Hegel decía que “todo lo que es real es racional, y todo lo que es racional es real”. La realidad, por tanto, estaría dictada por nuestra mente. Otros filósofos, como Platón, Descartes, Husserl, etc., también defendían que, en mayor o menor medida, existe una correlación entre nuestras ideas y la realidad. Y es un pensamiento que las ciencias (a fin de cuentas las ramas del saber que se interesan por el estudio concreto de la realidad, mientras que la filosofía buscaría una idea ‘global’) podrían estar demostrando: lo que vivimos está íntimamente ligado a lo que hay en nuestro cerebro, al menos en buena parte.
¿Qué significa esto? Que nuestros pensamientos podrían, verdaderamente, transformar la realidad. Que tendríamos el poder de reinventarla a partir de nosotros mismos. Cuando creemos que podemos hacer o conseguir algo, se crean las condiciones para que ese ‘algo’ se cumpla. Y a la inversa.
Se trata de un campo que se ha planteado desde diversos prismas: físicos, neurológicos, filosóficos, etc., y al que todavía le queda mucho recorrido, pero trataremos de dar aquí una idea aproximada de la misma desde sus diferentes vertientes y posibilidades.
La vía física
Los experimentos llevados a cabo por científicos con partículas elementales estarían llegando a una conclusión clara: la mente puede crear. O más bien, escoger entre diferentes opciones para formar la realidad. Parece establecerse que las micropartículas cambian de comportamiento dependiendo de la actitud del observador, pudiendo comportarse como una onda o como una partícula. Puesto que nosotros estamos compuestos por millones de átomos, nuestras expectativas y comportamientos influyen en las partículas de las que nos componemos. Nuestra realidad sería producto de las mismas.
El átomo es un compuesto de partículas (protones, neutrones y electrones) cuya estructura, como dato llamativo, recuerda poderosamente al universo (planetas girando alrededor de soles y electrones girando alrededor de núcleos). Lo que ahora se sabe es que la materia de la que se componen los átomos es prácticamente inexistente. Las partículas dentro de un átomo ocupan un lugar insignificante, siendo el resto ‘vacío’. Esto podría traducirse como que el átomo es mucho más maleable de lo que pensamos en realidad. No son ‘cosas’, sino ‘tendencias’, posibilidades. Y la física plantea una cuestión: entre esas diferentes posibilidades, ¿quién escoge? El observador. Nosotros.
Una de las teorías más famosas de la mecánica cuántica, la teoría de los universos paralelos (surgida en 1957), viene a decir que nuestra realidad es un número de ondas que conviven en un espacio-tiempo como diferentes posibilidades, de las cuales una se convierte en ‘la realidad’. La nuestra. Lo que vivimos.
Si tenemos en cuenta todo lo expuesto anteriormente sobre el funcionamiento de las partículas respecto al observador, sus similitudes físicas en el universo y la teoría cuántica de que existen múltiples universos disponibles como realidades, se plantea la teoría de que somos nosotros mismos los que decidimos nuestra realidad, del mismo modo que hacemos con las partículas/posibilidades que la componen. Nuestros pensamientos determinarían qué realidad, de entre todas las posibilidades disponibles, vivimos. Si la realidad es una enorme estación de radio con miles de frecuencias, nuestra consciencia es la que se encarga de sintonizar la emisora.
Eso ofrece un nuevo enfoque, cuya interpretación tiene consecuencias biológicas.
La vía biológica
Mantengamos el siguiente punto de vista: la base de toda nuestra realidad está en el punto de vista desde el que procesamos e interpretamos la información que recibimos de la misma. ¿De qué modo realizamos estas interpretaciones? Desde nuestras emociones y sentimientos. Y aquí entra en juego nuestro cerebro y los posibles resultados para nosotros y nuestra vida.
Cuando un sujeto ve algo, en el cerebro se activan una serie de regiones. Lo curioso es que si ese sujeto cierra los ojos e imagina ese mismo objeto... ¡las regiones que se activan son las mismas! Nuestro cerebro no diferencia lo que es real de lo que es imaginario, solo difiere en el nivel de intensidad. Los circuitos que se activan son los mismos ante una simple fantasía que ante la más cruda realidad, y esos circuitos son la base que usa el cerebro para generar una respuesta emocional.
La región que se encarga de generar dicha respuesta es el hipotálamo. Ahí se crean los péptidos, compuestos asociados que son los responsables de las reacciones de nuestro cuerpo a nuestros sentimientos. Simplificando un proceso mucho más complejo: ante una información externa, generaríamos una emoción; esta haría que se produzcan unos determinados péptidos y estos se descargarían desde nuestro cerebro hasta nuestras células a través de sus receptores.
Rutinas de pensamiento
¿Y qué tiene todo esto que ver con la creación de la realidad? Pues el hecho de que nuestras células tienen memoria y tal y como decía Aristóteles: “Toda virtud o defecto es un hábito de la experiencia”. Las células se acostumbran con el paso del tiempo a recibir unos determinados péptidos ante los diferentes factores externos y crean rutinas automáticas de pensamiento. Es decir, si vemos un ascensor y sentimos miedo por la posibilidad de quedarnos encerrados, nuestro cerebro, ante ese miedo, descarga en nuestro cuerpo la respuesta física adecuada contra una amenaza: aumento de la temperatura corporal, respiración acelerada, aumento del ritmo cardíaco, etc. Nuestro cuerpo no sabe si ese miedo es real o infundado, pero eso no importa, su objetivo es mantenernos vivos. Así, si cada vez que vemos un ascensor sentimos pánico, la respuesta de nuestro cuerpo terminará por ser automática: ascensor-miedo-respuesta defensiva. Estos hábitos de pensamiento con respuesta asociada son, ni más ni menos, que lo que llamamos ‘personalidad’.
A donde queremos llegar con todo esto es a que, si pensamos que somos unos perdedores, unos tímidos patológicos castrados socialmente, unos pusilánimes incapaces de terminar o empezar nada, lo más probable es que eso sea el resultado de hábitos de pensamiento y actuación arrastrados durante muchos años que, cuanto más sigamos repitiendo, seguirán construyendo ese tipo de personalidad, porque es la que estamos alimentando una y otra vez en un bucle continuo de emoción-respuesta-emoción-respuesta. Ad infinitum. Y como hemos visto en el apartado anterior sobre la física, son nuestras creencias las que podrían determinar qué tipo de realidad seleccionamos para vivirla.
Esto explica el porqué placebos y, en menor medida, drogas y medicamentos, funcionan. Rompen el bucle. Por ejemplo: un hombre tiene insomnio. Piensa que no puede dormir y, al acostarse, ese pensamiento le acompaña, resultando que cuanto más piensa que no puede dormir, menos duerme. Al día siguiente se toma una pastilla una hora antes de acostarse, lo que refuerza el pensamiento de ‘hoy sí duermo, porque he tomado una pastilla para ello’, y efectivamente, duerme. Más allá de los elementos químicos que inducen al sueño, una parte muy importante de dicho resultado es el mecanismo cerebral. Esa confianza en el resultado deseado influye mucho en la posibilidad de que se genere la respuesta adecuada (dormir, en este caso). Así funcionan los placebos: engañan a nuestro cerebro con una falsa esperanza para que este genere una respuesta nueva, y esta, con la repetición, termina generando una nueva rutina. Es algo que está demostrado: pacientes con graves enfermedades que confían en superarlas tiene un porcentaje de supervivencia mayor que pacientes que tiran la toalla.
Esta ‘reeducación’ cerebral es lo que se conoce como plasticidad, la capacidad de nuestro órgano-rey para adaptarse y reprogramarse.
El peso de las creencias
Uno podría pensar: “¿Y? Sigue siendo la realidad el primer paso, la que establece el principio de todo el circuito. Y no la controlamos”. Sí y no.
Nuestras creencias no solo establecen nuestra respuesta, sino también la asimilación de los datos externos. Nuestros sentidos (nuestra herramienta según las filosofías empiristas, positivistas, etcétera, para conocer la realidad) registran cada día una cantidad increíble de información, cientos de miles de bits por segundo; sin embargo, solo somos capaces de acceder a un pequeñísimo porcentaje, en torno a unos 2.000 de esos bits. Lo que llamamos ‘realidad’ es solo una mínima parte de lo que hay a nuestro alrededor. ¿Y qué elementos se encargan de filtrar esos datos? ¿Quién separa la paja del trigo? Nuestras creencias, de nuevo. Lo que captamos del mundo se construye desde nuestro interior porque es él, nuestro pensamiento, el que selecciona aquella información que se agolpa en nuestra consciencia. Escogemos entre las diferentes posibilidades de la existencia. Generamos rutinas de pensamiento.
Cada asociación de ideas que logremos crea una conexión neuronal gracias a la memoria asociativa, de modo que ante una situación similar, como hemos visto, reaparecerá un pensamiento que dará lugar a una respuesta automática. Otro ejemplo diario: quienes han sufrido una ruptura amorosa traumática tendrán más problemas para encontrar el amor de nuevo, pues en su cerebro se ha asociado la idea de amor con sufrimiento. Cuanto más se asocien a esa idea, más difícil será para ellos abrirse emocionalmente, dificultando el volver a enamorarse.
La ventaja de conocer todo esto es que nos permite ver los patrones de funcionamiento de nuestra mente, y con ello, la posibilidad de tratar de revertirlos de manera consciente. Ante pensamientos negativos podemos obligarnos a pensar positivamente; ante sensaciones desagradables podemos intentar controlarnos y guardar la calma, generando en ambos casos nuevos patrones emocionales positivos de estímulo-respuesta; seleccionando información externa de un modo más adecuado a nuestros fines; escogiendo la posibilidad deseada de aquellas realidades que se nos ofrecen.
Un saber de siempre
Lo curioso es que dichas teorías ya habían sido aplicadas desde hace milenios, aunque ahora tengamos más certezas.
En la antigüedad, los esenios (movimiento judío establecido tras la revuelta macabea) visualizaban aquello que deseaban, como si ese fin hubiera sido ya alcanzado. Similar actitud tiene el rezo cristiano en el que ‘se le pide’ a Dios y se cree, con fe, que este nos dará sin importar el cómo. Filósofos como Wittgenstein postulaban que el mismo concepto de fe era una parte inestimable de la felicidad, y Julián Marías defendían la esperanza como la herramienta básica para alcanzar la misma en vida. Concepciones más modernas, como la programación neurolingüística, hacen hincapié en que, puesto que pensamos como hablamos, la manera en que nos expresemos puede determinar nuestro pensamiento, y con él, nuestra interpretación de la realidad. El proceso de ‘visualización’ es también común entre los deportistas de élite, que reproducen mentalmente el objetivo, logro o tirunfo que desean alcanzar.
¿Tenían razón los filósofos que sostenían que controlamos la realidad? Más o menos. No dejará de haber guerras en el mundo simplemente porque pensemos que no debe haberlas. No alteraremos las leyes naturales por creer que estas son manipulables. Pero sí demuestran los hechos que la influencia de nuestro pensamiento afecta a la realidad. Sin ser una panacea que convierte el mundo en un edén, existen datos empíricos que parecen demostrar que nuestra mente es mucho más poderosa de lo que pensamos.
La apuesta de Blaise Pascal respecto a la existencia de Dios decía: “Aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, sería compensada por la gran ganancia que se obtendría de ella: la gloria eterna”. Del mismo modo, la creencia de que nuestra mente tiene capacidad para transformar la realidad, aunque sea solamente probable, está revertida de un beneficio inmenso respecto a la creencia contraria. Significa que todo puede cambiar. Una perspectiva demasiado bonita como para dejarla pasar, ¿no creeis?
■ Jaime Fdez-Blanco Inclán
¿Qué significa esto? Que nuestros pensamientos podrían, verdaderamente, transformar la realidad. Que tendríamos el poder de reinventarla a partir de nosotros mismos. Cuando creemos que podemos hacer o conseguir algo, se crean las condiciones para que ese ‘algo’ se cumpla. Y a la inversa.
Se trata de un campo que se ha planteado desde diversos prismas: físicos, neurológicos, filosóficos, etc., y al que todavía le queda mucho recorrido, pero trataremos de dar aquí una idea aproximada de la misma desde sus diferentes vertientes y posibilidades.
La vía física
Los experimentos llevados a cabo por científicos con partículas elementales estarían llegando a una conclusión clara: la mente puede crear. O más bien, escoger entre diferentes opciones para formar la realidad. Parece establecerse que las micropartículas cambian de comportamiento dependiendo de la actitud del observador, pudiendo comportarse como una onda o como una partícula. Puesto que nosotros estamos compuestos por millones de átomos, nuestras expectativas y comportamientos influyen en las partículas de las que nos componemos. Nuestra realidad sería producto de las mismas.
El átomo es un compuesto de partículas (protones, neutrones y electrones) cuya estructura, como dato llamativo, recuerda poderosamente al universo (planetas girando alrededor de soles y electrones girando alrededor de núcleos). Lo que ahora se sabe es que la materia de la que se componen los átomos es prácticamente inexistente. Las partículas dentro de un átomo ocupan un lugar insignificante, siendo el resto ‘vacío’. Esto podría traducirse como que el átomo es mucho más maleable de lo que pensamos en realidad. No son ‘cosas’, sino ‘tendencias’, posibilidades. Y la física plantea una cuestión: entre esas diferentes posibilidades, ¿quién escoge? El observador. Nosotros.
Una de las teorías más famosas de la mecánica cuántica, la teoría de los universos paralelos (surgida en 1957), viene a decir que nuestra realidad es un número de ondas que conviven en un espacio-tiempo como diferentes posibilidades, de las cuales una se convierte en ‘la realidad’. La nuestra. Lo que vivimos.
Si tenemos en cuenta todo lo expuesto anteriormente sobre el funcionamiento de las partículas respecto al observador, sus similitudes físicas en el universo y la teoría cuántica de que existen múltiples universos disponibles como realidades, se plantea la teoría de que somos nosotros mismos los que decidimos nuestra realidad, del mismo modo que hacemos con las partículas/posibilidades que la componen. Nuestros pensamientos determinarían qué realidad, de entre todas las posibilidades disponibles, vivimos. Si la realidad es una enorme estación de radio con miles de frecuencias, nuestra consciencia es la que se encarga de sintonizar la emisora.
Eso ofrece un nuevo enfoque, cuya interpretación tiene consecuencias biológicas.
La vía biológica
Mantengamos el siguiente punto de vista: la base de toda nuestra realidad está en el punto de vista desde el que procesamos e interpretamos la información que recibimos de la misma. ¿De qué modo realizamos estas interpretaciones? Desde nuestras emociones y sentimientos. Y aquí entra en juego nuestro cerebro y los posibles resultados para nosotros y nuestra vida.
Cuando un sujeto ve algo, en el cerebro se activan una serie de regiones. Lo curioso es que si ese sujeto cierra los ojos e imagina ese mismo objeto... ¡las regiones que se activan son las mismas! Nuestro cerebro no diferencia lo que es real de lo que es imaginario, solo difiere en el nivel de intensidad. Los circuitos que se activan son los mismos ante una simple fantasía que ante la más cruda realidad, y esos circuitos son la base que usa el cerebro para generar una respuesta emocional.
La región que se encarga de generar dicha respuesta es el hipotálamo. Ahí se crean los péptidos, compuestos asociados que son los responsables de las reacciones de nuestro cuerpo a nuestros sentimientos. Simplificando un proceso mucho más complejo: ante una información externa, generaríamos una emoción; esta haría que se produzcan unos determinados péptidos y estos se descargarían desde nuestro cerebro hasta nuestras células a través de sus receptores.
Rutinas de pensamiento
¿Y qué tiene todo esto que ver con la creación de la realidad? Pues el hecho de que nuestras células tienen memoria y tal y como decía Aristóteles: “Toda virtud o defecto es un hábito de la experiencia”. Las células se acostumbran con el paso del tiempo a recibir unos determinados péptidos ante los diferentes factores externos y crean rutinas automáticas de pensamiento. Es decir, si vemos un ascensor y sentimos miedo por la posibilidad de quedarnos encerrados, nuestro cerebro, ante ese miedo, descarga en nuestro cuerpo la respuesta física adecuada contra una amenaza: aumento de la temperatura corporal, respiración acelerada, aumento del ritmo cardíaco, etc. Nuestro cuerpo no sabe si ese miedo es real o infundado, pero eso no importa, su objetivo es mantenernos vivos. Así, si cada vez que vemos un ascensor sentimos pánico, la respuesta de nuestro cuerpo terminará por ser automática: ascensor-miedo-respuesta defensiva. Estos hábitos de pensamiento con respuesta asociada son, ni más ni menos, que lo que llamamos ‘personalidad’.
A donde queremos llegar con todo esto es a que, si pensamos que somos unos perdedores, unos tímidos patológicos castrados socialmente, unos pusilánimes incapaces de terminar o empezar nada, lo más probable es que eso sea el resultado de hábitos de pensamiento y actuación arrastrados durante muchos años que, cuanto más sigamos repitiendo, seguirán construyendo ese tipo de personalidad, porque es la que estamos alimentando una y otra vez en un bucle continuo de emoción-respuesta-emoción-respuesta. Ad infinitum. Y como hemos visto en el apartado anterior sobre la física, son nuestras creencias las que podrían determinar qué tipo de realidad seleccionamos para vivirla.
Esto explica el porqué placebos y, en menor medida, drogas y medicamentos, funcionan. Rompen el bucle. Por ejemplo: un hombre tiene insomnio. Piensa que no puede dormir y, al acostarse, ese pensamiento le acompaña, resultando que cuanto más piensa que no puede dormir, menos duerme. Al día siguiente se toma una pastilla una hora antes de acostarse, lo que refuerza el pensamiento de ‘hoy sí duermo, porque he tomado una pastilla para ello’, y efectivamente, duerme. Más allá de los elementos químicos que inducen al sueño, una parte muy importante de dicho resultado es el mecanismo cerebral. Esa confianza en el resultado deseado influye mucho en la posibilidad de que se genere la respuesta adecuada (dormir, en este caso). Así funcionan los placebos: engañan a nuestro cerebro con una falsa esperanza para que este genere una respuesta nueva, y esta, con la repetición, termina generando una nueva rutina. Es algo que está demostrado: pacientes con graves enfermedades que confían en superarlas tiene un porcentaje de supervivencia mayor que pacientes que tiran la toalla.
Esta ‘reeducación’ cerebral es lo que se conoce como plasticidad, la capacidad de nuestro órgano-rey para adaptarse y reprogramarse.
El peso de las creencias
Uno podría pensar: “¿Y? Sigue siendo la realidad el primer paso, la que establece el principio de todo el circuito. Y no la controlamos”. Sí y no.
Nuestras creencias no solo establecen nuestra respuesta, sino también la asimilación de los datos externos. Nuestros sentidos (nuestra herramienta según las filosofías empiristas, positivistas, etcétera, para conocer la realidad) registran cada día una cantidad increíble de información, cientos de miles de bits por segundo; sin embargo, solo somos capaces de acceder a un pequeñísimo porcentaje, en torno a unos 2.000 de esos bits. Lo que llamamos ‘realidad’ es solo una mínima parte de lo que hay a nuestro alrededor. ¿Y qué elementos se encargan de filtrar esos datos? ¿Quién separa la paja del trigo? Nuestras creencias, de nuevo. Lo que captamos del mundo se construye desde nuestro interior porque es él, nuestro pensamiento, el que selecciona aquella información que se agolpa en nuestra consciencia. Escogemos entre las diferentes posibilidades de la existencia. Generamos rutinas de pensamiento.
Cada asociación de ideas que logremos crea una conexión neuronal gracias a la memoria asociativa, de modo que ante una situación similar, como hemos visto, reaparecerá un pensamiento que dará lugar a una respuesta automática. Otro ejemplo diario: quienes han sufrido una ruptura amorosa traumática tendrán más problemas para encontrar el amor de nuevo, pues en su cerebro se ha asociado la idea de amor con sufrimiento. Cuanto más se asocien a esa idea, más difícil será para ellos abrirse emocionalmente, dificultando el volver a enamorarse.
La ventaja de conocer todo esto es que nos permite ver los patrones de funcionamiento de nuestra mente, y con ello, la posibilidad de tratar de revertirlos de manera consciente. Ante pensamientos negativos podemos obligarnos a pensar positivamente; ante sensaciones desagradables podemos intentar controlarnos y guardar la calma, generando en ambos casos nuevos patrones emocionales positivos de estímulo-respuesta; seleccionando información externa de un modo más adecuado a nuestros fines; escogiendo la posibilidad deseada de aquellas realidades que se nos ofrecen.
Un saber de siempre
Lo curioso es que dichas teorías ya habían sido aplicadas desde hace milenios, aunque ahora tengamos más certezas.
En la antigüedad, los esenios (movimiento judío establecido tras la revuelta macabea) visualizaban aquello que deseaban, como si ese fin hubiera sido ya alcanzado. Similar actitud tiene el rezo cristiano en el que ‘se le pide’ a Dios y se cree, con fe, que este nos dará sin importar el cómo. Filósofos como Wittgenstein postulaban que el mismo concepto de fe era una parte inestimable de la felicidad, y Julián Marías defendían la esperanza como la herramienta básica para alcanzar la misma en vida. Concepciones más modernas, como la programación neurolingüística, hacen hincapié en que, puesto que pensamos como hablamos, la manera en que nos expresemos puede determinar nuestro pensamiento, y con él, nuestra interpretación de la realidad. El proceso de ‘visualización’ es también común entre los deportistas de élite, que reproducen mentalmente el objetivo, logro o tirunfo que desean alcanzar.
¿Tenían razón los filósofos que sostenían que controlamos la realidad? Más o menos. No dejará de haber guerras en el mundo simplemente porque pensemos que no debe haberlas. No alteraremos las leyes naturales por creer que estas son manipulables. Pero sí demuestran los hechos que la influencia de nuestro pensamiento afecta a la realidad. Sin ser una panacea que convierte el mundo en un edén, existen datos empíricos que parecen demostrar que nuestra mente es mucho más poderosa de lo que pensamos.
La apuesta de Blaise Pascal respecto a la existencia de Dios decía: “Aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, sería compensada por la gran ganancia que se obtendría de ella: la gloria eterna”. Del mismo modo, la creencia de que nuestra mente tiene capacidad para transformar la realidad, aunque sea solamente probable, está revertida de un beneficio inmenso respecto a la creencia contraria. Significa que todo puede cambiar. Una perspectiva demasiado bonita como para dejarla pasar, ¿no creeis?
■ Jaime Fdez-Blanco Inclán
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