decidir si estaba más de acuerdo con la moral levantarse de inmediato o quedarse entre las sábanas algunos minutos más, Kant acudía al imperativo categórico, según el cual una acción es buena cuando es deseable que se convierta en regla general. Esto lo sumía en profundas meditaciones, y tan pronto estaba por aceptar una norma como la otra, hasta que, sin decidirse por ninguna, tenía que levantarse a almorzar.


Aunque a Kant no le dio buenos resultados, el sistema del imperativo categórico se popularizó. Fue necesario que transcurrieran muchos años para demostrar que el método es una buena basura. Esta verdad tardó en imponerse, porque, al amparo del imperativo categórico, habían surgido numerosos intereses creados, destacándose entre ellos los de miles de individuos perezosos, que se quedaban en la cama hasta el mediodía, aplicando el método de su maestro a las normas sobre las virtudes y defectos del madrugar.

JUAN JACOBO ROUSSEAU


NACIÓ EN 1712 en Ginebra, Suiza, y aunque parezca chiste, su. Padre era relojero.
Hasta los dieciséis años estuvo aprendiendo relojería en el taller de su progenitor, pero, hastiado de buscar bajo la mesa las rueditas que se le caían, huyó a Saboya, y entró al servicio de Madame de Warens, que no hay que confundir con la señora Warren. Cualquier coincidencia es pura mala suerte.

Madame de Warens le dio a Juan Jacobo el empleo de chofer para todo servicio. Ambos estuvieron muy satisfechos de este vínculo durante diez años, lo que sugirió a Rousseau la idea para su libro más famoso: “El contrato sexual”. Por algo se señala a Rousseau como la primera gran figura del movimiento romántico.
Sin embargo, Rousseau era un romántico muy especial. Compartía a Madame de Warens con el mayordomo de ella, y lo hacía de buen grado. En realidad, los tres vivían felices en tal sistema poliándrico, en perfecta armonía, sin celos, sin rencillas, como una familia perfecta. Le daba aún mayor ambiente de hogar a la casa el hecho de que Rousseau llamaba “mamá” a Madame de Warens. Y ella, sin duda, era para Juan Jacobo una madre solícita, que le daba todo lo que él pedía; absolutamente todo.

Por fin, después de diez años dichosos, una nube vino a empañar esa felicidad: el mayordomo murió. Al principio, Rousseau estaba inconsolable, pero después se consoló pensando: “Bueno, por lo menos heredaré sus trajes”. Claro que también heredó parte del trabajo del mayordomo.

Después de la muerte de éste, Madame de Warens se puso demasiado mimosa con Rousseau. Estaba el doble dé mimosa que antes. Lo abrazaba apasionadamente y le preguntaba:
—J. J. ¿me quieres?
—Sí, mamá —contestaba él, pero ya estaba hastiado.
Tal situación no duró mucho. La pasión de Madame hacia Rousseau había aumentado al doble, mientras que él languidecía a ojos vistas. La muerte del mayordomo había roto el equilibrio.
Juan Jacobo tomó sus cositas y se fue.

¿Qué haría ahora?
Frente a él estaba el ancho mundo lleno de posibilidades, y Rousseau no dejó escapar ninguna. Estaba en la flor de la juventud y anhelaba vivir aventuras sin grandes preocupaciones.

Hizo largos viajes a pie, como vagabundo, alimentándose apenas, conociendo gente que rápidamente se esfumaba de su vida. Un día estaba en un lugar y otro día en otro. Quería conocerlo todo sin atarse a nada. Y, en verdad, se desataba fácilmente de cualquier vínculo.

En sus viajes conoció a un joven epiléptico, muy agradable, excepto durante sus frecuentes ataques. Rousseau pronto deseó liberarse de su compañía y continuar viajando solo, pero no sabía cómo hacerlo sin herir a su susceptible y nervioso amigo. Así, pues, aprovechó la oportunidad que le pareció más propicia. Un día que caminaban por una calle de Lyón, su amigo se detuvo y comenzó a temblar cada vez más, hasta que cayó sobre el pavimento con el cuerpo estremecido por el ataque epiléptico. Tenía los ojos blancos y un hilo de saliva sanguinolenta escapaba de una comisura de sus labios. La gente comenzó a acercarse con curiosidad, y pronto hubo un grupo numeroso en torno al enfermo. Rousseau se encontró rodeado por la gente, mezclado con ella. “La ocasión la pintan calva —pensó—. Ahora puedo largarme sin herir los sentimientos de mi amigo.”
Y uniendo la acción a la palabra, se abrió paso entre los curiosos y se alejó rápidamente.
Ahora, solo, libre y con la conciencia tranquila, podía buscar nuevas aventuras.
Poco después de aquel episodio, se unió a un hombre que pedía limosna diciendo que era un peregrino que se dirigía al Santo Sepulcro, y asociado con él, imploró la ayuda de las almas piadosas. Sin embargo, la devoción religiosa de los dos peregrinos aparecía desmentida por los opíparos banquetes que se daban. Además, su prisa por llegar al Santo Sepulcro era tan escasa, que, si hubieran continuado con el mismo propósito, aún estarían en camino.
Cuando las almas caritativas calaron mejor a los dos peregrinos, la cosa tomó mal color, y Rousseau decidió ser menos devoto y abandonó la peregrinación.
Volvió a viajar solo.

Cansado de las mozas de fonda y demás mujeres rústicas que podía conquistar en su calidad, de aventurero pobre, decidió probar suerte con alguna dama rica. Para excusar el mal estado de su vestimenta, aparentaría ser un hombre rico pero tacaño, y para ese fin no se le ocurrió nada mejor que fingirse escocés. Se hizo llamar Dudding, y logró introducirse en círculos frecuentados por damas lim‐pias y olorosas, como la cariñosa Madame que años antes había abandonado.
Indudablemente, Rousseau tenía sexappeal, pues sin grandes dificultades lograba los favores de las mujeres que pretendía. Quizá su secreto estaba en que las escogía maduritas, en esa edad en que las mujeres sienten que sus encantos tienden a desaparecer rápidamente, y que deben aprovechar todas las oportunidades, que a esa edad no son muchas, por cierto.
La cosa es que Rousseau, o, mejor dicho, el escocés Dudding, logró los favores de una dama rica y madura, que no sólo lo amó tiernamente, sino que lo vistió con finos casimires y sedas, lo alimentó como a esos toros reproductores holandeses que ganan premios en las exposiciones, y le consiguió un empleo: secretario del embajador francés en Venecia.
El empleo, sin embargo, resultó un clavo. El embajador le dejaba todo el trabajo a Rousseau, y, además, se olvidaba de pagarle el sueldo. Juan Jacobo culpó de esta desventura, injustamente, a la dama rica, madura y cariñosa que le había conseguido el empleo, así es que, en lugar de retornar a ella, se fue a vivir con Teresa Le Vasseur, una sirvienta gorda y madura, con la que vivió el resto de su vida.
Con la gorda Teresa tuvo Juan Jacobo cinco hijos, pero a un hombre que amaba la libertad con tanta pasión como él no podía agradarle la dulce cadena dela paternidad. Consecuente consigo mismo, apenas nacía uno de sus hijos, Rousseau lo tomaba en sus brazos, tierna y amorosamente, y lo iba a dejar al orfanato.
Con Teresa fue tan feliz como lo había sido con Madame de Warens, aunque la pobre Teresa era fea, analfabeta, aficionada a beber ginebra (lo que halagaba a Rousseau, pues lo hacía recordar su ciudad natal), y además, le gustaba tener, de vez en cuando, alguna aventura con un hombre menos fino e instruido que Juan Jacobo. No se sabe si éste ignoraba ese inocente pasatiempo de Teresa. En todo caso, siempre la trató como a su mujer, aunque nunca se casó con ella. Todas las amantes finas, ricas y maduritas que tuvo Rousseau desde que se enredó con Teresa tuvieron que actuar frente a ésta como si en realidad hubiera sido la mujer legítima.

A esta altura de su vida, Rousseau había adquirido la experiencia suficiente como para escribir algo, y, además, le había dado muchas vueltas a una idea que constantemente lo asaltaba: el retorno a la naturaleza. Pensaba Rousseau que el hombre primitivo lleva una vida más sana y feliz que el hombre civilizado, y empezó a escribir sobre esto. Con un ensayo titulado “Sobre el daño que hace la cultura” ganó el primer premio en un concurso. Alguien le criticó entonces que no practicaba lo que predicaba, pues estaba muy lejos de vivir como los hombres primitivos que decía admirar. Rousseau acogió de buen grado la crítica, y decidió vivir en una forma un poco más primitiva que como hasta entonces lo había hecho, y, para irse acostumbrando de a poco, vendió su reloj, pues los salvajes no lo usan.
Con el fin de publicar su libro prologado por algún pensador de categoría, envió una copia del manuscrito a Voltaire, el cual le respondió lo siguiente:
He recibido su amable carta y se la agradezco. Nunca se ha empleado tanta inteli‐gencia en demostrar que los hombres somos estúpidos. Leyendo su libro, se ve que deberí‐amos andar en cuatro patas. Lamentablemente, perdí esa sana costumbre hace más de sesen‐ta años, y ahora me sería difícil reanudarla.
Después de esta carta, Voltaire y Rousseau se odiaron cordialmente, y así lo manifestaron cuantas veces pudieron, sosteniendo agudas polémicas sobre intere‐santes problemas filosóficos. El terremoto de Lisboa, de 1755, originó una de ellas. Como todos los terremotos, aquél originó dudas sobre la bondad de Dios, y Voltaire expresó las suyas en un poema sobre el punto. Rousseau tomó entonces la de‐fensa de Dios, y en un artículo dijo que la culpa de que hubiera muerto gente en el terremoto de Lisboa no la tenía Dios, sino los hombres que vivían en esa ciudad en casas de siete pisos, y que si hubieran vivido como debe ser, esto es, desnudos en medio de la selva, como Tarzán, el terremoto no los habría afectado.
A sus razones añadió Rousseau una terrible injuria para Voltaire: lo llamó “trompeta de impiedad”.
Voltaire replicó diciendo que Juan Jacobo era un “loco perverso”, piropo que resultó profético, pues tiempo después empezó a mostrar Rousseau un delirio de persecución que lo alejó también de las damas ricas que siempre lo habían ayuda‐do tan generosamente.
Pero, antes de que aquello sucediera, Rousseau tuvo tiempo de escribir una obra en que atacó a la monarquía, lo que entonces era un delito grave, así es que sus amigos le sugirieron que se esfumara. Le tocó el turno, pues, a Juan Jacobo de dedicarse al turismo, como lo habían hecho hasta entonces la mayoría de los filósofos, como lo siguieron haciendo desde entonces hasta hoy, y como lo seguirán haciendo en el futuro.
—Adiós, Juan Jacobo —le gritó la barra de la esquina.
—Adiós, muchachos —les contestó Rousseau, mientras el birlocho se alejaba por el camino polvoriento—. Cuídenme a la viejita.
Con la última frase no se refería a su madre, sino a la dama acaudalada, jamona, madurita y generosa con que salía en esa época.
De Francia pasó Rousseau a Suiza; de allí a Alemania, de Alemania a Inglaterra, etc. Cuando iba en la tercera vuelta alrededor de Europa, con su molesta manía persecutoria, cayó fulminado.
Cuando los periódicos publicaron la noticia de su muerte, cientos de viejas gordas y ricas enjugaron una lágrima, con el mismo pensamiento: “Ah, bribonzuelo, tan pedigüeño que era..., y tan empeñoso”.



JOHN LOCKE


A pesar de que Locke era médico, se le puede considerar uno de los grandes benefactores de la humanidad. ello se debe a que, en lugar de ejercer la medicina, se dedicó a la filosofía.
sería deseable que muchos médicos siguieran su ejemplo, pero ello es difícil en la práctica, pues las meditaciones nunca producen una renta tan alta como la que los médicos reciben de sus clientes, y, con mayor frecuencia, de los deudos de éstos.

El problema más importante que trató Locke en sus obras fue de carácter político. sin embargo, no fue perseguido, como era de esperar, pues justo cuando publicó su “tratado sobre el gobierno” llegaron al poder los que compartían sus ideas. esto lo libró de hacer turismo con pasaporte falso y barba postiza, como tantos colegas suyos.

Para entender por qué publicó Locke su obra, es necesario conocer lo que opinaban muchos de sus contemporáneos del siglo xvii sobre la monarquía. la opinión generalizada era la que sostenía Sir Robert filmer, un hombre cuyas opiniones ejercían mucha influencia a través de los editoriales que escribía en “la corona”, el decano de la “prensa seria” londinense. Filmer sostenía que el rey tenía la propiedad del poder, y que esa propiedad le había sido otorgada por Dios.

Si se acepta esa afirmación, hay que concluir que el que tenía la audacia y espíritu revolucionario suficientes para atreverse a poner en duda el derecho divino de los reyes, no sólo se mostraba enemigo de la persona del rey, sino que también aparecía como enemigo de la propiedad y de la religión, pues ponía en duda un acto de dios.

años más tarde se descubrió que “la corona”, el respetable diario londinense, era de propiedad del rey, el cual le pagaba a Sir Robert un sueldo fabuloso por inventar argumentos jurídicos y teológicos para demostrar que la justicia y dios estaban de su parte. con esto decayó mucho el prestigio de la mal llamada “prensa seria”, pues quedó demostrado que no era sino un instrumento de propaganda de los poderosos. Filmer y de sus argumentaciones, ingeniosas pero falsas, hacía que cualquiera que las contradijera resultara revolucionario.
así ocurrió con Locke. al comienzo lo llamaron “ese desalmado terrorista”, pero después su pensamiento se impuso y se transformó en una persona respetable, en un padre de la patria.

Y Sir Robert filmer, el honorabilísimo e influyente editorialista de “la corona”, cuyas solas iniciales —r. f.— al pie de la columna que escribía inspiraban respeto a los londinenses, es hoy considerado un periodista vendido a los intereses económicos del rey.

tal es el destino humano. Lo que ayer fue revolucionario, hoy es conservador. y lo que es revolucionario hoy, será conservador mañana. cuando los comunistas lleven muchos años en el poder, se harán conservadores, y entonces habrá jóvenes revolucionarios que gritarán en las calles “¡abajo los comunistas reaccionarios!”
Todo cambia. nada permanece.
Ya lo dijo el viejo Heráclito.


DESCARTES, UN HOMBRE LLENO DE DUDAS


CUANDO nació Renato Descartes, en una fría madrugada del año 1596, nadie habría creído que esa pequeña criatura cabezona, calva, desdentada y llorosa llegaría a ostentar dos títulos formidables: Fundador de la Filosofía Moderna y Campeón de “Dudo” de Europa.

El padre de Descartes era consejero del Parlamento de Bretaña y dueño de algunos edificios de departamentos, de manera que recursos no le faltaban para tratar de hermosear a la repugnante criatura. Así, pues, apenas nacido, se vio Renato envuelto en blondas, encajes, camisitas de seda y chales artísticamente tejidos a palillos. Al cuello se le amarró un babero con pollitos bordados, pero —y allí comenzó a revelarse el talento del filósofo— el babero le duraba días y aun semanas tan inmaculado como cuando recién se lo habían puesto. En lo que no se distinguía mucho de las demás criaturas de su edad era en el característico “olor a bebé” que exhalaba con profusión, a pesar de la abundante agua de Colonia con que empapaban sus pañales.

Desde los ocho años hasta los dieciséis, Renatito fue al colegio de Jesuitas de La Flèche, donde aprendió muchas matemáticas, las que lo entusiasmaron tanto que, cuando se trasladó a París, en 1612, para dar Bachillerato en Matemáticas, pasaron muchas semanas antes de que se decidiera a asistir a algún teatro frívolo a deleitarse con el gracioso striptease parisiense.

En aquellos días murió el padre de Descartes, y éste heredó sus bienes. Su modesta mesada de antes se transformó en una renta respetable. De pronto, los conocidos de Descartes descubrieron que era muy simpático, y las niñas decían de él: “Buen mozo no es, pero tiene un no‐sé‐qué”. Lo frecuentaban, lo invitaban, lo asediaban. Pero el joven proyecto de filósofo abominaba de la vida social, y prefería el sencillo placer de entregarse lánguidamente a la meditación.

Como los amigos insistían demasiado en salir con él a recorrer los lugares más placenteros de París, Renato se alistó en el ejército de Holanda, que era un país muy pacífico, cuyos militares podían entregarse por entero a sus pasatiempos favoritos. De aquellos militares surgieron notables ajedrecistas, poetas y pintores. El casino de oficiales de cada regimiento holandés era una tertulia literaria. Los dormitorios de los soldados mostraban en sus muros las obras de los militares‐artistas. Y en los enormes patios de los cuarteles, los conscriptos alternaban su aprendizaje del manejo de las armas con el estudio de la métrica, la retórica, la música y la preparación de telas, pinceles y óleos.
Una sola nube obscurecía el firmamento.
El toque de Diana.

Diana, la cocinera del regimiento, le tocaba suavemente el hombro todos los días a las 5 A. M., para despertarlo con el fin de que se tomara el apetitoso desayuno que le llevaba. El humeante café y las olorosas tostadas no lograron convencer a Descartes de lo placentero de tal despertar.
Decidió retirarse del ejército. Como tenía tres años de servicios y siete de abono, consiguió que lo llamaran a retiro y jubiló con diez treintavos del sueldo.

En esa época, Francia y Holanda se turnaban en materia de conflictos bélicos. Cuando una de esas naciones terminaba una guerra, la empezaba la otra, y así les daban gusto a los militares de profesión, que tan pronto peleaban en un país como en el otro, y satisfacían al mismo tiempo el afán meditativo de Descartes, el que viajaba constantemente entre Ámsterdam y París, pero no en busca de batallas, sino huyendo de ellas. Sólo la paz permitía a Descartes meditar, intensamente.

Poco a poco, las meditaciones de Descartes comenzaron a dar fruto: un libro titulado “El mundo”, un volumen de “Ensayos filosóficos” y una niñita que era su vivo retrato. tantes, era imposible llevarse bien con todo el mundo. A los que escribían ideas protestantes los perseguían los católicos; a los que escribían ideas católicas los perseguían los protestantes, y al que escribía obras científicas lo perseguían ambos, aunque es de justicia aclarar que no lo quemaban ambos, sino los que lo atrapaban primero.

A Descartes, que era católico —aunque sentía simpatías por los científicos Galileo y Harvey, lo que entonces era pecado mortal—, los protestantes lo acusaban de ateísmo, delito entonces castigado con la muerte, y, aunque logró salvarse de la hoguera, las universidades y editoriales le cerraron sus puertas, y se impartieron instrucciones a los profesores de filosofía en el sentido de que en sus clases no mencionaran las obras de Descartes y ni siquiera su nombre. Y si algún alumno preguntaba por él, el profesor se apresuraba a decir:

—¿Descartes? ¡Ah, sí, un charlatán!
Aunque algo atemorizado por la conspiración de silencio, Descartes siguió escribiendo, y publicó su “Método del discurso”, que, junto con ser su obra cumbre, es el mejor tratado de oratoria escrito hasta la fecha. En ella aconseja seguir el método de un cogito amigo suyo, llamado Ergo Sum.
El cogito Ergo Sum, antes de decir un discurso, dudaba de todo lo que iba a decir, de manera que incluía en su pieza oratoria solamente aquello que estimaba indudable.

Aunque el método señalado es del cogito, como lo señala el propio Descartes, se le atribuyó a éste, y ha pasado a la Historia con el nombre de “duda cartesiana” o “duda metódica”, aunque algunos, con mayor propiedad, lo llaman “método del cogito”.

Un buen día Descartes le regaló un ejemplar de su libro a su amigo Chanut, que era embajador de Francia en Suecia. Este le pasó el libro a la reina Cristina de Suecia, y ella, que era a la vez culta, inteligente, romántica y apasionada, a pesar de sus ciento veinte kilos de peso, quiso que Descartes le diera clases de filosofía, y como era muy ejecutiva, mandó un buque de guerra en busca de Renato.

Renato no pudo resistir tanta amabilidad, y se embarcó rumbo a Estocolmo. Allá se encontró con una desagradable sorpresa: la reina sólo tenía tiempo para tomar las clases a las cinco de la mañana.
—Majestad —dijo el filósofo—, yo siempre me levanto al mediodía. —Flojín, picarón —repuso sonriente la reina—; levantaos temprano y seréis siempre sano. No hay nada más saludable que madrugar, sobre todo en Suecia, que tiene un clima ideal. La temperatura jamás baja de cuarenta grados bajo cero.
Un francés jamás discute con una mujer, y menos si ésta es una reina, así es que Descartes se miró la punta de sus zapatos y soportó su destino.

En febrero de 1650, durante uno de los inviernos más crudos que ha soportado Suecia, y tras sólo quince días de haber iniciado las clases matutinas a la reina, Remato Descartes dejó de existir, víctima del encantador clima de Suecia.


TOMÁS HOBBES


ESTE filósofo era hijo de un vicario pendenciero que perdió su cargo por darle una pateadura a otro vicario. Lo más grave fue que la pateadura se la dio en una parte en que no se debe patear, pues es sagrada. En efecto, lo pateó en la puerta de la iglesia.
Europa estaba entonces en plena efervescencia por las luchas religiosas. A Hobbes le disgustaba profundamente esa situación, pues le, recordaba la riña que protagonizó su padre por motivos teológicos.
Después del match de su padre, y por el cual quedó cesante, el joven Hobbes tuvo que ir a vivir con un tío suyo de regular fortuna, al que apodaban indistinta‐mente “El Traje de Torero”, “El Tapa de Submarino” o “El Nudo de Columpio”*, por razones obvias.

Las riñas religiosas, que se sucedían sin interrupción, hacían muy infeliz a Hobbes, que detestaba la violencia. Esta situación le sugirió al pensador la necesidad de que existiera una autoridad fuerte, que impidiera toda lucha interna, reli‐giosa o no.
Esta idea se desarrolló en el cerebro de Hobbes tan rápidamente como un bebé bien alimentado, y al cabo de algún tiempo se convirtió en un libro: “Leviatán”. Esta obra fue durante algún tiempo el best seller de Londres y de toda la Isla, pero no porque a la gente le gustara, sino, al contrario, porque escandalizó a todo el mundo con sus ideas materialistas, deterministas, antirreligiosas y totalitarias.

El comentario general del público al terminar de leer “Leviatán” era, casualmente, el mismo:
—¡Qué bestia! Sin embargo, los lectores estaban equivocados. Hobbes no era un hombre rudo y violento, como ellos creían, sino un hombre tranquilo, amante de la paz y del orden y tímido como un conejo. Después de publicar un libro, se escondía don‐de nadie lo pudiera encontrar para felicitarlo. En 1640 publicó un libro, y para evitar que lo premiaran con una temporada gratis en la Torre de Londres, huyó de Inglaterra a Francia. Y cuando en 1651 publicó “Leviatán”, abandonó rápidamente Francia, para evitar que le otorgaran el Premio Literario de la Municipalidad de París, que consistía en unas largas vacaciones pagadas en el Hotel “La Bastilla”.

La opinión de Hobbes sobre la religión solía disgustar a los creyentes. El capítulo de “Leviatán” dedicado a la Iglesia Católica es tan elocuente que la autoridad eclesiástica incluyó la obra en el Cuadro de Honor del Índice de Libros de Lectura Prohibida.



SIR FRANCIS BACON


BACON nació en un ambiente distinguido, entre lores y ladies and gentlemen, de manera que apenas pasó la primera infancia —en que los modales son muy democráticos— comenzó a caminar, hablar y gesticular como un lord.

El que nace entre los poderosos no puede evitar las distinciones, por tarado que sea, y, como Bacon no tenía un pelo de tonto, a los veinticinco años ya era miembro del Parlamento. Después ascendió al cargo de Guardasellos del Rey, queera filatélico, y posteriormente alcanzó el grado máximo de su carrera —Lord Canciller—, del que lo echaron por prevaricador y coimero. Cosas así ocurren hasta en las mejores familias.
Como no pudo continuar su carrera política, Bacon decidió buscar otra actividad que, como la anterior, le permitiera vivir sin trabajar. Así, pues, se dedicó a la filosofía y a la investigación científica. En filosofía se destacó como fundador del moderno método inductivo o experimental.

Dediquemos dos palabras a explicar en qué consiste.
Hay en filosofía dos importantes métodos el deductivo y el inductivo. El primero va de lo general a lo particular. Es el que aplica Sherlock Holmes, quien, al ver que su cliente tiene tierra en los zapatos, formula mentalmente este silogismo:
“Toda la gente que camina por el parque se llena de tierra los zapatos.
“Este hombre tiene los zapatos con tierra.
“Luego, este hombre caminó por el parque”.
Entonces da una pitada a su pipa, y dice, ante el asombro del ingenuo Dr. Watson:
—¡Hum, deduzco que usted vive al otro lado del parque, y que ha venido a mi oficina caminando!

El método inductivo o experimental, en cambio, va de lo particular a lo general. Bacon no hacía “deducciones”, como Holmes, sino “inducciones”. Así, por ejemplo, después de innumerables “experiencias”, consistentes en caminar por el parque con los zapatos recién lustrados, comprobó que, de cada cien veces que realizaba este “experimento” (así lo llamaba él), cien veces terminaba con los zapatos inmundos. De estos casos particulares infería una ley de validez general, que formulaba así “Toda la gente que camina por el parque se ensucia los zapatos”. Después de este genial descubrimiento se sentía autorizado para decir con tono profético a quienes veía caminando por el parque:

—¡Hum, induzco que usted se va a llenar de tierra los zapatos!
Este sencillo ejemplo explica por qué no tuvieron éxito los cuentos policiales que escribió Bacon.

Como científico, el pobre Bacon fue menos afortunado qué como filósofo, aunque hay que reconocerle un gran mérito: no inventó el refrigerador, pero estuvo a punto. Pensaba, acertadamente, que el frío impide la putrefacción, y para demostrarlo, sacó un pollo de la olla y lo llenó de nieve. Para esto tuvo que salir de la cocina al patio mientras nevaba. Allí estuvo algunos minutos recogiendo nieve e introduciéndole en el pollo por las orejas o por alguna otra parte—, hasta que el pollo estuvo a un pelo de reventar. Después estornudó, entró a la casa, volvió a estornudar, sintió un escalofrío, le subió la fiebre, se acostó, se tomó un vaso de chicha con naranja y dijo:

—¡Mañana estaré bien!
A los funerales asistió la flor y nata de la aristocracia inglesa.
¿Y el pollo con nieve?

En la confusión se olvidaron de él, y tuvieron que pasar doscientos años más para que alguien con mejor salud inventara el refrigerador.

TOMÁS MORO

NACIÓ en Inglaterra en 1478, de padres tan distraídos, que olvidaron bautizarlo. Por eso las vecinas del barrio, cuando veían pasar a Tomasito, comentaban:
—¡Pobrecito el niñito! ¡Tan bonito, y pensar que está “moro”!
Desde entonces lo llamaron Tomás el Moro, o, simplemente, Tomás Moro.
Después que aprobó el Bachillerato, ingresó a la Universidad de Oxford, donde, no satisfecho con las enseñanzas que recibía, decidió estudiar griego por su cuenta. Pero, como en esa época era muy mal visto que un joven inglés estudiara griego —lengua que hablaban los detestables ortodoxos—, lo pusieron de patitas en la calle.
La expulsión desorientó a Moro, y durante algún tiempo no supo qué hacer, hasta que decidió seguir la profesión de su padre, que era abogado; pero éste se opuso:
—Prefiero que seas una persona honrada —le dijo.

Pero Tomás ya había tomado su decisión. Entró a una universidad donde no conocían su afición al griego y estudió con Ahínco y otros compañeros de curso, hasta que sacó su cartón de rábula.
Como era empeñoso, Moro se destacó rápidamente, y para surgir con mayor celeridad aún, ingresó a un partido político de centro, pues éstos siempre o casi siempre están en el gobierno. Cuando cumplió veintisiete años, ya era miembro del Parlamento. Desde allí se dedicó a hacer oposición al rey Enrique VII, a ver si éste, para silenciarlo, le daba un ministerio, pero el monarca, que era muy ejecutivo, prefirió encerrarlo en un calabozo.

En 1509 murió Enrique VII y le sucedió Enrique VIII. Moro se dijo entonces: “¡A rey muerto, rey puesto!”
Le escribió al rey una carta en que le decía lo siguiente:
Amado monarca: ardo en deseos de colaborar con vos en vuestro reinado, y he aquí que mis deseos se estrellan contra los muros de granito entre los cuales me encuentro, debido alas malvadas intrigas de ciertos rufianes que me malquistaron con vuestro augusto padre. (¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!) De vos depende liberarme para poner a vuestro servicio mi conocimiento de las leyes y de las humanas debilidades. Y, si vos no deseáis emplearme en esa forma, sabed que mi saliva contiene un poderoso detergente que dejará vuestras medias más blancas.
Beso a V. M. los pies.
TOMMY.
Enrique VIII le contestó su carta con otra, en que le comunicó que había dado orden de ponerlo en libertad inmediatamente, y en que, además, le decía que desde ya lo consideraba un buen amigo, y que, por lo tanto, podía suprimir el tratamiento de “Vuestra Majestad” que había empleado en su carta. Y terminaba diciendo: “Llámeme VIII no más”.

En poco tiempo, con su gran habilidad para estar siempre a los pies del rey, Moro llegó a ser uno de los favoritos de éste. Pero pronto surgieron dificultades, pues Enrique VIII era un gordito muy pícaro y picado de la araña, mientras que Moro era un católico observante y enemigo del divorcio.

Después de ocupar los más altos cargos, Tomás se alejó de la corte molesto porque Enrique VIII estaba de novio con Ana Bolena. Más tarde desairó al rey al no asistir al matrimonio de éste, pese a que recibió un parte en que la Reina Madre invitaba “a Sir Tomás Moro y señora al matrimonio de su hijo Enrique con la señorita Ana Bolena, que se realizará en la Capilla del Palacio Real. Tiene igualmente el agrado de invitar a usted y señora a un vino de honor que se servirá posteriormente en la Sala del Trono.
Tomás Moro se limitó a enviar su regalo dos adornos de madera tallada, con un paisaje y una leyenda. En uno se leía: “Bienvenidos los que llegan a esta casa”; y en el otro: “La casa es chica, pero el chuico es grande”.
Después de eso las cosas se precipitaron.
Enrique VIII se disgustó con el Papa, y exigió al Parlamento que declarara la independencia religiosa de Inglaterra. Moro frunció el ceño, expresando así involuntariamente su desaprobación, y el rey, que había captado el gesto, se acercó a Moro y le preguntó:
—Sabéis qué le dijo el fósforo a la cajita?
—No, Majestad —repuso Moro—. ¿Qué le dijo?
—Le dijo “Por vos perdí la cabeza” —sentenció el rey, y dirigió una mirada de inteligencia a sus guardias.
—En la madrugada siguiente, al despuntar el alba, Moro fue decapitado.
A lo lejos se escuchaban los gritos del pueblo, que celebraba jubiloso la Declaración de la Independencia Religiosa de Inglaterra.
Antes de que el hacha del verdugo le suprimiera las preocupaciones, Tomás Moro alcanzó a escuchar el clamor que llegaba de lejos:
—¡Londres sí, Roma no!... ¡Londres sí, Roma no!... ¡Londres sí, Roma no!
* * *
La obra fundamental de Moro es la famosa “Utopía”, una especie de novela de cienciaficción, en que imagina una isla perdida en los mares del sur, en que toda la gente vive feliz, porque reina la igualdad más absoluta. En la isla hay medio ciento de ciudades todas iguales, con calles iguales, casas iguales y gentes vestidas en la misma forma.

Las únicas diferencias que se mantienen en Utopía son las que Dios ha dispuesto que existan entre el hombre y la mujer, (Vive la petite différence!) y entre los amos y los esclavos

.

Algunas ideas del libro de Moro son novedosas y originales, como la de eliminar en los hombres la sed de oro haciendo con este metal bacinicas y otros objetos prosaicos. Otras ideas, en cambio, no son tan originales y novedosas, como, por ejemplo, su proposición de que los novios se vean desnudos antes de casarse.

ERASMO DE RÓTTERDAM


ERASMO era hijo ilegítimo de un cura, lo que en esos días no tenía nada de particular.
Cuando murió su padre, lo único que heredó Erasmo fue la sotana, y, para aprovecharla, también se hizo cura. Una vez adquirido el nuevo estado, y después de convivir un tiempo con otros clérigos, comprendió que había actuado precipitadamente, pero, ¡qué diablos!, ya estaba metido en el asunto y no podía echar pie atrás. Lo único que podía hacer a esa altura era ejercer su derecho a pataleo. Tomó, pues, la pluma y escribió un libro titulado “El elogio de la locura”, en el que dejó al clero como chaleco de mono.

Dice Erasmo en su libro que “los sacerdotes tienen de común con los laicos que sobre la cosecha de dinero tienen los ojos abiertos y no perdonan a nadie lo que les deben”, y agrega que sus colegas “suelen olvidar sus votos de pobreza y viven espléndidamente”.

Es difícil comprender a Erasmo, pues el ambiente en que él vivió es muy diferente del nuestro, sobre todo en lo que se refiere al clero. En otros aspectos, en cambio, la época de Erasmo es similar a la actual. Nuestro mundo está dividido entre proyanquis y prorrusos, y el mundo de Erasmo estaba dividido entre los partidarios del Papa y los de Lutero.

La lucha entre beatos y canutos era fiera. Unos a otros se cortaban la lengua, las manos, la cabeza; se ahorcaban, se quemaban vivos, se hervían en aceite, se obligaban a ir al dentista y se provocaban mil torturas y suplicios crueles. Eso de “amar a los enemigos” estaba muy lejos del espíritu de los cristianos.

Erasmo amaba la paz, amaba a sus semejantes y amaba su propio pellejo, así es que durante todo el tiempo que pudo se abstuvo de definir su posición, y tuvo una actitud conciliadora, destacando lo bueno de cada bando, y criticando lo malo.

Primero destacó lo bueno del protestantismo “En el corazón de Lutero —dijo— brillan chispas de la verdadera doctrina evangélica, pero los teólogos, que no lo comprenden, que a menudo no lo han leído, lo denuncian al pueblo con las palabras herejía, heresiarca, cisma y anticristo.

Cuando escribió esto, hubo comentarios de Lutero y de los teólogos. Lutero dij—¿Cuál es el rincón de la Tierra en que el nombre de Erasmo sea desconocido? ¿Quién no saluda en él a su maestro?
Y los teólogos dijeron:
—Erasmo es un asno, un estúpido, un zopenco, un bodoque y una bestia.
Algunos años más tarde, Erasmo publicó un libro en que señaló algunos puntos en que discrepaba de Lutero, y otros en los que no estaba de acuerdo con los católicos, e hizo la siguiente proposición:

“Representantes de católicos y, de protestantes debieran reunirse en un concilio ecuménico, no haciendo caso más que de los libros santos, sin preocuparse de lo que los hombres, en los siglos siguientes, les han agregado. Parece imposible que con buena voluntad no lograran entenderse”.

¿Cómo reaccionaron unos y otros?
Lutero dijo:
—Erasmo de Rótterdam es el malvado más grande que ha existido jamás sobre la tierra.
Y los teólogos dijeron:

—Erasmo es un asno, un estúpido, un zopenco, un bodoque y una bestia.