Hay partes ocultas en mi alma que yo desconozco. Necesito parar, callarme y ahondar para poder descubrirlas. Necesito pensar en mi verdad más oculta. En lo que de verdad soy. En lo que sueño y anhelo.
Es cierto que hay aspectos de mi vida que muchos no ven. Yo mismo tampoco los veo a veces. En ocasiones son los demás quienes me ayudan al decirme cómo me ven. Me muestran mi belleza, a veces también mis errores, mis debilidades y mis fortalezas.
En ocasiones puede ser que algunos quieran retenerme en un corsé, en un molde, en una imagen que yo mismo proyecto sobre el mundo. En mi éxito, o en mi fracaso. Quieren que sea como ellos me ven. Como ellos han decidido que tengo que ser. No puedo defraudarlos.
Pero yo me veo distinto, veo más de lo que ellos ven. Veo la hondura de mi alma. Veo mi propia superficialidad y mi pecado. Veo la belleza oculta y confusa en medio de mis límites. No soy sólo lo contrario de lo que no me gusta de los otros. Soy fuerte, soy débil. Soy hijo, soy niño, soy de Dios.
Como decía el Padre José Kentenich: “No sólo estamos consagrados a la Trinidad, sino que también habitados por Ella. Soy un templo de Dios, de la Trinidad”[1].
Soy un templo de Dios. Soy su morada. Eso me impresiona. Soy infinito en mi carne finita. No sólo soy mis pecados y mis torpezas. Soy mucho más que todos mis límites.
Como rezaba una persona: “Sabes que soy obsesivo y egoísta. Pero sabes también que mi alma sueña con la eternidad. Con un amor para siempre. Con una vida entregada. Sabes que lo quiero todo aquí y ahora. Sabes que soy impaciente. Y no quiero renunciar. Sabes que busco los cielos y me engancho sin cesar. Apresado por la vida. Apenas puedo volar. Sabes que me ato a las cosas que me quitan libertad. Sabes que el corazón arde y no quiere claudicar. Sabes que lo quiero todo. Y te lo quiero entregar. Sabes que soy pobre y niño y que puedo fracasar. Sabes que mi amor te busca en los trazos de tu amor. Tejidos de carne humana y de amor que pasará”.
Soy infinito y eterno. Soy carne humana caduca. Soy juventud y vejez. Tengo sueños eternos que no siempre se cumplen en el camino de la vida. Caeré y volveré a levantarme. Por eso necesito mirarme con misericordia.
Tal vez no puedo exigir que los demás me miren así, con amor. Pero yo sí puedo mirarme así, y si lo logro, seré más capaz de mirar con misericordia a los demás.
Como decía Juan Pablo II: “La mirada explica lo que hay en el corazón”. Y también sé, porque Jesús me lo dice, que “de lo que rebosa el corazón habla la boca” Lc 6, 43.
Y yo tal vez no sé muy bien de qué rebosa mi corazón. Me gustaría que fuera de buenos pensamientos, de buenas ideas, de buenos deseos. De amor, de ternura, de generosidad.
Me gustaría mirar a Jesús y agradecer por todo lo bueno que hace en mi vida. Me gustaría no quedarme sólo en lo que no tengo, en lo que quiero y no consigo, en lo que no me gusta y padezco. Me gustaría soñar despierto y pensar que mi boca sólo dirá aquello que hay en mi corazón.
Me gustaría que mi corazón estuviera lleno de cosas buenas, un mar hondo lleno de bondad y misericordia. De pensamientos buenos, de miradas positivas sobre la vida, sobre las personas.
No sé bien de qué rebosa realmente mi corazón. Es un mar revuelto de dudas y anhelos. De sueños imposibles. De fracasos contados. De deseos y proyectos. De desilusiones y alegrías.
Sé que Jesús puede entrar en él si yo le dejo. Puede cambiarlo, puede hacerme de nuevo. Puede sembrar luz en medio de las sombras. Y vestirme de vida allí donde muero.
Sé que sólo Él me comprende en toda mi verdad. Me conoce aunque me esconda. Y me acompaña aunque me aleje. Sé que Él me quiere por lo que soy, no por lo que vendo. Por mis caídas y destellos de belleza. Por mi pobreza y me fragilidad.
Me quiere niño, me quiere humilde. Ojalá llenara Él mi corazón.
[1] J. Kentenich, Hacia la cima
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