23 jun 2016

La Paz y Kant

En La Paz Perpetua[1], Kant sistematiza un ideario programático para alcanzar una paz permanente entre los Estados.
Como la paz no es el estado natural del hombre, “el estado de paz entre hombres que viven juntos no es natural”, debe, en consecuencia, ser instaurada por el propio hombre. Esta construcción de la paz gira en torno a una base jurídico-política consistente en la creación de una federación de Estados con constitución republicana como proyecto político para la paz en Europa, bajo la premisa de que “no debe haber guerra”.
Para Kant, la paz es un imperativo de la razón, un deber que excluye el estado de guerra, que “es un mal inaceptable”. Los individuos por medio del Estado se obligan a superar el estado de la naturaleza que les retiene en la violencia. Por eso entiende que es procedente la creación de una federación de Estados que tenga el compromiso de conservar una paz de ámbito universal. Dado que en el estado natural  la paz ha de considerarse inexistente, sólo cuando se hace un deber moral a través de la razón puede superarse el estado de guerra permanente y garantizar su existencia.
II
Kant parte de que hay que adoptar como máxima finalista de la acción racional la consecución de una coexistencia pacífica entre los individuos y entre los Estados. Así pues, el hombre ha de comportarse como si pudiera alcanzar o hubiera conseguido ya un estado de paz perpetua, “que es ciertamente inalcanzable”. El ciudadano debe actuar como legislador cívico, tomando parte de una dirección pacífica de la sociedad a la que pertenece, dado que el mismo logro de la paz queda formulado como un deber moral.
La paz en Kant se construye si se cumplen, en primer lugar, unas condiciones necesarias (sección primera, artículos preliminares), las cuales incluyen un tratado de no agresión mutua para evitar posibles interferencias sobre asuntos internos de otro Estado, el desmantelamiento de los ejércitos profesionales, la renuncia al derecho de hacer la guerra en el futuro, así como también la prohibición de la adquisición de Estados y el desistimiento a la dominación económica de terceros países.
Además, Kant establece en los artículos de paz definitivos (sección segunda), unas reglas para los Estados en orden a conseguir la paz perpetua. Estos artículos indican que el Estado debe cumplir con el requisito formal de constitución republicana.
Esta condición de orden constitucional supone la división y no concentración de los poderes, la idea de una unión federativa (República Universal) y la creación de un derecho cosmopolita por el cual los individuos se conviertan en ciudadanos del mundo, un derecho “que debe limitarse a las condiciones de la hospitalidad universal”.
III
Asimismo, el autor detalla otras ideas secundarias estructuradas en los apartados posteriores de este célebre opúsculo. En el suplemento primero, Kant se refiere a la garantía de la paz perpetua y en el apéndice I y II, Kant estudia la relación entre la política y la moral. Ambas disciplinas no pueden estar escindidas porque esto conduciría al hombre hacia el caos. La moral, al buscar siempre la paz por medio de la conducta, se hace imprescindible para el buen gobierno ya que posibilita la modificación de aquello que no sea acorde a la constitución política de un Estado.
Para Kant, la moral y la política están vinculadas por la ética, “concepto trascendental del derecho público”, que permite al gobierno guiar al Estado con la dirección de una moral pública limitadora de excesos.
IV
En el ensayo sobre La paz Perpetua, brevemente sintetizado en los apartados anteriores, Kant niega que la razón humana pueda trascender y alcanzar la paz perpetua que es “irrealizable como realidad en sí”, si no es desde el plano de la moral.
La paz se convierte en un deber para los individuos en el marco de un Estado cuyo objetivo es preservarla en lo subjetivo. Por tanto, Kant centra su atención en lo puramente subjetivo. Esto se conecta con el sistema que el autor propone en este ensayo para la construcción de la paz perpetua. La razón humana, a través de sus categorías, tiene capacidad para concebir los objetos, sobre cuyos fenómenos puede la categoría actuar. Kant se dedica en esta obra a establecer una serie de principios (en artículos, apéndices y suplementos) con carácter de universalidad.
Por consiguiente, la paz queda vinculada con el conocimiento de la experiencia que no es universal. Se identifica así esta idea con la razón práctica, que es la que formula imperativos a priori, como es el logro de la paz perpetua, que es ley individual que en el ámbito social se aplica como ley general.
De la arquitectura de esta paz perpetua se extrae que para Kant el individuo ha de convertir en ley universal su moral personal, pues al pensar la paz, ésta queda convertida en deber para con todos. Aquí nos surgen ciertos puntos que merecen nuestra atención.
V
El deseo legítimo de paz  entra en confusión con una paz legal de alcance universal como queda concebida por Kant. Lo que su vez genera no pocos problemas de materialización en clave política, pues el deseo de uno no tiene alcance más allá de su mente. La normativa de paz universal se formula ad extracomo deber, y si hay deber también existen derechos de paz para la contraparte, que podría invocarlos en un eventual litigio.
Este aspecto puede examinarse desde la idea del perfeccionamiento o culminación, muy constante en este texto. Un perfeccionamiento de la vida y del Universo a modo de kátharsis que el ser humano espera alcanzar transformando su pecaminosa realidad. En este sentido, la Paz Perpetua de Kant es un adelanto de lo que vendría después con la ciencia política moderna y sus ideologías de base gnóstica, tal como pone de relieve Eric Voegelin en su magnífico ensayo La Nueva Ciencia de la Política.[2]
La operación política objeto de proposición filosófica parece consistir en acelerar el perfeccionamiento del hombre y de la sociedad a través de unos logros sucesivos (políticos, económicos y científicos). En definitiva, que unas disposiciones legales guíen a la moral en la apertura del único y auténtico camino para la perfección salvífica (entiéndase en sentido racional).
De esta forma, algunos filósofos, científicos sociales y políticos, sucesores del idealismo kantiano y hegeliano, creyeron descubrir que la Creación era originariamente errónea y que en consecuencia había que rectificarla. Lo externo debía amoldarse a lo interno, para lo cual concentraron todas sus fuerzas en reconducir el rumbo torcido de un Universo cuya evolución no concordaba con los dictados de sus productos racionales. Entonces, en materia política, la razón dejó de abrirse a la realidad para ajustarse a ella y se optó por la vía inversa: cuadrar la realidad a los dictados de la razón. Los totalitarismos universalistas dan fe de ello. Su fracaso histórico debería servirnos como advertencia.
VI
La ruptura de la concepción tradicional clásica y cristiana del hombre y de la sociedad fundamentó el éxodo de aquel estado de naturaleza imaginario y defectuoso con destino a las tierras prometidas de la Libertad bajo la tutela de los Patriarcas de la Modernidad. Entonces, en sentido contrario que la concepción aristotélica, el hombre dejó de ser social y político por naturaleza[3]. Lo siguiente fue la fundación teórica de un nuevo mundo civil con aspiración cosmopolita por vía de conflicto entre la naturaleza y la razón, resuelto a favor del dominio de la primera por la segunda.
Este razonamiento, promulgado con variantes de diversa índole, tanto a nivel subjetivo o moralizante como a nivel internacional o geoestratégico, pretende superar esa supuesta imperfección natural transitoria del hombre y del Universo a través de la coartada del perfeccionamiento progresivo y progresista. Lo que termina por traducirse en políticas intervencionistas de corte revolucionario y gnóstico, en donde la comunicación, los modelos sociales, el papel de la Economía y del Estado se convierten en peligrosas armas, como se refiere Javier Benegas en su obra Sociedad Terminal[4].
VII
Kant fue pionero en defender que hay unos derechos individuales que son propios e innatos de cada ser humano. Del mismo modo sucede con los Estados, sujetos de derechos en el orden internacional, como sumatorio de individuos que pasan del estado de naturaleza al estado civil.
La clave radica en el respeto a esos derechos de los demás y en esperar esto mismo de los otros, de modo que mediante ésta expectativa de deberes pueda resultar una paz, como bien jurídico objeto de protección legal, en virtud de una obligación contractual recíproca, exigible y perpetua. El derecho, de esta forma, se instrumentaliza como mera herramienta positiva de ordenación y conformación social, previo despojo de su significación tradicional, grecolatina y judeocristiana, referida a la justicia y a lo justo.
Sucede de igual modo a nivel puramente humano, donde de acuerdo a la “diosa” razón, la paz se exige como imperativo perpetuo. Así, por vía de decantación, el derecho opera como ley exterior y la moral como ley interior. Ésta última procura que el hombre rebaje sus instintos no pacíficos y se obligue a someterse a la ley universal de la paz[5].
A mi juicio esta idea puede entrañar una concatenación contradictoria. Por un lado, Kant aboga por una única ley, pero por otro lado defiende la autodeterminación racional. Sin embargo, el hecho de que todos permanezcan, en todo y a la vez, regulados bajo una misma ley, lo es por razón de justicia, que exige que todo se rija por una misma legislación y todos se sometan a una misma jurisdicción.
La cuestión problemática de la autodeterminación, en tanto que soberanía y autonomía subjetiva, es que puede derivar en pluralidad de leyes, a menudo contrapuestas entre sí y conducentes al conflicto. Es difícil sostener el universalismo pacifista como legislación común y  única, al mismo tiempo que cabe para sí y para los demás partícipes de la comunidad universal la autodeterminación racional como afirmación del sujeto o del pueblo, y por ende la posibilidad de su exclusión voluntaria y soberana de dicho sistema.
VIII
El programa de Kant para la paz perpetua también altera la noción del Derecho de Gentes. Éste presupone la existencia de Estados independientes que formalizan alianzas puntuales pero en ningún caso contempla su fusión definitiva en un organismo mundial que los controle hasta la disolución total del conjunto en una República Cosmopolita.
Lo descrito por Kant en este opúsculo recuerda a grandes rasgos el proceso de integración y construcción de la Unión Europea. El proyecto europeo aspira a la instauración de un Estado Europeo que se va perfeccionándose por etapas progresivas bajo condición de paz perpetua.
Jean Monnet concebía una Comunidad en movimiento, “que no tiene fin en ella misma”. Un proceso de transformación continua, “la Comunidad misma es sólo una etapa hacia las formas de organización del mundo de mañana”, bajo unas normas e instituciones comunes para mantener el control de su destino[6]. En efecto, desde el Tratado CECA, se ha fomentado la paz porque era bueno para la economía (como queda reflejado en el Discurso de Schumann de 1950). Si se garantiza esta estabilidad pacífica no es por razón de justicia sino del más estricto utilitarismo, ya que esa paz resulta más rentable y eficiente que una prolongada y deficitaria carrera armamentística entre los Estados europeos y los inherentes riesgos destructivos que eso conllevaría.[7]
Por lo anterior, queda claro en palabras de sus protagonistas políticos, que después de terminar la Segunda Guerra Mundial interesaba apostar por una paz europea y no por una exhaustiva prolongación de la contienda en el continente, a pesar de que hubo ciertos amagos y tentaciones durante la Guerra Fría[8]. El mismo interés por la paz puede observarse en Kant dos siglos antes en el contexto de la Guerra de los Treinta Años.
IX
El dilema planteado consiste en si para prevenir la guerra, hay que luchar por la paz o si quién deseara la paz debería estar preparado para la guerra, tal como reza la máxima latina “si vis pacem, para bellum”[9].
Precisamente por esta razón, Kant propone un sistema moral y legal difícilmente asumible. Los postulados de su paz, al formularse como deber, pueden reputarse faltos de realidad y de moralidad. A propósito de esto  afirma Rhonheimer que, “la ética kantiana no es una ética de virtudes. Y al ser una pura ética del deber, de imperativos de la razón, de la doma de una naturaleza malvada y egoísta mediante la razón, parece que deja fuera necesariamente la esencia de la moralidad[10].
Kant apela por una necesaria regulación internacional de las relaciones entre los Estados, que “abarcaría finalmente a todos los pueblos de la tierra”. Dicha aspiración kantiana contrasta una vez más con los datos de la realidad, cuya estructura ya  observamos en el funcionamiento de Naciones Unidas.
La ONU representa la supuesta unión global y cosmopolita de todas  las naciones. Sin embargo, en la práctica se trata de una institución muy mejorable, en particular su Consejo de Seguridad, cuya estructura hace incapaz de llevar a los tribunales a los gobernantes que violan los derechos fundamentales, declarados universalmente en 1948 como “ideal común” (según expone el mismo Preámbulo de la Declaración), y sin efectos vinculantes. A una casi interminable lista de despropósitos de esta organización internacional habría que añadir el hecho de que en su Asamblea General estén representados países que no cumplen el requisito de ser Estado de Derecho, así como los numerosos casos de corruptelas que han ocurrido en el seno de su laberíntico entramado de organismos mafiosos que operan internacionalmente con la excusa de la paz mundial.
X
Es evidente que la paz concebida según Kant contrasta con la paz bíblica. Las  palabras a este respecto del Cardenal Renato Raffaele Martino, presidente del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz sobre la distinción entre pacíficos, pacifistas y pacificadores, cobran especial relevancia a modo de reflexión final. Para este autor “la paz nunca será sólo fruto de funcionamientos estructurales o de mecanismos jurídicos y políticos. Una paz “impersonal”, fruto de lógicas independientes de la persona, es una contradicción en los términos[11].
Lo fundamental que hace notar el Cardenal Martino es el significado de paz como patrimonio de la persona, como una cualidad ética y espiritual propia, que hace que el pacífico sea “el hombre, cada persona capaz, por don de Dios y por virtud propia, de vivir una relación no conflictiva consigo mismo y con los demás”. En cambio, el pacifista es “quien se moviliza por la paz y hace de ella un proyecto social y político…el pacifismo no se contenta con testimoniar, quiere convencer, adquirir consenso, traducirse en propuesta vencedora y, por lo tanto, también de poder…que se puede transformar en una ideología, maniquea en sus juicios y hasta intolerante. Insensible a la complejidad de las situaciones”. Esto desemboca en una paz abstracta, globalizada e impersonal. Una paz reducida a ideal tras la cual todo queda en nada.
En sentido antitético a lo visto en Kant, se abre la luz del Evangelio con el pasaje de Juan 14, 27, “os dejo la paz, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo”, pues tal como escribía San Agustín, “tener la paz significa amar[12], la paz se presenta como Amor y amar no es un deber moral sino la virtud de dar los bienes que se reciben de Dios. En consecuencia, uno de los resultados de amar es la paz. Una paz que sólo en la consumación del Reino prometido será perpetua.
XI
Lo que Kant propone es aislar una razón práctica de toda inclinación afectiva y con ello garantizar un edificio alternativo para posibilitar cierto criterio con el cual poder determinar el bien. El deber moral prescinde de toda inclinación amistosa y amorosa, pues en Kant hay deber puro cuando lo racional y la inclinación sigan direcciones divergentes.
Los mandamiento nuevos de Cristo, “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39) y “que os améis los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13,34)”, serían desde la óptica kantiana un deber y solo eso, pues el amor se entiende como sentimiento incapaz de ser motor de un acto moralmente bueno. Se prescinde a sabiendas de la experiencia de la fe, olvidando con ello que hay una dimensión en el desarrollo del encuentro personal entre Dios y el hombre en el que el Padre se revela a sus hijos a lo largo de la historia, dándole signos de su amor. Por eso, el amor no puede ser considerado únicamente como un sentimiento, como se refiere Benedicto XVI en su Encíclica Deus caritas est[13].
Precisamente, porque el amor no es solo un sentimiento, es factible su realización como mandato, pues siempre el amor de Dios es primero, por eso el hombre puede corresponder también con el amor, y es un deber porque considera racionalmente que amar al prójimo y a Dios es bueno, y por eso lo juzga como un deber, no a la inversa, como propone Kant.
Por último, en el esquema Kant se hace preciso reducir a Dios a mero postulado, dado que la idea de Dios es hecha por el hombre mismo para servir como resorte en su comportamiento. Al establecer una comparación entre este planteamiento respecto a una ética de virtudes, es evidente que en esta última no se necesita reducir a Dios a un postulado: el objeto de la razón moral no mutila la afectividad sino que la forma, impulsando al alma y al cuerpo a lo mejor, que es el encuentro con Dios.
De ahí que quien proponga una ética de virtudes afirmará que lo que mueve al hombre a actuar es el bien intrínseco: el hombre actúa movido por el hábito y la virtud (areté), y en particular, por la más alta de ellas, que es la caridad (agápe), que Santo Tomás de Aquino definió como verdadera e incondicional amistad.
XII
Conclusión: La auténtica paz humana es la que nos sitúa ante una nueva y transformadora perspectiva, una ética en la cual se asume el bien antes que el deber, puesto que el deber ha de asumirse si en verdad es bueno. Muy diferente, en definitiva, de la paz idealista elucubrada por Kant y formulada como imperativo categórico, o de la paz mundial fraudulenta de las ideologías y organismos universalistas. Ambas proposiciones son y serán falsas esperanzas.
La paz que reside en los hombres y pueblos como don en su ser, es la única real, posible y verdadera, porque nace y se sostiene en la libertad del Amor en unión con Dios.
 P.S.B.

[1] Emmanuel Kant. Sobre la Paz Perpetua (1795).Alianza Editorial, (Madrid, 2004).
[2] Eric Voegelin. La Nueva Ciencia de la Política. (Katz Editores, 2006).
[3] Zoon politikón (Libro I de la Política de Aristóteles).
[4] Javier Benegas. Sociedad Terminal (Editorial Rambla, 2008)
[5] En cierta manera, desde una óptica económica liberal esto mismo ya se ha demostrado inviable. Adam Smith, utilizando la metáfora de la mano invisible afirmó en la Teoría de los sentimientos morales (1759) que el egoísmo racional de cada individuo se reconduce hacia el bienestar general. Si en términos económicos esta autorregulación social ha devenido una impostura, con mayor razón en los términos morales en que se fundamentan. A mi juicio, la paz, al igual que la riqueza verdadera, no es el producto de unos deberes morales sino el fruto de las virtudes de quiénes conforman dicha comunidad política.
[6] http://www.jean-monnet.net, en el apartado, Discours de Jean Monnet (Extraits)
[7] Para más información, se recomienda leer el Resumen del Informe de Leo Tindemans, Primer Ministro de Bélgica, sobre la Unión Europea (Bruselas, 29 de diciembre de 1975).
[8] Teniendo en cuenta que el Crack del 29 fue uno de los detonantes directos que determinó la contienda mundial iniciada en 1939, no son pocas las voces que advierten que de la crisis financiera desatada en 2008 podría originarse un próximo conflicto bélico de dimensiones globales. Una Tercera Guerra Mundial con utilización de armamento de destrucción masiva (atómico o bacteriológico) que sirviera como válvula de escape a las tensiones económicas y demográficas que se viven actualmente. Esta hipótesis, nunca descartable, supondría una reactivación económica por aplicación de una acelerada política de industrialización bélica. Esta situación nos pondría automáticamente en un escenario en el cual la paz se dinamita por cuestiones racionales, y el deber de paz, aunque a priori loable, cedería ante imperativos superiores, como son la preservación de la vida y del Estado.
[9] Esta máxima, inexacta en su literalidad, es comúnmente atribuida al escritor romano Vegecio: “Igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum” (libro III, prefacio) de su obra Epitoma rei militaris (año 390).
[10] Martín Rhonheimer. La perspectiva de la moral. Fundamentos de la ética filosófica (Rialp, 2000, capítulo V “Estructuras de la racionalidad”, 2º parte: “Ciencia moral y conciencia”, punto c) “La obligación moral y su fundamentación teónoma”, pp. 325).
[12] Sermo 357, 15: De laude pacis, 2; PL, XXXIX, 1582
[13] “Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor”

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