A poco que se haya leído algunos textos clásicos de la filosofía es altamente posible haberse topado con Hipócrates. El llamado padre de la medicina aparece, por ejemplo, en numerosos libros de Platón como Gorgias, la República, las Leyes y, sobre todo, Fedro. Ahí, por boca de Sócrates, Platón suma hábilmente a Hipócrates a su “panda” de estudiosos del “todo”, de las naturalezas complejas e interrelacionadas:
Sócrates: ¿Crees que es posible comprender adecuadamente la naturaleza del alma si se la desgaja de la naturaleza en su totalidad?
Fedro: Si hay que creer a Hipócrates, ni siquiera la del cuerpo sin este método.
Sócrates: Y mucha razón tiene.
Alejado de los métodos que se basan en el estricto tándem diagnóstico-tratamiento, Hipócrates estudiaba y anotaba ya en su época los síntomas de la dolencia y otros periféricos (la historia familiar, la dieta, el ambiente…). Ideó una teoría según la cual gran parte de las afecciones eran debidas a desequilibrios entre cuatro humores: flemático, melancólico, sanguíneo y colérico, y defendía las terapias generalizadas. Para la historia de la filosofía su relevancia se centra en que fue capaz de profesionalizar la medicina, al separar la labor de esta de otras disciplinas con las que se había asociado tradicionalmente como la filosofía y la religión. En este sentido es muy valioso su texto Sobre la enfermedad sagrada, sobre la que refiere: “Su fundamento y causa natural lo consideraron los hombres como una cosa divina por su ignorancia y su asombro. Pero si por su incapacidad de comprenderla le conservan ese carácter divino, por la banalidad del método de curación con el que la tratan vienen a negarlo. Porque la tratan por medio de purificaciones y conjuros”.
Platón y Aristóteles
La inseparable pareja también ejerce en este campo de aunar filosofía y medicina. Con frecuencia, como señala el historiador Geoffrey E. Richard Lloyd, ambos establecen en sus textos analogías entre la moralidad del individuo, la justicia del Estado y un cuerpo sano, por ejemplo, y al revés; el desorden en el Estado y en la psyche son enfermedades que necesitan curas y profesionales que las realicen. “La medicina, pues, tiene un papel absolutamente central en la recomendación platónica de que existe una verdad objetiva en los terrenos político y moral, que existen expertos en esos terrenos y que el profano, o el corriente idiota, debería seguir sus consejos y someterse a sus tratamientos”. Lo mismo que Aristóteles al plantear sus ideas y paralelismos sobre salud, moralidad y buen gobierno. Se piensa que Aristóteles pudo ir incluso más lejos esbozando un tratado sobre salud y enfermedad.
En su obra Pensadores griegos, Theodor Gomperz analiza las influencias entre medicina y filosofía y cita como nexo de unión “el espíritu y el método de la investigación”. Divide a los médicos-filósofos griegos en dos grupos: aquellos para los que la filosofía es prioritaria y previa, yendo de la idea al hecho, de la teoría a la praxis como Parménides, Heráclito o Empédocles; y un segundo grupo más científico, genuinamente hipocrático, que a partir de la observación de los hechos origina la teoría. Su camino sería de la praxis al logos. Aristóteles y Platón discurrirían por su senda. En cualquier caso, como escribe el filólogo Werner Jaeger en Paideia. Los ideales de la cultura griega, lo esencial fue que “la medicina griega solo se convirtió en un arte consciente bajo la acción de la filosofía jónica de la naturaleza (…). Jamás habría llegado a convertirse en una ciencia sin las indagaciones de los primeros filósofos jónicos de la naturaleza, que buscaban una explicación natural de todos los fenómenos”. Así empezó todo. Enseguida vendrían importantes matices.
Galeno, el moderno
Este singular personaje nacido en Pérgamo, en el II d. C. dio un empujón durante mucho tiempo definitivo a la medicina. Sus descubrimientos fueron numerosísimos y trascendentales (identificó los nervio craneales, las funciones del riñón y la vejiga, describió las válvulas del corazón…) y su influencia se extendió a lo largo de diez siglos. Solo que en el tema de las relaciones de su ya consagrada profesión con la filosofía enredó un poco: se le ocurrió escribir un texto titulado Cómo el mejor médico es también un filósofo, aplicando a la medicina los parámetros que tradicionalmente se aplicaban a la filosofía: lógica, física y ética. De ese modo, el médico habría de conocer los métodos del razonamiento lógico y científico; dominar los fenómenos de la naturaleza y también de trabajar la ética con el fin de llegar a ser bueno. En este punto se desatan las preguntas, los problemas morales: ¿un médico debe ser siempre bueno? ¿Qué pasa si no lo es? ¿Puede un buen médico ser una mala persona? Solo muchos años después se inventaría una disciplina –la ética clínica– que trata, si no de dar respuesta a este tipo de preguntas, sí de lidiar eficazmente con ellas.
En cuerpo y alma
Durante muchos siglos (que duraron más –y duran– dependiendo de la geografía), estas problemáticas cuestiones o no existían o existía una respuesta genial que las respondía y aniquilaba: todo era así porque Dios –uno o varios, bajo una u otra forma– así lo quería. La divina providencia era al final quien decidía quién debía morir y quién debía sanar. Las razones, en numerosas ocasiones incomprensibles para familiares y conocidos, solo Dios las sabía. Y como solo Dios basta, que diría la ilustre Teresa de Jesús... La labor del médico era hacer todo lo que estaba en su mano, pero al final las únicas manos que valían eran las de Dios.
Una herramienta muy útil al servicio de esta causa fue separar las cosas del cuerpo y las del alma; las primeras, que pertenecían al ámbito de los seres humanos y su arreglo, eran asunto de los médicos; las del alma pertenecían a Dios, con pequeñas parcelas de participación y sometimiento reservadas al ser humano. Descartes inventó este dualismo radical y su influencia fue extensísima en el tiempo. Pero al triunfador le salieron algunas réplicas interesantes como la de Spinoza, quien tuvo una intuición genial: algo debió ver el afinador de lentes que le hizo pensar que aquello no era así y que el alma estaba en el cuerpo y el cuerpo en el alma, y que ambas cosas iban de la mano, o mejor, eran lo mismo. Antes que él, la desconocida Oliva Sabuco de Nantes había publicado el texto Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, donde también le plantaba cara a Descartes y donde además llamaba la atención sobre el hecho y el beneficio que el optimismo reportaba al cuerpo. Las sugerentes intuiciones supusieron una pasarela a la modernidad. Hoy día, confirmadas científicamente, siguen suscitando un sinfín de estudios y están en el núcleo de la investigación de científicos y, sobre todo, neurocientíficos como Antonio Damasio, que ha dedicado su esfuerzo a la investigación de las emociones en relación con el cerebro.
Neurociencias, neurofilosofía
Hoy día las relaciones entre filosofía y medicina pasan por las neurociencias, pues ellas estudian nuestra forma de pensar, conocer, comprender, reaccionar y actuar; algo de lo que comenzó ocupándose la filosofía. Los últimos descubrimientos ahondan en las relaciones entre lo puramente físico y el pensamiento. Un ejemplo: cómo las bacterias que conviven con nosotros, especialmente en el intestino, tienen una comunicación privilegiada con el cerebro. Su influencia repercute en el comportamiento social del individuo –en aspectos tan insospechados como la elección de pareja– y son capaces de modificar la memoria, el aprendizaje o el estado de ansiedad.
Otro ejemplo de cómo la salud y la enfermedad modelan la percepción es el cambio de prioridades y objetivos vitales: no es la edad sino la enfermedad lo que hace que enfermos jóvenes compartan ideario más con ancianos que con jóvenes sanos de su edad. Lo explica el libro Ser mortal de Atul Gawande: “Cuando, en palabras de los investigadores, ‘se acentúa la fragilidad de la vida’, las metas de la gente cambian por completo. Lo que más influye es la perspectiva, no la edad”.
Por otro lado, la evidencia de las relaciones entre salud y pensamiento, como suele suceder, no ha pasado inadvertida para oportunistas que cayendo en simplificaciones establecen peligrosos paralelismos. Proliferan libros y talleres que prometen bienestar con el esfuerzo mínimo de “pensar positivamente” en tal o cual cosa. No es así y nunca lo fue ni lo será. La enfermedad exige seriedad. Mucho respeto. Estaba aquí antes que el ser humano y siempre lo doblegará. Es una ficción (y una ficción muy reciente) creer que el estado normal es el bienestar, la salud, durante la mayor parte de la vida. La frase encierra no uno sino dos engaños. El primero, el mencionado, creer que la enfermedad es un estado de excepción cuando es natural –si no consustancial– al ser humano; la segunda, exigirla como un derecho durante unas seis o siete décadas de nuestra vida olvidando que hasta hace poco más de un siglo la duración de esa vida se limitaba a la mitad: 40 años eran suficientes para morir de viejo. Más valdría no perder de vista las reflexiones de Montaigne en sus siempre actuales Ensayos: “¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán solo entonces! Esa es la muerte más rara de todas, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía (...). No confiemos en esas esperanzas; el que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse natural a lo que es general, común y universal. Morir de viejo es una muerte singular y extraordinaria (...)”.
Sabia lección esa de no perder la perspectiva a la hora de buscar siempre, a toda costa, la buena vida, ya sea en la salud... o la enfermedad.
Sócrates: ¿Crees que es posible comprender adecuadamente la naturaleza del alma si se la desgaja de la naturaleza en su totalidad?
Fedro: Si hay que creer a Hipócrates, ni siquiera la del cuerpo sin este método.
Sócrates: Y mucha razón tiene.
Alejado de los métodos que se basan en el estricto tándem diagnóstico-tratamiento, Hipócrates estudiaba y anotaba ya en su época los síntomas de la dolencia y otros periféricos (la historia familiar, la dieta, el ambiente…). Ideó una teoría según la cual gran parte de las afecciones eran debidas a desequilibrios entre cuatro humores: flemático, melancólico, sanguíneo y colérico, y defendía las terapias generalizadas. Para la historia de la filosofía su relevancia se centra en que fue capaz de profesionalizar la medicina, al separar la labor de esta de otras disciplinas con las que se había asociado tradicionalmente como la filosofía y la religión. En este sentido es muy valioso su texto Sobre la enfermedad sagrada, sobre la que refiere: “Su fundamento y causa natural lo consideraron los hombres como una cosa divina por su ignorancia y su asombro. Pero si por su incapacidad de comprenderla le conservan ese carácter divino, por la banalidad del método de curación con el que la tratan vienen a negarlo. Porque la tratan por medio de purificaciones y conjuros”.
Platón y Aristóteles
La inseparable pareja también ejerce en este campo de aunar filosofía y medicina. Con frecuencia, como señala el historiador Geoffrey E. Richard Lloyd, ambos establecen en sus textos analogías entre la moralidad del individuo, la justicia del Estado y un cuerpo sano, por ejemplo, y al revés; el desorden en el Estado y en la psyche son enfermedades que necesitan curas y profesionales que las realicen. “La medicina, pues, tiene un papel absolutamente central en la recomendación platónica de que existe una verdad objetiva en los terrenos político y moral, que existen expertos en esos terrenos y que el profano, o el corriente idiota, debería seguir sus consejos y someterse a sus tratamientos”. Lo mismo que Aristóteles al plantear sus ideas y paralelismos sobre salud, moralidad y buen gobierno. Se piensa que Aristóteles pudo ir incluso más lejos esbozando un tratado sobre salud y enfermedad.
En su obra Pensadores griegos, Theodor Gomperz analiza las influencias entre medicina y filosofía y cita como nexo de unión “el espíritu y el método de la investigación”. Divide a los médicos-filósofos griegos en dos grupos: aquellos para los que la filosofía es prioritaria y previa, yendo de la idea al hecho, de la teoría a la praxis como Parménides, Heráclito o Empédocles; y un segundo grupo más científico, genuinamente hipocrático, que a partir de la observación de los hechos origina la teoría. Su camino sería de la praxis al logos. Aristóteles y Platón discurrirían por su senda. En cualquier caso, como escribe el filólogo Werner Jaeger en Paideia. Los ideales de la cultura griega, lo esencial fue que “la medicina griega solo se convirtió en un arte consciente bajo la acción de la filosofía jónica de la naturaleza (…). Jamás habría llegado a convertirse en una ciencia sin las indagaciones de los primeros filósofos jónicos de la naturaleza, que buscaban una explicación natural de todos los fenómenos”. Así empezó todo. Enseguida vendrían importantes matices.
Galeno, el moderno
Este singular personaje nacido en Pérgamo, en el II d. C. dio un empujón durante mucho tiempo definitivo a la medicina. Sus descubrimientos fueron numerosísimos y trascendentales (identificó los nervio craneales, las funciones del riñón y la vejiga, describió las válvulas del corazón…) y su influencia se extendió a lo largo de diez siglos. Solo que en el tema de las relaciones de su ya consagrada profesión con la filosofía enredó un poco: se le ocurrió escribir un texto titulado Cómo el mejor médico es también un filósofo, aplicando a la medicina los parámetros que tradicionalmente se aplicaban a la filosofía: lógica, física y ética. De ese modo, el médico habría de conocer los métodos del razonamiento lógico y científico; dominar los fenómenos de la naturaleza y también de trabajar la ética con el fin de llegar a ser bueno. En este punto se desatan las preguntas, los problemas morales: ¿un médico debe ser siempre bueno? ¿Qué pasa si no lo es? ¿Puede un buen médico ser una mala persona? Solo muchos años después se inventaría una disciplina –la ética clínica– que trata, si no de dar respuesta a este tipo de preguntas, sí de lidiar eficazmente con ellas.
En cuerpo y alma
Durante muchos siglos (que duraron más –y duran– dependiendo de la geografía), estas problemáticas cuestiones o no existían o existía una respuesta genial que las respondía y aniquilaba: todo era así porque Dios –uno o varios, bajo una u otra forma– así lo quería. La divina providencia era al final quien decidía quién debía morir y quién debía sanar. Las razones, en numerosas ocasiones incomprensibles para familiares y conocidos, solo Dios las sabía. Y como solo Dios basta, que diría la ilustre Teresa de Jesús... La labor del médico era hacer todo lo que estaba en su mano, pero al final las únicas manos que valían eran las de Dios.
Una herramienta muy útil al servicio de esta causa fue separar las cosas del cuerpo y las del alma; las primeras, que pertenecían al ámbito de los seres humanos y su arreglo, eran asunto de los médicos; las del alma pertenecían a Dios, con pequeñas parcelas de participación y sometimiento reservadas al ser humano. Descartes inventó este dualismo radical y su influencia fue extensísima en el tiempo. Pero al triunfador le salieron algunas réplicas interesantes como la de Spinoza, quien tuvo una intuición genial: algo debió ver el afinador de lentes que le hizo pensar que aquello no era así y que el alma estaba en el cuerpo y el cuerpo en el alma, y que ambas cosas iban de la mano, o mejor, eran lo mismo. Antes que él, la desconocida Oliva Sabuco de Nantes había publicado el texto Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, donde también le plantaba cara a Descartes y donde además llamaba la atención sobre el hecho y el beneficio que el optimismo reportaba al cuerpo. Las sugerentes intuiciones supusieron una pasarela a la modernidad. Hoy día, confirmadas científicamente, siguen suscitando un sinfín de estudios y están en el núcleo de la investigación de científicos y, sobre todo, neurocientíficos como Antonio Damasio, que ha dedicado su esfuerzo a la investigación de las emociones en relación con el cerebro.
Neurociencias, neurofilosofía
Hoy día las relaciones entre filosofía y medicina pasan por las neurociencias, pues ellas estudian nuestra forma de pensar, conocer, comprender, reaccionar y actuar; algo de lo que comenzó ocupándose la filosofía. Los últimos descubrimientos ahondan en las relaciones entre lo puramente físico y el pensamiento. Un ejemplo: cómo las bacterias que conviven con nosotros, especialmente en el intestino, tienen una comunicación privilegiada con el cerebro. Su influencia repercute en el comportamiento social del individuo –en aspectos tan insospechados como la elección de pareja– y son capaces de modificar la memoria, el aprendizaje o el estado de ansiedad.
Otro ejemplo de cómo la salud y la enfermedad modelan la percepción es el cambio de prioridades y objetivos vitales: no es la edad sino la enfermedad lo que hace que enfermos jóvenes compartan ideario más con ancianos que con jóvenes sanos de su edad. Lo explica el libro Ser mortal de Atul Gawande: “Cuando, en palabras de los investigadores, ‘se acentúa la fragilidad de la vida’, las metas de la gente cambian por completo. Lo que más influye es la perspectiva, no la edad”.
Por otro lado, la evidencia de las relaciones entre salud y pensamiento, como suele suceder, no ha pasado inadvertida para oportunistas que cayendo en simplificaciones establecen peligrosos paralelismos. Proliferan libros y talleres que prometen bienestar con el esfuerzo mínimo de “pensar positivamente” en tal o cual cosa. No es así y nunca lo fue ni lo será. La enfermedad exige seriedad. Mucho respeto. Estaba aquí antes que el ser humano y siempre lo doblegará. Es una ficción (y una ficción muy reciente) creer que el estado normal es el bienestar, la salud, durante la mayor parte de la vida. La frase encierra no uno sino dos engaños. El primero, el mencionado, creer que la enfermedad es un estado de excepción cuando es natural –si no consustancial– al ser humano; la segunda, exigirla como un derecho durante unas seis o siete décadas de nuestra vida olvidando que hasta hace poco más de un siglo la duración de esa vida se limitaba a la mitad: 40 años eran suficientes para morir de viejo. Más valdría no perder de vista las reflexiones de Montaigne en sus siempre actuales Ensayos: “¡Qué ilusión la de esperar morir de la falta de fuerzas, que a la vejez extrema acompaña, y la de creer que nuestros días acabarán solo entonces! Esa es la muerte más rara de todas, y la llamamos natural, como si tan natural no fuera morir de una caída, ahogarse en un naufragio, sucumbir en una epidemia o de una pleuresía (...). No confiemos en esas esperanzas; el que se realicen es cosa siempre rara; antes bien debe llamarse natural a lo que es general, común y universal. Morir de viejo es una muerte singular y extraordinaria (...)”.
Sabia lección esa de no perder la perspectiva a la hora de buscar siempre, a toda costa, la buena vida, ya sea en la salud... o la enfermedad.
■ Pilar G. Rodríguez
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