DALE CARNEGIE, el famoso autor de los libros
sobre “Cómo hacer esto” y “Cómo hacer lo otro”, tiene numerosos precursores.
Uno de ellos fue Protágoras1, quien escribió un libro titulado “Cómo ganar
siempre las discusiones”.
Según Protágoras, es verdadero aquello que
cada hombre acepta como tal. “Algunos hombres prefieren a las mujeres gordas
—decía Protágoras—, mientras que otros prefieren a las flacas, pero es
imposible decir “éstas son mejores que las otras”, pues sobre gustos no hay
nada escrito, o, dicho de otro modo, cada hombre es la medida de todas las
cosas.”
Esa actitud permitía a Protágoras buscar
razones para defender cualquier cosa, tal como lo hacen algunos políticos y
periodistas.
En la época en que vivió Protágoras, los
abogados todavía no existían —¡dichoso tiempo aquel!—, y la gente tenía que
hacer su propia defensa ante los tribunales. Protágoras aprovechó esta
circunstancia para poner una escuela de oratoria, en la que entrenaba gente
para comparecer ante los jueces. Los avisos de propaganda de su establecimiento
decían “Aprenda a usar su lengua en la Escuela de los Sofistas”.
Sofistas significaba “sabios” y no
“partidarios de la Sofía”, como pretenden algunos. En la escuela, Protágoras y
sus colaboradores enseñaban a sus alumnos cómo debe conducirse una discusión de
modo que el contrincante admita las razones de uno. Para esto hay que encadenar
los pensamientos en forma tal que se des‐prenda de ellos una conclusión aparentemente lógica, pero que en
realidad no lo es. A este truco le llamaban “sofisma”. He aquí un ejemplo de
sofisma, en el cual Protágoras interroga a su alumno Clesipo:
—Me dijiste hace días que tienes una perra,
¿no es así, Clesipo?
—Así es, maestro.
—¿Estás seguro de que la perra es tuya?
—Por cierto. Se la compré a un vecino.
—¿Y tiene cachorros la perra?
—Sí, tiene cuatro.
—De modo que la perra es madre.
—Así es.
—Y además es tuya.
—Lo acabo de decir.
—Luego, la perra es madre y tuya. ¿Cierto?
—Sí, madre y mía.
—O sea que la perra es tu madre.
En otra ocasión, el sofista Gorgias
interrogaba a otro alumno de la escuela:
—¿Cómo está tu mujer, Cornelio?
—Está bien, profesor.
—¡Oh, cuánto me alegro, pues oí decir que la
habías perdido!
—Afortunadamente la tengo aún.
—Zeus te la conserve. Pero dime: no has
perdido a tu mujer y por lo tanto la tienes, ¿no es así?
—Sí.
—Es decir que lo que no se ha perdido se tiene.
—Efectivamente.
—¿Has perdido cuernos?
—No...
—¡Entonces los tienes!
Así pasaban los días los sofistas, en amables e ingeniosos
diálogos, que les reportaban bastante dinero y algunas contusiones.
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