Quiero aprender a definirme en positivo. Desde lo que soy, no desde lo que no soy, no desde lo que son los otros, no desde lo que me gustaría ser.
Pero a menudo me veo usando negaciones. Y pienso a veces: “Yo no soy como esa persona. Yo no llego a hacer lo que este hace. Yo no caigo tan bajo, no peco tanto”. No lo sé, me defino en comparación con los demás. Y uso negaciones. Busco definirme a partir de lo que no soy. De lo que no logro, de lo que no sufro, de lo que no hago mal. Es limitante.
A veces queremos definir nuestra espiritualidad explicando en qué nos diferenciamos de las otras. Acentuamos lo que no somos.
Hay políticos que se definen a sí mismos en relación a lo que no hacen, descalificando los actos de los otros. Se afirman negando otras realidades. ¿Acaso no hago yo lo mismo? Me defino en relación a los demás. Yo no soy como los otros.
Pero, ¿qué soy realmente? No es tan importante lo que no soy, sino lo que de verdad soy. No es lo importante mirar al otro, sino mirarme a mí mismo, en profundidad, en mi verdad. No quiero compararme, quiero mirarme y afirmarme. Soy el que soy. Ni más, ni menos. Me gusta cómo soy.
Quiero decirle al mundo quién soy. No me da miedo ni vergüenza. Estoy orgulloso de mi verdad. Soy un pecador, soy un hombre, soy un soñador, soy un idealista, soy un niño. ¿Qué me define? ¿Mi pecado o mi éxito? ¿Mis caídas o mis logros?
Partir de mi verdad es lo que me sana, me hace libre y capaz de amar a los demás. Esta actitud me ayuda a no juzgar a los otros por lo que son. Pero, ¡cuánto me cuesta no juzgar y guardar silencio en el corazón!
Un hombre que logró un día alcanzar la cima de una alta montaña será recordado siempre por su logro. Pero él será mucho más que esa cima, mucho más que todas las montañas anteriores en las que había fracasado.
Me es fácil encasillar a las personas por sus caídas y por sus logros. Las recuerdo por un error que tuvieron, o por un golpe de suerte que los llevó a triunfar. Y por eso me gusta definirme a partir de negaciones.
Yo no soy el hijo menor, decía el hijo mayor indignado con su padre. Yo no soy como ese pecador, decía el fariseo mientras oraba en el templo y miraba de reojo al publicano. Yo no soy como esa mujer adúltera, decían muchos hombres con piedras en las manos, despreciando a esa mujer por su pecado y queriendo el mal de Jesús.
Es la tentación. Me defino a partir de lo que no soy. No soy un adúltero, no soy un mentiroso, no soy un traidor, no soy un infiel. Entonces, ¿qué es lo que soy?
Uno no es un mentiroso por una mentira, pero esa mentira puede definirme para alguien cuando la sufre y le duele el desengaño.
El otro día una niña pilló a sus padres en una mentira tonta, insignificante, y les dijo: “Es la primera vez que me mentís”. Para ella sus padres eran mucho más que esa mentira.
Me duele pensar en el daño que causan a veces mis debilidades. Las de los otros. Mi mentira genera desconfianza. Mi egoísmo me aísla. Mi orgullo me vuelve rígido. Mi avaricia me vuelve indiferente.
No me definen mis caídas, es verdad, soy mucho más que ellas. No por una mentira soy un mentiroso, ni por un acto egoísta soy un egoísta para siempre. Pero, ¡con qué facilidad me dejo llevar por mi debilidad cuando he caído una vez!
Me acostumbro a no decir la verdad. Me acostumbro a no dar. Me acostumbro a pensar sólo en mí. Puede que entonces mi debilidad se convierta casi en una segunda naturaleza.
Entonces sucede lo que decía el Papa Francisco: “Corrupción es el pecado que en lugar de ser reconocido como tal, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir.Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestro comportamiento y a nosotros mismos. El corrupto es aquel que peca y no se arrepiente. El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida”[1].
Dejo de ser pecador y me convierto en corrupto cuando lo que me define es mi pecado. Me acostumbro. Y mi nueva forma de vida, mi nueva forma de pensar, está marcada por mi pecado.
Es cierto que no soy una mentira, no soy una infidelidad, no soy un error. En mi vida no sólo hay mentiras, egoísmos, infidelidades.Soy mucho más que mi pecado, que mi herida, que mi caída. Soy más verdadero que mis mentiras y más grande que mis errores.
Pero puedo acostumbrarme y perder mi capacidad de arrepentirme.
Quiero verme como soy en mi pobreza y experimentar que necesito perdón, misericordia, el amor de Dios, para volver a empezar. Necesito pedir perdón de rodillas. Quiero ser humilde.
Lo que me salva es verme necesitado, arrepentirme de mis errores y volver a empezar. Saber que puedo ser mucho más que lo que soy.Puedo cambiar, puedo crecer, puedo aprender. Sé que tengo más luz que oscuridades. Más vida que muerte. Más esperanza que fracasos.
Me gustaría definirme siempre en positivo y no quedarme en lo negativo que hago. Soy más de lo que yo mismo veo. Y, sobre todo, soy más de lo que otros ven.
[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia
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