Es el último representante de esa gran tradición filosófica europea que parte de Nietzsche, continúa en Heidegger y desemboca en Gadamer y Derrida. Lo entrevistamos junto a Santiago Zabala, con quien firma el libro Comunismo hermenéutico (Herder).
En una entrevista recogida en el libro Ética de las verdades. Homenaje a Vattimo, el filósofo italiano afirma que, dentro de la izquierda europea, su postura filosófica y política estaría en el medio, entre el ilustrado Habermas (demasiado deudor de un enfoque kantiano) y el anárquico Derrida (al que ve como “un diablo de la secularización”). Su pensamiento está enraizado hondamente en la filosofía continental, dentro de esa corriente hermenéutica (y que se ha convertido en la koiné cultural de Occidente, según él) en la que se encuentran grosso modo la mayoría de los filósofos europeos.
Usted es conocido internacionalmente por ser el introductor del “pensamiento débil”.
¿En qué consiste?
Al comienzo fue un desafío, porque generalmente la palabra “débil” suscita una actitud un poco negativa, pero finalmente se reveló una palabra que, como suscitaba negatividad, se convirtió en una manera de polemizar y popularizar esta idea. ¿Por qué se le llamaba –y se le llama todavía– la teoría del pensamiento débil? Porque es una teoría filosófica que tiene en cuenta el acontecimiento de la posmodernidad, es decir, porque critica los grandes sistemas metafísicos que pretenden tener una concepción global del mundo, eso que Lyotard llamó “metarrelatos”, solo que él no desarrolló este discurso de una manera radical. El pensamiento débil se inspira mucho más en Nietzsche y en Heidegger, como si fuesen dos aliados. Nietzsche describe la historia del pensamiento occidental como un proceso de disolución de los absolutos (lo que él llamará al final “nihilismo”) que culmina en la ciencia positivista, es decir, en una ciencia que cree conocer las cosas tal como son practicando experimentos activos. No existe una contemplación del objeto como tal, sino una interacción con el sujeto, y la ciencia se convierte siempre en más tecnología. Nietzsche no está preocupado tanto por la verdad como por la eficacia. Se producen experimentos que confirman una hipótesis científica, pero nunca sabemos exactamente cómo son las cosas en sí mismas. Es decir, el nihilismo de Nietzsche podría considerarse como un desarrollo más radical de la filosofía de Kant, pero sin su idealismo. Desde la Antigüedad hasta nuestros días, hay una línea de pensamiento que se presenta –sobre todo en los escritos de Nietzsche– como una disolución progresiva de la idea de la objetividad.
¿Por qué ya no podemos creer en la verdad?
Porque ya no hay una verdad unitaria. La verdad se corresponde con unos criterios de verificación, pero estos no son siempre los mismos, sino que varían según las diferentes épocas y culturas. Las ciencias experimentales han descubierto que hay muchas premisas convencionales en su propia actividad de verificación o falsación. Por ejemplo, para comprender una proposición de física cuántica –algo de lo que yo no tengo ni idea– y verificarla o falsearla, tengo que tener una formación adecuada, y esto significa que tengo que compartir desde el comienzo una formación determinada, disponer de un conjunto de premisas, métodos, conocimientos, etc. Es decir, los a priori de Kant. La contradicción de Kant era que él pensaba que los a priori son iguales en todo el mundo, en todos los hombres. Yo digo siempre que entre Kant y la posmodernidad se encuentra la antropología cultural, cuando nos damos cuenta de que las diferencias culturales implican diferentes formas de acercarse a la realidad. Y eso no implica tener que ser idealista. Las cosas existen por sí mismas, pero las conocemos solamente desde el interior de algunos paradigmas, que son históricamente múltiples. Kant era un eurocéntrico; para él la razón occidental es la razón humana. Por ejemplo, Lévi-Strauss estudió culturas en las que el olfato era más importante que la vista. Es decir, hay maneras diferentes de entender el mundo, y el mundo se desdibuja en el interior de estas premisas diferentes.
Y la posmodernidad, ¿qué pinta en todo esto?
La posmodernidad es un marco epocal. Según Lyotard, como tenemos muchas culturas en competición, ya no hay un metarrelato que tenga más valor que otro. Hasta finales del siglo XIX, o principios del XX, Europa se veía a sí misma como el lugar de “la historia de la verdad”. Éramos las sociedades desarrolladas y los otros eran los pueblos subdesarrollados, que tenían que ser civilizados, ocupados, convertidos, etcétera. Hoy ya no podemos decir todo esto, y no por razones teóricas, sino por razones prácticas: esos pueblos se han rebelado y nos impiden llamarles “primitivos”. Si hoy los llamamos primitivos, probablemente nos matarían. Se acabó el eurocentrismo, y sin eurocentrismo ya no hay una unidad del pensamiento humano, sino que hay muchas humanidades, muchas épocas, muchas culturas. En resumen, el pensamiento débil se llama así porque tiene una visión de la evolución de la historia humana que tiende a la reducción de la objetividad, de la dureza de la realidad. Por ejemplo, si hoy hacemos un cálculo con un ordenador para el que necesitáramos cien matemáticos durante cien años, ¿cómo vamos a comprobar ese dato? Con otra computadora. Es decir, la realidad misma está un poco aligerada, no es tal y como nos la encontramos directamente. Toda nuestra experiencia está compuesta básicamente de ese tipo de comunicaciones que pertenecen más a nuestro lenguaje que a nuestra experiencia directa. Yo nunca he estado en Tasmania, pero sé que existe. Es decir, el pensamiento débil tiene en cuenta toda esta historia de la civilización humana que implica la disolución progresiva de los modelos absolutos. Esto es también un hecho teórico o científico (del que dan cuenta los paradigmas), un hecho político (porque las autoridades absolutas dejan el lugar a las autoridades constitucionales) y un hecho psicológico, porque Freud nos enseña que lo que nos parece absolutamente seguro quizá depende del hecho de que nuestra abuela nos descubrió robando mermelada hace años y Nietzsche nos recuerda que tenemos que sospechar sobre todo de las verdades que parecen más evidentes: las verdades de la televisión, de la publicidad, etc. Todo esto significa que progresivamente se disuelve la idea de objetividad perentoria. El pensamiento débil intenta reconstruir una racionalidad humana que no se base en unos principios absolutos que no podemos poner en duda.
¿Y cuál es la relación del pensamiento débil con la hermenéutica?
Hermenéutica es una palabra aparentemente complicada (aunque se utiliza muchísimo) que hace referencia simplemente a una teoría que pone el acento sobre la interpretación. Son precisamente Freud, Marx y Nietzsche quienes han consumado la disolución de la idea de verdad absoluta en favor de la de interpretación. Pongamos nuevamente el ejemplo de los paradigmas científicos. Tienes que tener un sistema de condiciones a priori de tipo kantiano, pero históricamente creadas por ti (por tus estudios), para poder entender lo real frente a ti en correspondencia con otros, para poder verificar ese conocimiento. Para probar una proposición de la física tienes que escribirla en lenguaje físico, que has aprendido en la escuela, al convertirte en un físico profesional. No se trata simplemente de mirar de forma pasiva lo que está ahí. Todo es interpretación. La hermenéutica es una filosofía que pone en su centro la idea de interpretación. ¿Qué tiene que ver con el pensamiento débil? Si no hay encuentro directo e inmediato con la cosa tal como es y tú no la registras pasivamente, tú eres un intérprete y, por tanto, tienes que organizar tu pensamiento alrededor de esta toma de conciencia: que todo lo que se dice es interpretación y que no hay directamente hechos. Hay una proposición de Nietzsche que naturalmente suscita mucha polémica: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Tomar conciencia de esto significa, por ejemplo, no aceptar a los economistas que dirigen nuestra política, y esto es fundamental. ¿Qué es lo que hace el así llamado gobierno tecnócrata que gobierna en Italia y ahora casi en toda Europa? Utiliza a personas que –probablemente de buena fe– dicen que conocen la estructura de la realidad y nos imponen medidas que dependen de esta idea. Pero se puede pensar que incluso este conocimiento supuestamente objetivo de la realidad (que obviamente se llama objetivo porque no es “objetado”, no es discutido) es un conocimiento interpretativo que lleva a cabo la comunidad de los economistas, que están de acuerdo en que tenemos que pagar la deuda y reducir el bienestar social. Pero esta es una comunidad históricamente creada que tiene sus intereses y que están condicionados por su ciencia, por su paradigma e interpretación. La idea del carácter interpretativo de la experiencia humana es un descubrimiento de libertad. Por ejemplo, la revolución francesa ha reivindicado la libertad y los derechos del hombre, pero lo ha hecho en contra de otra interpretación: la de que estos provienen de Dios. Es decir, siempre hay un problema de transformación de los criterios de verdad, que cambian históricamente, como los paradigmas científicos. Es la historia de debilitación de la objetividad: así descubrimos que la verdad no es una cuestión de encuentro con los hechos, sino de consentimiento con interpretaciones. Tomemos otro ejemplo, en este caso la idea de la verificación científica de un experimento: significa solamente que he realizado un experimento que da estos resultados, lo he escrito en lenguaje matemático (es decir, no ligado a mi situación determinada), lo he transmitido a otros que a su vez lo repiten y, si llega a tener éxito, se confirma la verdad. Pero incluso en esta situación la verdad no consiste en “encontrar el hecho”. Se llama así, hecho, cuando los experimentos tienen éxito. Esto sería una visión bastante pragmatista de la verdad. El hecho está en la verificación, no en el hecho en sí mismo: si la verificación tiene éxito, perfecto; pero si no lo tiene, se cambia.
¿Cómo puede convertirse la interpretación en una herramienta política?
¿Quién se escandaliza ante el pensamiento débil? ¿Quién tiene miedo de una interpretación que sustituya a los hechos? Las autoridades, los que tienen el poder sobre la colectividad. Si te preguntas hoy quiénes son los que no comparten el pensamiento débil, quien tiene miedo de que la gente se dé cuenta que eso que se llama “realidad” es una cuestión de consentimiento, experimentación e interpretación, obviamente son los que tienen el poder. Cuando los débiles del mundo se dan cuenta de que quienes los oprimen no esgrimen la verdad, sino la interpretación de su clase o grupo, quizás sepan que ha llegado el momento de la rebelión.
¿Por qué reivindicar hoy el comunismo, cuando parece que está ya completamente muerto?
[Interviene ahora Santiago Zabala] Nuestros colegas nos decían: “¿Por qué no lo llamáis “socialismo”? Muy simple: porque los partidos socialistas (por ejemplo, el español) hoy tienen ya poco de socialismo. Utilizar la palabra ‘comunismo’ implica también un ligero shock, una provocación, no solo política, sino también ideológica.
Si prescindes del determinismo histórico, la cientificidad, el recurso a la violencia, la propiedad estatal de los medios de producción, ¿qué comunismo queda?
Te queda el comunismo de Lenin: la electrificación más los sóviets. El desarrollo económico y tecnológico controlado por consejos populares, por una democracia. Pero lo que hoy tenemos en el capitalismo occidental es la electrificación sin sóviets (hoy los sóviets espantan muchísimo). ¿Qué eran los sóviets? Eran una democracia de base que habría que realizar con las instituciones apropiadas (que hoy no tenemos). Pero nuestra democracia, la democracia occidental, está controlada; es una democracia impuesta, neutralizada, y eso no es democracia. El comunismo es el ideal que tenemos que realizar a través de una construcción de formas de democracia más directas y menos condicionadas al dinero.
Entonces, ¿sigue vivo el fantasma del comunismo?
El problema es el siguiente: los europeos cada vez van menos a las urnas. ¿Por qué? Ya no existe un ideal de sociedad alternativa que pueda mover las masas. El último ideal que ha movido a las masas europeas después de la segunda guerra mundial ha sido el comunismo. Uno no puede sacrificar su vida por el libre mercado. Uno puede convertirse en mártir de un ideal de sociedad (es difícil llamarlo ahora “comunismo” después de Stalin y de la tradición soviética), pero el único ideal posible para reconstituir un proyecto político que nos persuada es el comunismo, como diría Lenin. Yo siempre digo: “El comunismo real ha muerto, ¡viva el comunismo ideal!”.
[Zabala añade] : Volver a hablar de comunismo tiene que ver también con eso de que la objetividad no existe. Es mejor retomar algo en lo que confiamos (por ejemplo, el comunismo) de una forma diferente, en nuestro caso “debilitada”. Es el mismo problema que el de la superación de la metafísica. Algunos piensan que después de la muerte de Dios ya no hay nada más. No: hay un Dios menos malo que molesta menos. Lo mismo puede ocurrir con el “comunismo ideal”. Después del comunismo real puede haber un comunismo menos agresivo.
Una de las cosas que más llaman la atención del libro es su dedicatoria. ¿Por qué habéis dedicado el libro a Castro, Chávez, Lula y Morales?
[Zabala responde]: No olvidemos que economistas como Krugman o Stiglitz hablan muy bien de estos dirigentes. Los medios de comunicación nos cuentan que Chávez era un terrorista, cuando fue más pacificador que Obama. El problema de teóricos como Negri y Žižek es que ellos no dicen claramente si están a favor de Chávez o Morales. Nosotros sí lo hacemos explícitamente en este libro (lo que es una diferencia sustancial), y luego casi la mitad del libro son notas (lo que es extraño en un libro de filosofía teórica). Y no creemos que sea excesivo porque estamos hablando de que todo el mundo habla mal de Chávez o Morales cuando la realidad, en el fondo, es muy diferente. Por eso era necesario demostrar específicamente con datos nuestras afirmaciones. El libro está estructurado de tal forma que si te parece una locura, lee las notas. De ahí los siete años que hemos necesitado para terminarlo. ❖ Gabriel Arnaiz
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