Entrevista Emilio Lledó
Desde que nació el nº 1 de esta revista tuvo por objetivo entrevistar a Emilio Lledó, porque en él reconocemos al capitán de toda una generación de pensadores.
Lo encontramos finalmente en su otra casa, la Real Academia de la Lengua, donde acude a las reuniones de los jueves, y charlamos con él rodeados de libros antiguos, en su impresionante biblioteca. Un auténtico placer.
Igual hubiéramos estado más cómodos en su casa de verdad, pero quizá cegados por la impaciencia no dejamos escapar la oportunidad que tanto tiempo hemos esperado. Allí preguntamos y escuchamos a uno de los profesores más queridos y admirados que ha dado la filosofía española en los últimos 50 años. Su magisterio ha adquirido un aura solo comparable con la de los maestros más grandes, y sus antiguos alumnos hablan de él con una devoción comparable a la que demostró Hanna Arendt por el “mago de Messkirch”. Si a Heidegger se le ha llamado “el maestro de Alemania”, nosotros deberíamos considerar a Lledó “el maestro de España”. Con la humildad que le caracteriza, sin impostura, afirma considerarse, simplemente, “un profesor de filosofía que ha dedicado parte de su vida a estudiar la filosofía y que lo ha pasado muy bien enseñando a los demás”. Como Sócrates, que también era un gran maestro. Y serlo es una inmejorable pasaporte para ser también el gran gran filósofo que es.
En su último libro, «Los libros y la libertad», reflexiona sobre la importancia de ese objeto tan humilde que es el libro. ¿Qué significan para usted?
Para mí, los libros significan la memoria. Yo creo que los seres humanos somos fundamentalmente memoria y lenguaje. Si no tuviéramos memoria, no sabríamos quiénes somos. Por eso, siempre he defendido la tesis de que debemos tener memoria, no solo individual sino también colectiva. Estos libros que usted ve aquí son parte de la memoria histórica de la vida intelectual de nuestro país y de la vida personal de aquellos que un día decidieron escribir su oralidad; escribir las palabras que pensaban, las palabras que deseaban, las palabras que buscaban.
¿Y qué nos pueden aportar los libros de filosofía frente a otros?
Para una persona que no se dedique a la filosofía puede haber libros que le resulten difíciles, pero el libro filosófico es la transmisión de lo que los seres humanos han querido entender sobre las grandes cuestiones de la existencia (la justicia, la verdad, la bondad, etc.) y también para saber qué es lo que somos, cuál es el futuro colectivo de una serie de personas que constituyen una nación, un pueblo o una humanidad. Creo que una de las grandes globalizaciones que hay que tener es la de la cultura, la del progreso intelectual.
Como especialista en filosofía antigua, ¿qué podemos aprender en los libros de filósofos como Platón, Aristóteles, Epicuro?
Yo soy especialista en filosofía antigua, pero también me interesa mucho la filosofía moderna. He vivido muchos años en Alemania y eso me ha hecho interesarse por la filosofía del idealismo alemán, lo que pasa es que tengo la suerte de poder leer en latín y en griego, y esa suerte la pongo sobre los grandes filósofos de la cultura griega, que efectivamente siguen estando vivos para nosotros, como Platón, Aristóteles, Epicuro o Plotino. Toda la cultura griega es una cultura de una riqueza tal que a mí me sorprende que aún podamos leer La República o El Fedón de Platón, o la Metafísica de Aristóteles y que después de 25 siglos nos sigan diciendo cosas. Por eso, me parece tan importante que se cultive que a los alumnos, cuando se les enseñe a leer, se les enseñe también a amar el lenguaje. Ese alimento de la sensibilidad es una cosa esencial para la educación de los niños, porque si no se les abre ese horizonte, siempre quedarán ceñidos a los pequeños problemas de su personalidad. Y esa personalidad debe enriquecerse con la lectura, porque así ampliamos el diálogo que tenemos con nosotros mismos con la voz de Cervantes, de Galdós, de Lorca o de quien queramos.
Usted ha contado muchas veces la historia de ese maestro de primaria que le enseñó el aprendizaje de la libertad que usted vincula a la lectura.
Antes lo he dicho en otro contexto: uno no puede ser más que su propia memoria. Creo que esta es una de las experiencias más hermosas de mi vida, y me parece que es un homenaje que debo rendir a don Francisco, que fue un maestro que yo tuve en Vicálvaro, en Madrid. Los niños de mi clase tendríamos ocho, nueve o diez años, y aquel maestro nos enseñó la libertad, y nos la enseñó de una manera muy concreta. Después de leer una página de El Quijote nos decía: “sugerencias de la lectura”. Eso me pareció tan interesante que no lo he olvidado. La imagen de aquel joven maestro en una escuela pública. Yo creo decididamente en la enseñanza pública, en una enseñanza en la que no sea el dinero el que cambie las perspectivas o los tipos de enseñanza.
En «Ser quien eres» recopila diversos artículos sobre educación en los que denuncia duramente el
tipo de enseñanza (basada en la asignatura y el examen) que aún predomina en España.
Sí, es que ese tipo de enseñanza, a la que yo llamo “asignaturesca”, es la enseñanza del aprendizaje. Yo creo que el aprendizaje no es importante, sobre todo ahora que tenemos tantos medios de conocimiento e información. Lo importante es crear libertad intelectual y capacidad de pensar. Se habla muchísimo de la libertad de expresión, pero en mi opinión lo importante es la libertad de pensamiento: tener que pensar, saber qué pensar y no tener la mente aglutinada con pequeños coágulos que no te permiten entender, mirar o interpretar. La enseñanza tiene que ser ese estímulo continuo entre el profesor y el alumno. Cuando yo utilizaba este adjetivo “asignaturesco” me refería a esa concepción de exámenes, de controles continuos, de apuntes... En este sentido, recuerdo mi experiencia en Alemania. Llegué allí muy joven y me encontré en la Universidad de Heidelberg, donde no solo no había apuntes ni exámenes; allí te examinabas cuando tú querías.
Cuéntenos un poco cómo funciona la universidad alemana, cómo cambian los contenidos cada semestre.
Al llegar, me sorprendía que, por ejemplo, Gadamer hablase un semestre de la Fenomenología del espíritu de Hegel y al semestre siguiente sobre El Banquete de Platón, y al siguiente sobre Nietzsche. Y, claro, yo iba buscando “la asignatura”, ¡pero no había! ¿Dónde está el temario? ¿De qué tomo apuntes? Y después estaban los seminarios. La asistencia a las clases eran libres, y podía haber alumnos de otras facultades, pero en los seminarios tenías que hablar antes con el profesor para que te dejase asistir. Le decías, por ejemplo, “voy a hacer un curso sobre Píndaro en filología clásica”, y él te contestaba: “¿Y por qué no sigue antes un curso sobre sintaxis?”. Aquello era, como dice Walter Benjamin, “descubrir la universidad como una pasión por el conocimiento”, por la libertad de inteligencia, por no tener grumos que te agarren las neuronas y te impidan fluir con ellas. Esa idea de creatividad lo ha expresado toda la gran tradición universitaria alemana. Recuerdo un texto de Benjamin, que viene de toda la tradición kantiana y de Guillermo Humboldt, que dice casi textualmente que “obsesionar a los muchachos con estar cinco o seis años en la universidad para ganarse la vida es la forma más feroz de perderla”; y esto es algo que, en mi opinión, se suele hacer. Hay que dejar que los jóvenes se entusiasmen con la filología clásica, con el derecho romano, con la anatomía patológica, con lo que sea. No los acorralemos con la obsesión de que tienen que ganarse la vida. La vida se la gana uno o se la pierde, pero hasta ese momento en que salgas de allí, sueña un poco con los ideales.
En su último libro, «Los libros y la libertad», reflexiona sobre la importancia de ese objeto tan humilde que es el libro. ¿Qué significan para usted?
Para mí, los libros significan la memoria. Yo creo que los seres humanos somos fundamentalmente memoria y lenguaje. Si no tuviéramos memoria, no sabríamos quiénes somos. Por eso, siempre he defendido la tesis de que debemos tener memoria, no solo individual sino también colectiva. Estos libros que usted ve aquí son parte de la memoria histórica de la vida intelectual de nuestro país y de la vida personal de aquellos que un día decidieron escribir su oralidad; escribir las palabras que pensaban, las palabras que deseaban, las palabras que buscaban.
¿Y qué nos pueden aportar los libros de filosofía frente a otros?
Para una persona que no se dedique a la filosofía puede haber libros que le resulten difíciles, pero el libro filosófico es la transmisión de lo que los seres humanos han querido entender sobre las grandes cuestiones de la existencia (la justicia, la verdad, la bondad, etc.) y también para saber qué es lo que somos, cuál es el futuro colectivo de una serie de personas que constituyen una nación, un pueblo o una humanidad. Creo que una de las grandes globalizaciones que hay que tener es la de la cultura, la del progreso intelectual.
Como especialista en filosofía antigua, ¿qué podemos aprender en los libros de filósofos como Platón, Aristóteles, Epicuro?
Yo soy especialista en filosofía antigua, pero también me interesa mucho la filosofía moderna. He vivido muchos años en Alemania y eso me ha hecho interesarse por la filosofía del idealismo alemán, lo que pasa es que tengo la suerte de poder leer en latín y en griego, y esa suerte la pongo sobre los grandes filósofos de la cultura griega, que efectivamente siguen estando vivos para nosotros, como Platón, Aristóteles, Epicuro o Plotino. Toda la cultura griega es una cultura de una riqueza tal que a mí me sorprende que aún podamos leer La República o El Fedón de Platón, o la Metafísica de Aristóteles y que después de 25 siglos nos sigan diciendo cosas. Por eso, me parece tan importante que se cultive que a los alumnos, cuando se les enseñe a leer, se les enseñe también a amar el lenguaje. Ese alimento de la sensibilidad es una cosa esencial para la educación de los niños, porque si no se les abre ese horizonte, siempre quedarán ceñidos a los pequeños problemas de su personalidad. Y esa personalidad debe enriquecerse con la lectura, porque así ampliamos el diálogo que tenemos con nosotros mismos con la voz de Cervantes, de Galdós, de Lorca o de quien queramos.
Usted ha contado muchas veces la historia de ese maestro de primaria que le enseñó el aprendizaje de la libertad que usted vincula a la lectura.
Antes lo he dicho en otro contexto: uno no puede ser más que su propia memoria. Creo que esta es una de las experiencias más hermosas de mi vida, y me parece que es un homenaje que debo rendir a don Francisco, que fue un maestro que yo tuve en Vicálvaro, en Madrid. Los niños de mi clase tendríamos ocho, nueve o diez años, y aquel maestro nos enseñó la libertad, y nos la enseñó de una manera muy concreta. Después de leer una página de El Quijote nos decía: “sugerencias de la lectura”. Eso me pareció tan interesante que no lo he olvidado. La imagen de aquel joven maestro en una escuela pública. Yo creo decididamente en la enseñanza pública, en una enseñanza en la que no sea el dinero el que cambie las perspectivas o los tipos de enseñanza.
En «Ser quien eres» recopila diversos artículos sobre educación en los que denuncia duramente el
tipo de enseñanza (basada en la asignatura y el examen) que aún predomina en España.
Sí, es que ese tipo de enseñanza, a la que yo llamo “asignaturesca”, es la enseñanza del aprendizaje. Yo creo que el aprendizaje no es importante, sobre todo ahora que tenemos tantos medios de conocimiento e información. Lo importante es crear libertad intelectual y capacidad de pensar. Se habla muchísimo de la libertad de expresión, pero en mi opinión lo importante es la libertad de pensamiento: tener que pensar, saber qué pensar y no tener la mente aglutinada con pequeños coágulos que no te permiten entender, mirar o interpretar. La enseñanza tiene que ser ese estímulo continuo entre el profesor y el alumno. Cuando yo utilizaba este adjetivo “asignaturesco” me refería a esa concepción de exámenes, de controles continuos, de apuntes... En este sentido, recuerdo mi experiencia en Alemania. Llegué allí muy joven y me encontré en la Universidad de Heidelberg, donde no solo no había apuntes ni exámenes; allí te examinabas cuando tú querías.
Cuéntenos un poco cómo funciona la universidad alemana, cómo cambian los contenidos cada semestre.
Al llegar, me sorprendía que, por ejemplo, Gadamer hablase un semestre de la Fenomenología del espíritu de Hegel y al semestre siguiente sobre El Banquete de Platón, y al siguiente sobre Nietzsche. Y, claro, yo iba buscando “la asignatura”, ¡pero no había! ¿Dónde está el temario? ¿De qué tomo apuntes? Y después estaban los seminarios. La asistencia a las clases eran libres, y podía haber alumnos de otras facultades, pero en los seminarios tenías que hablar antes con el profesor para que te dejase asistir. Le decías, por ejemplo, “voy a hacer un curso sobre Píndaro en filología clásica”, y él te contestaba: “¿Y por qué no sigue antes un curso sobre sintaxis?”. Aquello era, como dice Walter Benjamin, “descubrir la universidad como una pasión por el conocimiento”, por la libertad de inteligencia, por no tener grumos que te agarren las neuronas y te impidan fluir con ellas. Esa idea de creatividad lo ha expresado toda la gran tradición universitaria alemana. Recuerdo un texto de Benjamin, que viene de toda la tradición kantiana y de Guillermo Humboldt, que dice casi textualmente que “obsesionar a los muchachos con estar cinco o seis años en la universidad para ganarse la vida es la forma más feroz de perderla”; y esto es algo que, en mi opinión, se suele hacer. Hay que dejar que los jóvenes se entusiasmen con la filología clásica, con el derecho romano, con la anatomía patológica, con lo que sea. No los acorralemos con la obsesión de que tienen que ganarse la vida. La vida se la gana uno o se la pierde, pero hasta ese momento en que salgas de allí, sueña un poco con los ideales.
¿Por qué es tan importante para usted la educación?
Porque también creo una hermosa frase kantiana, que “el ser humano es lo que la educación hace de él”. Somos, nos formamos, nos deformamos y nos transformamos por medio de la educación. Por lo tanto, el mimo a las instituciones donde esa educación es posible tiene que ser una característica decisiva de cualquier gobierno y de cualquier política. Y ya que he pronunciado la palabra política diré que la política es esencial en la cultura, y también los políticos. La política es, según decía un texto clásico, “lo más arquitectónico, lo más interesante de la vida social”, porque organiza, armoniza y orienta los distintos deseos e ideas de los seres humanos, a los que esos políticos tienen que facilitar la existencia (y no la de ellos). Hay algún texto de la filosofía griega en que Platón o Aristóteles se plantean incluso si los políticos pueden ser felices, porque su vida es darlo todo a los demás. Imagínate lo que significa eso en cuanto al cultivo de lo que Aristóteles llamaba el spoudaios, el hombre decente, el hombre justo que se entrega a los demás.
¡Qué difícil parece hoy día exigir al político que sea decente!
Es verdad que es un ejercicio difícil, pero el que se mete en política debería hacerlo desde esa directriz de la decencia, una palabra tan sencilla y tan bonita como ser decente. Entregarte a los demás y no buscar los compromisos con tu propia, cerrada y a veces entristecedora individualidad y egoísmo. Hay otro texto de la Ética nicomáquea que dice que el principio de las relaciones que tengamos con los demás empieza por la relación que tenemos con nosotros mismos, y para tener una buena relación con la propia mismidad tienes que encontrarte digno de ti mismo, no engreído ni falsificador de tu propia personalidad, tienes que sentirte decente. Si yo me miro en el espejo y veo en mi historia algo negativo, sobre todo en relación con mi trato con los demás (y si soy político, no digamos), tendría que dimitir, pero no dimitir de un cargo, sino dimitir de ser humano, dimitir un poco de ti mismo.
Según cuenta la leyenda, cuando usted se fue a la Universidad de Barcelona, varios alumnos suyos de La Laguna le siguieron. Un mérito que parecía reservado solo a figuras inmensas como Heidegger.
Una parte es leyenda. Lo que pasa es que yo llegué muy joven a La Laguna, después de casi diez años en Alemania y de tres como catedrático de instituto, y para mí aquello fue un reto tan hermoso que me entregué por completo. Recuerdo que, en aquellos años, no escribía ni publicaba nada, no hacía más que preparar clases, pero era porque me parecía un privilegio el poder tener delante a aquellos jóvenes (que siempre sentí como compañeros), y creábamos un espacio colectivo en el que yo hablaba y ellos escuchaban. Es decir, se creaba un espacio público a través de las palabras, del lenguaje. Un lenguaje que les abriera la inteligencia. En fin, el único mérito que tengo es que me interesaba lo que hacía. Amaba mucho la filosofía, pero al mismo tiempo amaba a aquellos a quienes quería comunicarles mis pequeñas y personales (y muchas veces carentes de interés) experiencias, pero que eran mías. Y esa es, me parece, una función esencial del profesor. Y ese era el rompimiento del “asignaturismo”. Recuerdo que, recién llegado a La Laguna, se me acercaron unos alumnos a preguntarme (de forma sensata por parte de ellos, aunque escandalizante para mí): “Lo que usted dice, ¿nos lo va a exigir en el examen? ”. Eso era inocencia por parte de ellos y yo me quedé absolutamente descolocado.El liberar a los jóvenes de ese estricto control “asignaturesco”, examinador, me parecía importante.
Hablando de esa función transformadora de la educación, recuerdo esa experiencia que usted cuenta de enseñar alemán a aquellos emigrantes andaluces que iban a trabajar a Alemania “con un no escrito en la frente”. Y también cómo a usted le molesta el tópico ese de que los “andaluces son unos vagos”.
Me parece una injuria. Una de mis experiencias más hermosas es la que coincidió con mi llegada a Alemania, a principios de los 50, con las primeras oleadas de obreros españoles que llegaban a trabajar allí. La mayoría de esos muchachos eran andaluces. Y no debe de ser muy perezoso el pueblo andaluz para coger una maleta e irse a un país del que no conocían la lengua; ellos, que habían nacido con un no escrito sobre la frente: no al pan, no a la comida, no a la cultura, etc., que tuvieran valor y entusiasmo para ir a un país del que ya solo el nombre de algunas ciudades les debería atemorizar. Y aquellos muchachos fueron capaces. Porque, como creo que dice Lope (“¡Ay, dulce y cara España, madrastra de tus hijos verdaderos!”), aquellos eran hijos verdaderos de este país. Y el mismo entusiasmo con el que yo entré en la Universidad de La Laguna y que descubrí en los estudiantes, ese mismo entusiasmo, o más (porque estaban más desamparados), lo encontré en ellos. Ese deseo de aprender, de enriquecerse, lo encontré en las clases que daba en una cafetería de Heidelberg de gramática alemana a aquellos muchachos, a quienes nadie había enseñado gramática española. Ese es, para mí, uno de mis recuerdos más intensos y más hermosos. Y esto tiene que ver con lo que decíamos antes, con la igualdad de oportunidades.
Cambiando un poco de tercio, ¿nos puede enseñar la filosofía a ser felices? Lo digo por su opúsculo «El elogio de la infelicidad» ...
Yo me doy cuenta, efectivamente, de que no vivimos ni vestimos como los griegos, pero a pesar de todo seguimos leyéndolos. ¿Qué quiere decir eso? Que todavía podemos dialogar con sus palabras, lo cual significa que estas no han envejecido, aunque ya no llevemos clámides ni coturnos. Ellos descubrieron una serie de palabras que constituyen lo que, con más o menos razón, llamamos cultura occidental. Y una de las palabras centrales de esa cultura griega era la palabra felicidad, eudaimonía, que significa algo así como tener un “buen diosecillo” o alguien supremo que te ha mirado con benevolencia y te ha hecho que tengas más ánforas que otro, y más vestidos y esclavos. Es decir, ser feliz era tener. Esto es, si tenías más bienes materiales eso te ayudaba a vivir. Pero hay un momento en la cultura griega en que ya no se trataba de tener, sino de ser. Algo más sutil, más interior, más personal. Y ese cambio significó un giro decisivo en la idea de libertad y de felicidad. Eras feliz si no te avergonzabas de ti mismo, si te sentías digno de ti mismo. Y eso tiene que seguir manteniéndose. Yo creo que la codicia es una de las muchas enfermedades que padece el hombre lobo, el hombre que cree que la vida es una lucha. ¡Naturalmente que es una lucha y una tensión!, pero siempre he defendido (y creo no equivocarme, aunque si alguien me demuestra lo contrario, lo aceptaría) que es más importante en la vida humana el afecto, el espacio amoroso, el espacio de la filía y de la cordialidad que el de la violencia y el odio. El odio no crea más que odio y, además, produce la muerte, no solo individual o mental, sino la muerte de la sociedad en la que el odio sea el elemento enhebrador.
¿Cree usted que está suficientemente presente la memoria de la Guerra Civil y del trabajo de los maestros de la República?
Si no lo estuviera, sería una desgracia. Esa tesis de que se abren heridas me parece falsa. Yo lo que quiero es saber qué ha pasado en mi país, conocer su historia, y eso no es abrir heridas. Es tomar conciencia de las cosas positivas, de las cosas negativas y de los caminos por los que (creo yo) no hay que seguir adelante en ese olvido. El Alzheimer colectivo es todavía mucho peor que el Alzheimer individual, y un país sometido a la falsificación de lo colectivo es un país condenado. En mi opinión, no hay futuro en un país si no ponemos el pasado por delante, para aprender de él.
Porque también creo una hermosa frase kantiana, que “el ser humano es lo que la educación hace de él”. Somos, nos formamos, nos deformamos y nos transformamos por medio de la educación. Por lo tanto, el mimo a las instituciones donde esa educación es posible tiene que ser una característica decisiva de cualquier gobierno y de cualquier política. Y ya que he pronunciado la palabra política diré que la política es esencial en la cultura, y también los políticos. La política es, según decía un texto clásico, “lo más arquitectónico, lo más interesante de la vida social”, porque organiza, armoniza y orienta los distintos deseos e ideas de los seres humanos, a los que esos políticos tienen que facilitar la existencia (y no la de ellos). Hay algún texto de la filosofía griega en que Platón o Aristóteles se plantean incluso si los políticos pueden ser felices, porque su vida es darlo todo a los demás. Imagínate lo que significa eso en cuanto al cultivo de lo que Aristóteles llamaba el spoudaios, el hombre decente, el hombre justo que se entrega a los demás.
¡Qué difícil parece hoy día exigir al político que sea decente!
Es verdad que es un ejercicio difícil, pero el que se mete en política debería hacerlo desde esa directriz de la decencia, una palabra tan sencilla y tan bonita como ser decente. Entregarte a los demás y no buscar los compromisos con tu propia, cerrada y a veces entristecedora individualidad y egoísmo. Hay otro texto de la Ética nicomáquea que dice que el principio de las relaciones que tengamos con los demás empieza por la relación que tenemos con nosotros mismos, y para tener una buena relación con la propia mismidad tienes que encontrarte digno de ti mismo, no engreído ni falsificador de tu propia personalidad, tienes que sentirte decente. Si yo me miro en el espejo y veo en mi historia algo negativo, sobre todo en relación con mi trato con los demás (y si soy político, no digamos), tendría que dimitir, pero no dimitir de un cargo, sino dimitir de ser humano, dimitir un poco de ti mismo.
Según cuenta la leyenda, cuando usted se fue a la Universidad de Barcelona, varios alumnos suyos de La Laguna le siguieron. Un mérito que parecía reservado solo a figuras inmensas como Heidegger.
Una parte es leyenda. Lo que pasa es que yo llegué muy joven a La Laguna, después de casi diez años en Alemania y de tres como catedrático de instituto, y para mí aquello fue un reto tan hermoso que me entregué por completo. Recuerdo que, en aquellos años, no escribía ni publicaba nada, no hacía más que preparar clases, pero era porque me parecía un privilegio el poder tener delante a aquellos jóvenes (que siempre sentí como compañeros), y creábamos un espacio colectivo en el que yo hablaba y ellos escuchaban. Es decir, se creaba un espacio público a través de las palabras, del lenguaje. Un lenguaje que les abriera la inteligencia. En fin, el único mérito que tengo es que me interesaba lo que hacía. Amaba mucho la filosofía, pero al mismo tiempo amaba a aquellos a quienes quería comunicarles mis pequeñas y personales (y muchas veces carentes de interés) experiencias, pero que eran mías. Y esa es, me parece, una función esencial del profesor. Y ese era el rompimiento del “asignaturismo”. Recuerdo que, recién llegado a La Laguna, se me acercaron unos alumnos a preguntarme (de forma sensata por parte de ellos, aunque escandalizante para mí): “Lo que usted dice, ¿nos lo va a exigir en el examen? ”. Eso era inocencia por parte de ellos y yo me quedé absolutamente descolocado.El liberar a los jóvenes de ese estricto control “asignaturesco”, examinador, me parecía importante.
Hablando de esa función transformadora de la educación, recuerdo esa experiencia que usted cuenta de enseñar alemán a aquellos emigrantes andaluces que iban a trabajar a Alemania “con un no escrito en la frente”. Y también cómo a usted le molesta el tópico ese de que los “andaluces son unos vagos”.
Me parece una injuria. Una de mis experiencias más hermosas es la que coincidió con mi llegada a Alemania, a principios de los 50, con las primeras oleadas de obreros españoles que llegaban a trabajar allí. La mayoría de esos muchachos eran andaluces. Y no debe de ser muy perezoso el pueblo andaluz para coger una maleta e irse a un país del que no conocían la lengua; ellos, que habían nacido con un no escrito sobre la frente: no al pan, no a la comida, no a la cultura, etc., que tuvieran valor y entusiasmo para ir a un país del que ya solo el nombre de algunas ciudades les debería atemorizar. Y aquellos muchachos fueron capaces. Porque, como creo que dice Lope (“¡Ay, dulce y cara España, madrastra de tus hijos verdaderos!”), aquellos eran hijos verdaderos de este país. Y el mismo entusiasmo con el que yo entré en la Universidad de La Laguna y que descubrí en los estudiantes, ese mismo entusiasmo, o más (porque estaban más desamparados), lo encontré en ellos. Ese deseo de aprender, de enriquecerse, lo encontré en las clases que daba en una cafetería de Heidelberg de gramática alemana a aquellos muchachos, a quienes nadie había enseñado gramática española. Ese es, para mí, uno de mis recuerdos más intensos y más hermosos. Y esto tiene que ver con lo que decíamos antes, con la igualdad de oportunidades.
Cambiando un poco de tercio, ¿nos puede enseñar la filosofía a ser felices? Lo digo por su opúsculo «El elogio de la infelicidad» ...
Yo me doy cuenta, efectivamente, de que no vivimos ni vestimos como los griegos, pero a pesar de todo seguimos leyéndolos. ¿Qué quiere decir eso? Que todavía podemos dialogar con sus palabras, lo cual significa que estas no han envejecido, aunque ya no llevemos clámides ni coturnos. Ellos descubrieron una serie de palabras que constituyen lo que, con más o menos razón, llamamos cultura occidental. Y una de las palabras centrales de esa cultura griega era la palabra felicidad, eudaimonía, que significa algo así como tener un “buen diosecillo” o alguien supremo que te ha mirado con benevolencia y te ha hecho que tengas más ánforas que otro, y más vestidos y esclavos. Es decir, ser feliz era tener. Esto es, si tenías más bienes materiales eso te ayudaba a vivir. Pero hay un momento en la cultura griega en que ya no se trataba de tener, sino de ser. Algo más sutil, más interior, más personal. Y ese cambio significó un giro decisivo en la idea de libertad y de felicidad. Eras feliz si no te avergonzabas de ti mismo, si te sentías digno de ti mismo. Y eso tiene que seguir manteniéndose. Yo creo que la codicia es una de las muchas enfermedades que padece el hombre lobo, el hombre que cree que la vida es una lucha. ¡Naturalmente que es una lucha y una tensión!, pero siempre he defendido (y creo no equivocarme, aunque si alguien me demuestra lo contrario, lo aceptaría) que es más importante en la vida humana el afecto, el espacio amoroso, el espacio de la filía y de la cordialidad que el de la violencia y el odio. El odio no crea más que odio y, además, produce la muerte, no solo individual o mental, sino la muerte de la sociedad en la que el odio sea el elemento enhebrador.
¿Cree usted que está suficientemente presente la memoria de la Guerra Civil y del trabajo de los maestros de la República?
Si no lo estuviera, sería una desgracia. Esa tesis de que se abren heridas me parece falsa. Yo lo que quiero es saber qué ha pasado en mi país, conocer su historia, y eso no es abrir heridas. Es tomar conciencia de las cosas positivas, de las cosas negativas y de los caminos por los que (creo yo) no hay que seguir adelante en ese olvido. El Alzheimer colectivo es todavía mucho peor que el Alzheimer individual, y un país sometido a la falsificación de lo colectivo es un país condenado. En mi opinión, no hay futuro en un país si no ponemos el pasado por delante, para aprender de él.
■ Texto: Gabriel Arnaiz. Fotografías: Deyanira López
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