9 feb 2014

AMAR A LOS POBRES.




Amar a los pobres. El amor por los pobres es una de las características más comunes de la santidad católica. Para el mismo san Francisco, lo hemos visto en la primera meditación, el amor por los pobres, a partir de Cristo pobre, viene antes del amor a la pobreza y fue eso que le llevó a desposar la pobreza. Para algunos santos como san Vicente de Paul, madre Teresa de Calcuta y tantos otros, el amor por los pobres fue incluso el camino a la santidad, su carisma.
Amar a los pobres significa sobretodo respetarlos y reconocerles su dignidad. En ellos, justamente por la falta de otros títulos y distinciones secundarias, brilla con una luz más viva la radical dignidad del ser humano. En una homilía de Navidad hecha en Milán, el cardenal Montini decía: “La visión completa de la vida humana bajo la luz de Cristo ve en un pobre algo más que un necesitado; ve al hermano misteriosamente revestido de una dignidad que obliga a tributarle reverencia, a acogerlo con premura, a compadecerlo más allá del mérito”.
Pero los pobres no merecen solamente nuestra conmiseración, se merecen también nuestra admiración. Ellos son verdaderos campeones de la humanidad. Cada año se distribuyen copas, medallas de oro, de plata, de bronce; al mérito, a la memoria o a los ganadores de torneos. Y quizás solamente porque han sido capaces de correr en una fracción menos de segundo que los otros, en los cien, doscientos, o cuatrocientos metros con obstáculos, o por saltar un centímetro más que los otros, o ganar un maratón o un torneo de slalom.
Y si uno observa los “saltos” mortales, los maratones y los slalom que los pobres son capaces de hacer no sólo una vez, pero durante toda la vida, los resultados de los más famosos atletas nos parecerían juegos de niños. ¿Qué es un maratón respecto, por ejemplo, al que hace un hombre Rick Shaw de Calcuta, el cual al final de la vida hizo a pie el equivalente a diversas vueltas de la tierra, en el calor tremendo, jalando a uno o dos pasajeros por calles maltrechas, entre baches y pozos, zigzagueando entre los autos para no ser atropellado?
Francisco de Asís nos ayuda a descubrir un motivo aún más fuerte para amar a los pobres: el hecho de que ellos no son simplemente nuestros “similares” o nuestro “prójimo”: ¡son nuestros hermanos! Jesús había dicho: “Uno sólo es vuestro Padre celeste y ustedes son todos hermanos” (cf. Mt 23,8-9), pero esta palabra había sido entendida hasta ahora como dirigida solamente a sus discípulos. En la tradición cristiana, hermano en el sentido literal es solamente quien comparte la misma fe y ha recibido el mismo bautismo.
Francisco retoma la palabra de Cristo y le da un alcance universal, que es aquel que seguramente tenía en su mente también Jesús. Francisco ha puesto realmente “todo el mundo en estado de fraternidad. Llama hermanos no solamente a sus frailes y a los compañeros de la fe, sino también a los leprosos, los ladrones, sarracenos, o sea creyentes y no creyentes, buenos o malos, especialmente a los pobres. Novedad ésta absoluta, extiende el concepto de hermano y hermana también a las criaturas inanimadas: el sol, la luna, la tierra, el agua y hasta a la muerte. Esta evidentemente es poesía más que teología. El santo sabe bien que entre ellas y las criaturas humanas hechas a imagen de Dios, existe la misma diferencia que entre el hijo de un artista y las obras por él creadas. Pero es que el sentido de fraternidad universal del Pobrecillo no tiene confines.
Esto de la fraternidad es la contribución específica que la fe cristiana puede dar para reforzar en el mundo la paz y la lucha contra la pobreza, como sugiere el tema de la próxima Jornada Mundial de la Paz, “Fraternidad, fundamento y vía hacia la paz”. Si pensamos bien, ese es el único fundamento verdadero y no una veleidad. ¿Qué sentido tiene de hecho hablar de fraternidad y de solidaridad humana, si se parte de una cierta visión científica del mundo que conoce, como únicas fuerzas en acción en el mundo, “el caso y la necesidad”? Si se parte, en otras palabras, desde una visión filosófica como la de Nietzsche, según la cual “el mundo no es que voluntad de potencia y cada intento de oponerse a esto es solamente el signo del resentimiento de los débiles contra los fuertes”. Tiene razón quien dice que “si el ser es solamente caos y fuerza, la acción que busca la paz y la justicia está destinada inevitablemente a quedarse sin fundamento”. Falta en este caso una razón suficiente para oponerse al liberalismo desenfrenado y a la “inequidad” denunciada con fuerza por el papa en la exhortación Evangelii gaudium.
Al deber de amar y respetar a los pobres, le sigue el de auxiliarlos. Quien nos encamina es san Jacobo. ¿De qué nos sirve tener piedad delante de un hermano o una hermana sin vestidos y sin alimentos si les decimos: “¡Pobrecito, sufres mucho. Ve, caliéntate y sáciate!”, si no le das nada de lo que necesita para calentarse y nutrirse? La compasión, como la fe, sin obras está muerta (cf. Gc 2, 15-17). Jesús en el juicio no dirá: “Estaba desnudo y se compadecieron”; sino “Estaba desnudo y me han vestido”. No hay que tomársela con Dios ante la miseria del mundo, sino con nosotros mismos.  Un día viendo a una niña que temblaba de frío y que lloraba por el hambre, un hombre fue tomado por un impulso de rebelión y gritó: “Oh Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por aquella criatura inocente?”. Cuando una voz interior le respondió: “¡Claro que he hecho algo, te he hecho a ti!. Y entendió inmediatamente.
Hoy, sin embargo, ya no es suficiente simplemente la limosna. El problema de la pobreza se ha vuelto planetario. Cuando los Padres de la Iglesia hablaban de los pobres pensaban en los pobres de su ciudad, o al máximo en los de la ciudad vecina. No conocían otra cosa si no muy vagamente y, por otra parte si la hubieran conocido, hacer llegar ayudas hubiera sido aún más difícil, en una sociedad como aquella. Hoy sabemos que esto no es suficiente, a pesar de que nada nos dispensa de hacer lo que podamos también a este nivel individual.
El ejemplo de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo nos muestra que hay tantas cosas que se pueden hacer para socorrer, cada uno según sus propios medios y posibilidades, los pobres y promover su elevación. Hablando del “grito de los pobres”, en la Evangelica testificatio, Pablo VI decía de modo particular a nosotros religiosos: “Induce a algunos de vosotros a unirse a los pobres en su condición, a compartir sus ansias punzantes. Invita, por otra parte, a no pocos de vuestros Institutos a convertir algunas de sus obras propias en servicio de los pobres”.
Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre ricos y pobres en el mundo es el deber más urgente y más ingente que el milenio que ha concluido hace poco ha entregado al nuevo milenio en el que hemos entrado. Esperamos que no sea todavía el problema número uno que el milenio presente deja en herencia a el sucesivo.
Finalmente, evangelizar a los pobres. Esta fue la misión que Jesús reconoció como la suya por excelencia: “El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para evangelizar a los pobres” (Lc 4, 18) y que indicó como signo de la presencia del Reino a los invitados del Bautista: “A los pobres es anunciada la buena noticia” (Mt 11, 15). No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos empuje a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a aquellos que son los primeros y más naturales destinatarios. Tal vez, poniendo como excusa, el proverbio que dice "el vientre hambriento no tiene oídos".

Jesús multiplicaba los panes junto con la palabra, más bien antes administraba, a veces durante tres días seguidos, la Palabra y después se preocupaba también de los panes. No sólo de pan vive el pobre, sino también de esperanza y de toda palabra que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el derecho sacrosanto de escuchar el Evangelio en su totalidad, no en la edición abreviada o polémica; el evangelio que habla del amor a los pobres, pero no del odio a los ricos. R. CANTALAMESSA.

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