SOFRONISCO y Fenaretes estaban muy tristes. No
por tener esos nombres —total ya estaban acostumbrados—, sino porque el hijo que
habían esperado con tanta ansiedad acababa de nacer y era tan feo que quitaba
el hipo. La fea criatura —bizca, de nariz corta y
ancha, boca enorme y piernas chuecas— era Sócrates. Años más tarde, cuando Sócrates todavía era un
niño, ya las madres de Atenas asustaban a sus hijos con esta amenaza:
—Si no te tomas la sopa, voy a llamar a
Sócrates...
Tiempo después, cuando murió Sofronisco, que
era escultor, le ofrecieron a Sócrates que lo reemplazara en el taller donde
esculpían los frisos y estatuas destinados a decorar los edificios de la Acrópolis. El aceptó, pero mejor no lo
hubiera hecho. Las esculturas que produjo eran magníficas, pero juzgadas con el criterio de los críticos modernos. El arte de Sócrates era abstracto,
cubista, cualquier cosa, menos griego. Le encargaban una estatua de Afrodita y
él entregaba un bloque de mármol de forma extraña, que excitaba la imaginación
e inducía a pensar en las montañas de la luna, en los terremotos, en los
ataques de los bárbaros, pero no en Afrodita.
—Soy un artista incomprendido —decía Sócrates.
Pero lo dejaron cesante de todos modos. Una tercera desgracia —su matrimonio
con Jantipa— habría de empujarlo definitivamente hacia esa paciente resignación
que caracteriza su filosofía. Jantipa tenía veinte años —edad a que las
griegas se consideraban solteronas—, y sentía, que el tren la había dejado definitivamente.
Fue entonces que alguien le habló .de Sócrates. Este era
feo y pobre. Andaba con una túnica raída y llena de agujeros, y ni siquiera
tenía sandalias: en las ocasiones más solemnes, Sócrates se presentaba
descalzo. Además, presentaba algunos síntomas epilépticos y paranoicos: a veces se quedaba quieto
largo rato, como una estatua, sordo y ciego a cuanto ocurría a su alrededor.
Cuando volvía en sí, contaba que había estado escuchando la voz de su “demonio
bueno” —una especie de Ángel de la Guarda—, el que le aconsejaba lo que tenía
que hacer. Otras veces, se exaltaba tanto mientras hablaba, que se daba
coscorrones y se arrancaba los cabellos, y terminaba formulando rotundos
juramentos.
A Jantipa le advirtieron todo eso, pero ella
estaba ansiosa de casarse, pues comprendía que ésta era su última oportunidad,
y se limitó a comentar:
—Y bueno, peor es nada...
Sócrates, por su parte, se sentía solo, y la
idea de tener una compañera no le desagradó. Estaba dispuesto a casarse con
cualquier cosa, pero, para que no se notara, le preguntó a su amigo Critón:
—¿Tiene buen carácter esa tal Jantipa?
—¡Hum!... A decir verdad, ella es un poco...
difícil...
—Pues... no tiene importancia. Al fin y al
cabo, un buen jinete tiene que domar hasta el caballo más chúcaro.
Todo cuanto le hubieran dicho de Jantipa
habría sido poco. Ella era alta, flaca, huesuda, fea, peleadora e histérica.
Pero Sócrates lo comprendió demasiado tarde. Jantipa era una mujer y eso
bastaba. Y se casó.
Al día siguiente de casarse, ya estaba
arrepentido. La segunda noche de bodas la pasó farreando con una niña llamada
Teodota, de la cual sólo se sabe que no tenía oficio alguno y que, sin embargo,
ganaba mucha plata. Al parecer, era un alma bondadosa, pues sus amigos —que se contaban por docenas— comentaban que era “muy güena”.
Con aquel hecho, la guerra fría en el hogar de
Sócrates estaba declarada. Se prolongó durante muchos años, y a veces se
agudizó, como aquella en que Jantipa, no contenta con poner a Sócrates de
vuelta y media delante de sus amigos, le tiró un balde de agua. Sócrates, que
nunca perdía la calma, se volvió hacia ellos y les dijo:
—Como ustedes ven, mi mujer no sólo truena,
sino que, además, llueve...
Sus amigos estaban asombrados.
—¡Pero, Sócrates, cómo puedes soportar a esa
mujer!
—La explicación es muy clara —repuso él—.
Después de sufrir a Jantipa encuentro simpática a toda la gente.
Sócrates tenía bastante culpa en eso de que su
hogar no fuera dulce sino ácido y amargo como una naranja verde, pues no le
daba a su mujer ni un centavo. Ni tenía de dónde sacarlo, ya que se pasaba los
días charlando por las calles de Atenas. Pero él siempre encontraba razones
para justificarse. Una vez, Jantipa, sumamente preocupada al ver que el hijo de
ambos, Lamprocles, parecía una radiografía viviente, le dijo a Sócrates:
—Oye tú, holgazán, no cesas de conversar con
tus amigos, sin hacer otra cosa en todo el día, y no tenemos dinero siquiera
para comprar al niño un pedazo de pan.
—No te preocupes, Jantipa, que no sólo de pan
vive el hombre. Por otra parte, debes recordar que la austeridad es una
virtud...
—Con ese cuento nos engatusó Pericles...
—Y ten en cuenta que si el chico se acostumbra
a las privaciones, estará mejor preparado para la lucha por la vida.
—Pero el niño tiene hambre, Sócrates...
—Y bien, ¿qué es el hambre?
Cuando Sócrates veía perdida una discusión,
acudía a ese recurso: interrogar a su interlocutor, en la misma forma como lo
hacían los sofistas. Y cuando, a pesar de eso, su contrincante llevaba las de
ganar, apelaba a la moral. Veamos cómo siguió aquella discusión con Jantipa.
—El hambre es eso que tú y yo y todo el mundo
siente cuando no ha ingerido ningún alimento, viejo parlanchín —dijo ella.
—¿Y de cuántas clases puede ser el alimento,
Jantipa? No me negarás que, por lo menos, existen alimentos para el cuerpo y
alimentos para el espíritu. ¿Y qué es más importante, alimentar el cuerpo o el
espíritu? ¡El espíritu, indudablemente! Y dime, ¿no es acaso inmoral
preocuparse de los alimentos del cuerpo cuando el espíritu está sediento y
hambriento? Dile a nuestro hijo que deje de preocuparse de cosas inferiores,
como es el pan, y que trate de adquirir sabiduría y virtud.
Jantipa no supo qué replicar. Lamprocles, que
no había comido en tres días, mordisqueaba con entusiasmo una de sus sandalias,
tratando de arrancarle un pedacito. Platón, que se hallaba presente, tomaba
apuntes del diálogo sostenido por Sócrates con Jantipa, y, cuando comprendió
que la conversación había terminado, tomó a su maestro de un brazo y salió con él. Y, como todos los días a esa misma hora, le
dijo:
—Maestro, os invito a almorzar,
—Gracias, mi buen Platón —contestó Sócrates—.
Ya sabes que para mí no tiene importancia el alimento del cuerpo, así como
ninguna cosa material. Pero, como temo ofenderte si rechazo tu gentil
ofrecimiento, lo acepto encantado.
Y, como todos los días, comió opíparamente en
casa de Platón y bebió en grandes cantidades el exquisito vino dulce de Creta. La conversación fue, como siempre, un diálogo
en el que Sócrates preguntaba y los demás respondían. A fuerza de practicar, Sócrates había adquirido una gran habilidad en este ejercicio. Platón y los
demás comensales eran todos jóvenes aristócratas, ricos, dueños de esclavos y
enemigos de la democracia. Sócrates no tenía dónde caerse muerto, pero, quizá
para que no se acabaran las invitaciones a almorzar, también atacaba a la
democracia. Los jóvenes estaban encantados con él.
—Esta es una democracia de harapientos —decía
Sócrates, y agregaba—: ¿Cómo puede hacer un buen gobierno esa bulliciosa
multitud de zapateros remendones, herreros y barberos? Es imposible. Hay
que poner a la chusma en su lugar, enseñarle que las labores de gobierno
corresponden a los hombres superiores. Hay que enseñarle, además, a soportar
sin una queja su situación inferior. El que se queja del destino ofende a los
dioses.
De todas sus enseñanzas, éstas eran las que
más gustaban a sus discípulos ese menosprecio por los bienes terrenales que
predicaba. Sócrates, y la conveniencia de que cada cual se conformara con su
suerte. Ellos estaban muy satisfechos de ser ricos y no menospreciaban en
absoluto sus riquezas, pero les parecía muy conveniente difundir esa doctrina
entre el pueblo.
—¡Estos rotos están cada día más alzados!
—comentaban.
Platón seguía a Sócrates a todas partes, y no
se perdía una sola de sus palabras.
De cuanto él decía tomaba apuntes en un
cuaderno. Después los pasaba en limpio y los llevaba a la editorial para que se
publicaran con el título “Diálogos de Platón”. Así ganó una fortuna en derechos
de autor.
De esta manera pasaba Sócrates el tiempo,
feliz y apaciblemente, conversando con sus aristocráticos discípulos por las calles y paseos de Atenas, o en
bien provistos comedores.
Transcurrieron muchos años, y Sócrates seguía
charlando y charlando, y Platón tomando apuntes y más apuntes, hasta que un día
aquél recibió una citación judicial.
El gobierno, temiendo que el semillero de
reaccionarios que mantenía Sócrates pudiera urdir una conspiración, como aquella que un siglo antes organizó Pitágoras, decidió eliminarlo. Pero la
acusación que se hizo contra el
filósofo no mencionó los motivos políticos que la inspiraban, sino que se
fundamentó en el aspecto religioso de sus enseñanzas, para despistar.
Una vez ante el jurado de quinientos miembros
que habría de conocer el caso, sus perseguidores formularon la acusación:
—Sócrates es un ateo que cree en un solo dios.
Pedimos contra él la pena de muerte, porque está corrompiendo a la juventud con
sus ideas impías dice que el sol es de fuego, y que la luna es de tierra...
—Perdón —interrumpió Sócrates—, ¿no me estará
confundiendo usted con Anaxágoras?
Una cáscara de naranja, arrojada con certera
puntería por algún fanático que asistía al juicio, hizo callar a Sócrates.
Después que los acusadores terminaron su
exposición, se le concedió la palabra a Sócrates, para que se defendiera, y él,
de acuerdo con su costumbre, sometió a sus detractores a un interrogatorio y
aprovechó de decir algunas frases para la posteridad, como “sólo sé que nada
sé”, “soy un tábano sobre el lomo del Estado”, y otras por el estilo. Además,
pidió que, en lugar de condenarlo, lo declararan ciudadano ilustre de Atenas.
—Eso es lo que en justicia merezco —añadió
modestamente.
Y al terminar su defensa, siguiendo la
costumbre de Atenas, dijo:
—¡Ciudadanos, salud!
—Con cicuta —le contestó a coro el jurado.
Ese era el veredicto. No había nada que hacer.
El público se retiró del tribunal en medio de
bulliciosos comentarios. Sólo quedaron ahí los discípulos de Sócrates, cabizbajos
y tristes. Platón, como siempre, tomaba apuntes de todo,
sin perder palabra de su maestro.
Dos guardias condujeron a Sócrates al fondo
del edificio, donde había un jardín. Hasta allá lo siguieron sus discípulos,
como los pollitos tras la gallina que es conducida a la olla.
—Huid, maestro —dijeron los muchachos.
—Y bien, ¿qué es huir? —interrogó Sócrates.
Dialogando estaban cuando se acercó el
verdugo, un individuo cruel a quien apodaban “El Sádico”.
—¿Cómo quiere la cicuta el señor? —preguntó al
filósofo.
—Con bastante azúcar —contestó Sócrates, sin,
inmutarse.
—¿Los señores se sirven alguna cosita?
—preguntó el verdugo a los discípulos.
Sólo Platón tuvo sangre fría para responder:
—A mí me trae una panimávidapoco rato volvió
el verdugo. Sócrates tomó la copa de veneno con mano segura y la bebió de un
trago. Apenas lo había hecho cuando exclamó:
—¡Oh, se me han dormido los pies!
—¿Quieres que traiga un despertador? —preguntó
el más torpe de los muchachos.
Sócrates no le hizo caso y continuó
transmitiendo los efectos del veneno:
—Ahora no siento las piernas..., ni el
abdomen..., ni el pecho... Se me han dormido los brazos..., y se me está
adormeciendo también la leng...
Eso fue lo último que dijo.
La ejecución de Sócrates causó gran revuelo, y
Atenas entera fue censurada por su muerte. Como siempre que alguien muere, sus
méritos fueron exagerados sin moderación alguna, como lo prueban estos versos
que escribió Eurípides:
Matasteis a Sócrates,
la dulce musa... (Jose Leonidas).