La respuesta ante la tentación es siempre la humildad
El primer domingo de la Cuaresma comienza en el desierto: “En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre”.
El desierto es el lugar en que cada uno toca sus límites y también sus fuentes. Jesús regresa del Jordán con la fuerza del Espíritu en su alma y se va al desierto. Ha recibido la voz de lo alto diciéndole que es el Hijo amado y se va al desierto.
Su Padre le ha dicho quién es en lo más profundo de su alma, le ha revelado su vocación personal. Su nombre. Ahora se va cuarenta días a despojarse de todo para tocar lo más hondo de su verdad. Me encanta esa imagen.
Jesús necesitó replegarse un tiempo para orar, para estar a solas con su Padre, para beber del pozo antes de ser fuente para todos. No estaba solo. Fue llevado por el Espíritu. Eso me da paz porque será igual conmigo.
Sintió hambre. Y seguramente sintió también la soledad y la inquietud. La alegría de haber descubierto su misión. Tendría preguntas en su corazón humano. Pero se fiaba.
Sería un tiempo de dar un sí a ese inicio de camino, a ser peregrino entre los hombres y dejar el hogar de Nazaret. Serían unos días de volver a renovarse en su vocación de entrega, de ser todo para todos.
Las raíces de su vida pasan por Nazaret y por esa experiencia de desierto de cuarenta días.
Hoy el Evangelio nos habla de las tentaciones. El demonio tienta a Jesús. El Espíritu se lo lleva al desierto donde Jesús es tentado. Fue tentado en la austeridad de una vida en oración.
Allí, el demonio entra en su vida y le tienta en su indigencia, cuando se sabe hijo, niño en las manos de Dios. Es curioso, allí donde aparentemente tendría que haber menos tentaciones, es donde Jesús vive con más fuerza la tentación.
El Padre Pío dice respecto a las tentaciones: “El ser tentado es signo de que el alma es muy grata al Señor”. Cuando somos tentados tenemos que sentirnos predilectos de Dios.
Dicen que cuando más nos retiramos a la oración y la soledad más nos tienta el demonio. Allí donde deberíamos ser más fuertes por llevar una vida de ayuno y oración, allí precisamente escuchamos con más claridad la voz del demonio.
El demonio siempre espera su ocasión para tentarnos. ¿Cuándo somos más vulnerables a su acción? Con cada uno actúa de forma diferente. Nos tienta allí donde somos más frágiles, donde estamos más heridos.
En la película El abogado del diablo dice el diablo: “He alimentado todas las sensaciones que el hombre ha querido experimentar, siempre me he ocupado de lo que quería. Y nunca le he juzgado, ¿por qué? Porque nunca le he rechazado, a pesar de todas sus imperfecciones”.
El demonio toma nuestros deseos y nos da la posibilidad de realizarlos con rapidez. Nos hace creer que cuando consigamos todo lo que queremos seremos más felices. Nos adula. No nos rechaza nunca. Nos alienta a querer ser como Dios. Nos hace pensar que todo ocurre gracias a nosotros. Nos tienta en la vanidad.
¿Cuáles son mis mayores tentaciones? ¿Dónde soy tentado con más frecuencia? Cada uno sabe sus tentaciones.
A veces me tienta con el atractivo de los bienes. Con esos planes que sueño y deseo. Con el anhelo de tener siempre más. ¿Dónde pongo el límite? Jesús me pide que me pregunte si vivo con libertad todo lo que poseo.
Me tienta con mi deseo de placer. De satisfacer lo que deseo. En otras ocasiones con la alegría que nos da tener poder.
A veces no es fácil discernir si viene de Dios o no lo que me tienta. Jesús fue tentado, venció y nos mostró que es parte de nuestra vida ser tentados. Cuento con las tentaciones. Pero también sé que puedo ser fiel. A veces caeré. Pediré perdón y volveré a empezar.
Siempre puedo empezar de nuevo. Desde las cenizas. A veces las tentaciones serán sutiles. Me costará saber de dónde vienen. Pero siempre irá Dios conmigo. Él hace conmigo una historia santa y cuento en ella con la tentación del demonio y la fuerza de Dios.
Dice el Papa Francisco: “Cristo conoce nuestra fragilidad, la debilidad de nuestro corazón, sabe que necesitamos sentirnos amados para hacer el bien”.
Me doy cuenta de las tentaciones por las que me suelo dejar llevar. Tan tentador es ese poder que me llena de orgullo. Me centro en mí mismo.
La respuesta ante la tentación es siempre la humildad. Me sé sostenido por Dios en medio del desierto. En el desierto el Espíritu trabaja mi corazón. Allí soy probado y tentado. Allí me hago más dócil al querer de Dios. Más niño. Jesús me salva en la tentación, me saca del desierto. Si confío en Él. No soy defraudado si confío en el amor de Dios y me abandono.
Jesús nos muestra hoy que su amor es más fuerte que la magia. El diablo le tienta con los milagros, con lo más suyo: “Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan. Si Tú te arrodillas delante de mí, todo será tuyo. Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, y que los ángeles cuiden de ti”.
Le tienta con el poder de ser Dios. Y no creatura. Le tienta en el desierto igual que Pedro más tarde le tentará cuando le diga que no tiene por qué morir.
Nosotros también tentamos así a Dios. Le decimos: “Si eres Dios haz esto a mi medida. Y hazlo ya. Dentro de mi plazo, de la forma como yo te digo. Y si no, no eres Dios y dejo de creer en ti”.
En realidad no conozco a Dios. ¿No es verdad que esa es nuestra oración tantas veces? Le pido que haga algo porque es Dios, y puede. Y si no lo hace es porque no me quiere, o porque no es Dios. La misma tentación del mal ladrón en la cruz: “Si eres hijo de Dios sálvate a ti mismo y a nosotros”.
Nosotros muchas veces somos como ese mal ladrón, o le decimos a Dios lo que el diablo le plantea hoy a Jesús. Que si es Hijo de Dios haga que sus planes sean los míos. Que se cumpla lo que yo quiero.
En realidad, lo que le pido, es ser yo como Dios y lograr que Dios sea mi siervo. Me convierto en el centro del universo.Yo soy el que conduce mi vida, no el Espíritu. Soy el que le indica a Dios lo que tiene que hacer para hacerme feliz. Yo lo sé mejor que nadie.
Esa es la lucha real en el desierto. También la de Jesús. Jesús es el Hijo obediente. El Hijo amado que se entrega y no pretende ser más que su Padre. Jesús va descifrando cada día en la intimidad con su Padre su voluntad.
Lo dirá en Getsemaní tres años después: “Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Me conmueve ver este amor de Jesús tan hondo a su Padre. Este amor de Jesús a los hombres al compartir con ellos ese modo de caminar tan humano.
Comparte mi búsqueda, el ir rastreando a Dios, amando, sin saberlo todo. Cada día un paso. En el desierto, Jesús vuelve a poner a su Padre en el centro.
Es impresionante esta escena. En el Jordán su Padre le habló diciendo que era su Hijo amado, su predilecto. Hoy Jesús, en el desierto, vuelve a repetir que Dios es su Padre amado y que Él es el hijo obediente.
Me gustaría aprender de Jesús su silencio, su docilidad, su forma de ir a lo verdadero. Me gustaría saber ponerme al servicio de mi Padre como lo hace Él. Y Él, que es Dios, pasa hambre y lo acepta. Él, que es Dios, vive la soledad y la acepta.
Él, que es Dios, vive ese claroscuro de caminar en la tierra, y lo abraza. Toca la impotencia del hombre y por amor la vive a fondo. No hay amor más grande. Yo quiero vivir como Él. Sin magia, sin poderes especiales. En el lago y en el camino, en el desierto y en la barca, en la cruz y en el tabor.
Jesús siempre es el Hijo. No cambia en función de las circunstancias. Porque su vida está cimentada sobre roca. Porque le dio un sí al plan del Padre en esos días de desierto.
Yo hoy quiero renovar mi sí a Él. Solo a Él. A lo que soy. A mi historia. A mi desierto y a mis montes. A mi hambre, a mi soledad, a mi miedo, a mi necesidad de milagros. A mis ideales.
Pienso que las estrellas nunca se ven con tanta claridad como en el desierto. Cada noche, Jesús las vería. Y descansaría en su Padre. Allí estaría su reposo, su fuerza. Quiero estar con Jesús en el desierto y dejar que Dios me conduzca en mis momentos de sequedad y preguntas.
Pienso que el desierto es un tiempo para elegir con profunda libertad. Para optar por aquello que me hace más verdadero, más auténtico, más de Dios. Un tiempo para detenerme y volver a mirar mi vida, y optar de nuevo por Dios.
Jesús eligió. Eligió tres veces, eligió mil veces ser hijo. Y esa elección la mantuvo toda su vida, hasta la cruz. ¿Y yo? ¿Qué elijo yo en mi desierto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario