No será ya, como entre los griegos, el estudio de la
naturaleza quien construirá una nueva mansión cósmica para el alma solitaria
del Occidente posagustiniano, sino la fe. Surge el cosmos cristiano, tan real
para el cristiano medieval que el lector de la Divina Comedia emprendía in
mente el viaje a lo más profundo del infierno y, subiendo luego por las espaldas
de Lucifer, atravesaba el purgatorio hasta llegar al cielo de la Trinidad, pero
no como quien realiza una expedición por terrenos inexplorados sino por
regiones de las que poseemos mapas muy exactos. Otra vez tenemos un mundo
cerrado, una mansión donde el hombre puede aposentarse. Este mundo es todavía
más finito que el de Aristóteles, porque ahora entra también en el cuadro el
tiempo finito, el tiempo finito de la Biblia que toma la forma del tiempo
cristiano.
El esquema de esta imagen del mundo es una cruz cuyo madero
vertical es el espacio finito entre cielo e infierno, que nos lleva
derechamente a través del corazón humano, y cuyo travesaño es el tiempo finito
desde la creación hasta el día del juicio; su centro, la muerte de Cristo,
coincide, cubriéndolo y redimiéndolo, con el centro del espacio, el corazón del
pobre pecador. En torno a este esquema se construye la imagen medival del
mundo. Dante pobló de vida el interior de ese mundo, pintando las vidas de
hombres y de espíritus, pero sus perfiles conceptuales fueron trazados por
Tomás de Aquino. (MARTIN BUBER).
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