Hoy vemos la mirada misericordiosa de Jesús sobre una mujer adúltera: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: – Ninguno, Señor. Jesús dijo: – Tampoco Yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.
No conocemos el nombre de esa mujer. No sabemos si además era una buena madre. No conocemos de qué está lleno su corazón.Sólo conocemos su pecado. Era una adúltera que fue llevada delante de Jesús porque había cometido adulterio.
No conocemos las circunstancias de su pecado. No sabemos si hay atenuantes. No tenemos más información sobre su vida, ni sobre su cónyuge, ni sobre el adúltero. Sólo nos llega su pecado como una piedra lanzada con fuerza. Es adúltera. Y esa palabra despierta en nosotros diversos sentimientos.
Nos sentimos engañados casi tanto como su marido. Una adúltera que no ha sido fiel. Una mujer pecadora que nos escandaliza con su pecado, con su debilidad, con su herida.
A veces el pecado de los demás parece engrandecer nuestra virtud. Las críticas sobre los demás nos hacen sentir que somos mejores. Es curioso. Me digo: “Yo no soy como ese”. Y sigo caminando feliz, más elevado, más santo.
Al lado de una gran caída, brillamos más, nos elevamos. Me gusta mirar al que peca más, al que escandaliza. Es la tentación del corazón. En ese momento rebosa orgullo y vanidad.
Yo sí que hago las cosas bien, no como este que peca tanto, que cae tanto, que no está a la altura. Yo sí soy puro. Y camino con mi piedra en la mano dispuesto a lanzarla.
Me gustaría tener una mirada de misericordia sobre los hombres. A veces puedo no tenerla. Me gustaría mirar como Jesús mira. Él, que sí está libre de pecado, no condena a la mujer. La mira y no la juzga, no tira ninguna piedra. Deja que se vaya sin castigo.
Me gustaría aprender a vivir en la misericordia, sin condenar.Puedo mirar la vida de los demás, y también mi propia vida, sólo desde los errores, desde las caídas y pecados.
Puedo llamar adúltero al que comete adulterio, mentiroso al que miente, estafador al que estafa, egoísta al que no da nada, impuro al que mira con impureza.
Y entonces tal vez paso por alto la belleza de la vida, las cosas buenas que consigo, los logros que obtengo en la entrega.
Lo tengo claro, a veces la mancha sobre el mantel ensucia todo el mantel que era blanco. Es sólo una mancha, pero eso basta para estropearlo todo. Es solo una mancha, me repito, no es todo el mantel.
Todas las religiones lo dicen. En el Taoísmo, el ying y el yang indican que nada existe en estado puro ni tampoco en absoluta quietud, sino en una continua transformación.
No hay mantel blanco que no tenga una mancha. Es imposible. En el mal siempre hay algo de bien. En el bien algo de mal.Nada hay totalmente blanco, nada totalmente negro.
Pero a veces, en mi afán de perfección, me asustan mis límites y mi mirada impura. Me asusta la mancha y el pecado. ¿De qué rebosa mi corazón? La mirada de Jesús rebosa misericordia y perdón.
La mujer se sabía pecadora. No se justifica. No grita. No se rebela contra su suerte. Sólo espera el juicio en silencio. Nadie la condena. Han huido todos con sus piedras. Sólo queda ella allí, ante Jesús: “Se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante”.
Sólo Jesús y ella. Ella sucia, impura, pecadora. Sólo ella ante esa misericordia infinita desbordada sobre la arena. Esa mirada que descubre la pureza en su impureza, la luz en su oscuridad.
Es la desnudez frente a Dios. Cuando ya no hay nadie. Se alejan los que la condenan. Es el encuentro más importante de su vida, de mi vida. Cuando lo he perdido todo. Cuando no tengo nada que defender. Cuando me han abandonado todos. Desnudo frente a Dios. Él y yo.
Jesús se conmueve ante la indefensión de esta mujer que ha pecado.También los otros pecaron de indiferencia, de dureza, de hipocresía. Pero ellos no tenían la categoría de pecadores en su alma. Ella sí.
Todos pecamos. Todos caemos. No todos pedimos perdón. Me conmueve esta escena. Miro el corazón de Jesús. No le vale con restaurar la dignidad de esa mujer. La levanta. No está perdida para siempre. Jesús la rescata de su muerte. Le da la vida. Ella se arrepiente de su caída. Jesús es misericordioso y borra su pecado. La perdona, la abraza, la deja ir en paz.
El otro día leía: “La palabra ‘misericordioso’ significa: tener corazón para los pobres o tener corazón para lo que de pobre y huérfano, de mísero y débil, hay en mí y en los demás. La misericordia tiene sobre todo como meta el corazón. Hay una bella sentencia de Pambo, padre del desierto del siglo IV: – Si tienes corazón, puedes ser salvado”[1].
La misericordia de Jesús mira el corazón pobre y herido de esta mujer pecadora. Su corazón puro se detiene en el corazón de esta mujer impura. Ella tiene corazón. Jesús sana su corazón, la salva. Se fija su amor en su pobreza, en su pecado, en su debilidad.
Si tengo corazón puedo ser salvado. Me gusta esa afirmación. ¿Cómo es mi corazón? Tal vez se ha endurecido por mi propio pecado, por mi egoísmo. Me he cerrado en mi carne y no tengo una mirada de amor sobre el que es distinto.
¡Cuánto bien me hace reconocer mi pecado! Primero, para sentirme necesitado de misericordia. Segundo, para no creerme mejor que nadie, por encima de nadie.
Jesús quiere tocar también el corazón de los que están allí. Unos con rabia. Otros masificados. Otros simples cumplidores de la ley. Jesús quiere que sean misericordiosos como Él.
El otro día leía: “Jesús envía a los suyos no como titulares de un poder o como dueños de la Ley. Los envía por el mundo pidiéndoles que vivan en la lógica del amor y de la gratuidad”[2]. Quiere que sepan mirar como Él mira. Les anima a mirarse a sí mismos. A mirarse con honestidad. Son como esa mujer. No son mejores. No son perfectos.
No soy dueño de la ley. Cuando veo a alguien que ha caído, quiero pensar: ¡Quién sabe lo que haría yo en sus mismas circunstancias!
Jesús me anima a mirar mi corazón. Me anima a mirarla a ella. Hoy los hombres se van porque no pueden mirar a Jesús a los ojos. Ni a esa mujer que no puede defenderse.
Quiero pedirle a Jesús que llegue a mí cuando vaya yo a tirar una piedra a alguien. A hacer una crítica, un juicio, una condena. Que llegue a mí y se incline y me ayude a mirar mi pequeñez y me enseñe a mirar más allá, como hacía Él. Que me enseñe a escribir en el alma de los demás palabras de vida, de misericordia.
Seguro que esa mujer no volvió a ser adúltera. Alguien miró su alma, no su cuerpo. Miró su pureza, no su impureza. Alguien la miró más allá de su condición de pecadora. Jesús miró hondo en su alma. Y creyó en ella. Pronunció su nombre. Seguro que esta mujer siguió a Jesús hasta la cruz.
Los fariseos y los escribas buscan realmente el mal de Jesús y usan a una mujer que ha pecado. No la miran a ella. Le quieren a Él: “Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: – Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; Tú, ¿qué dices? Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo”.
La usan a ella para arrinconar a Jesús. Quieren que se equivoque. Quieren que al tomar una opción u otra pierda su crédito. Su corazón es duro. No la ven a ella, no les importa. Quieren que Jesús se pierda.
Él ha pasado la noche en el monte de los olivos. Rezando. Llenando el pozo de su alma. Descansando en su Padre para que otros pueden descansar en Él durante el día en Jerusalén. Y entonces le preguntan. Quieren saber qué piensa.
¡Cuántas veces le pregunto así a Dios! Le pongo dos opciones. Mis opciones. ¿Tú qué dices? Queremos que Dios opte. Que me muestre su verdad. A veces a los sacerdotes nos hacen la misma pregunta. Quieren que optemos entre dos posturas. ¿Dónde nos situamos?
Tantas veces no sé mirar como Jesús mira. No veo matices. No sé detenerme y mirar en profundidad. Sólo veo a una pecadora. Sólo veo a un hombre demasiado compasivo. Demasiado misericordioso. Me rompe mi esquema de vida. Me pone en evidencia. Su luz en realidad pone de manifiesto mi oscuridad.
Eso les pasaba a los fariseos y escribas. Solo ven a una mujer pecadora. No saben su nombre ni si historia. No han mirado en su alma. No saben de su miedo. No conocen su sed. Sólo saben que no ha cumplido la ley.
Pero la vida de esta mujer les da igual. Sólo quieren usarla para poner a prueba a Jesús. Su intención no es recta. Las personas nunca somos medios para lograr un fin. Para Dios somos lo más sagrado. Una sola persona merece toda una vida.
¡Qué estrechez de mente! Ellos van a lo suyo. Quieren a Jesús. Con astucia. Con artimañas. Siguen la línea curva, el camino indirecto. Me cuestan las personas retorcidas, que no son claras. No me gustan los que dan rodeos, los que no van de frente.
Así actúan hoy los fariseos y los escribas. Quieren que Jesús se ponga en evidencia. Jesús se acerca. Es libre ante las expectativas humanas. Le interesa esa mujer, su corazón tan herido. No pasa de largo ante ella, la mira. Se pone frente a ella. Se fija en ella.
Le devuelve algo de su dignidad al ponerse frente a ella. Se inclina. Escribe en la arena. ¿Qué estaría escribiendo Jesús? Ha dado mucho que pensar. ¿Escribiría los pecados de los allí presentes? ¿El pecado de esa mujer?
Pecado escrito sobre la arena, no sobre la roca. Pecado que se desvanece ante su mirada. Pecado que puede borrarse y desaparecer rápidamente. Tal vez escribe su nombre, el que no han mencionado al traerla. O escribe que la ama, que la conoce. O le dice sobre la arena que no tema, que la acoge, que sabe del anhelo hondo que tiene. Ese deseo de cambiar de vida y hacerlo mejor.
¿Qué palabra escribió ese día en la arena? La mujer lo vio. Pienso mucho en ese momento. Jesús se inclina. Escribe algo, y ella espera.
¿Qué escribiría Jesús en la arena ante mis ojos? ¿Ante mi pecado, ante mi pequeñez, ante mi caída? No lo sé. Me gustaría que escribiera: “Te quiero más que nunca”. O quizás solamente mi nombre. ¿Qué escribe Jesús en la tierra de mi vida?
[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
[2] Anselm Grün, Entrañas de misericordia
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