SAN AGUSTÍN fue el primer hombre que escribió
sus memorias íntimas, a las que tituló “Confesiones”. Por ellas se sabe que en
su juventud fue un gran pecador. Cuenta en su autobiografía que cuando niño fue
sorprendido en el peral de un vecino, comiendo fruta:
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el vecino,
furioso.
—Comiendo manzanas —contestó el santo.
—¡Mientes! —dijo el vecino—. Este es un peral.
—¿Y no puedo haber traído las manzanas en un
paquetito? —replicó Agustín.
Pero estaba comiendo peras, peras robadas.
Este pecado amargó a San Agustín hasta su muerte. En sus “Confesiones” dedica
siete capítulos a lamentar este robo.
Mas no fue este affaire de las peras lo
único que debió lamentar el ilustre teólogo.
A los dieciséis años de edad, viajó a Cartago.
De lo que allí vio e hizo, dice en sus “Confesiones”: “Todos a mi alrededor
hervían en una caldera de amores ilegales. Yo no amaba todavía, pero amaba el
amor... Amar y ser amado era dulce para mí; manché, por eso, la primavera de la
amistad con la inmundicia de la concupiscencia y oscurecí su fulgor con el infierno de la lascivia”.
Pero no se crea que San Agustín era un pecador
sin conciencia. No. Su conciencia le atormentaba sin cesar, y constantemente pedía a la Divinidad: “Señor; dame castidad y continencia, pero todavía no”.
De tanto pedir castidad y continencia, le
fueron concedidas. En la religión y en la filosofía encontró una paz interior
que antes no había conocido, y un campo enorme al cual entregar su saber y su
envidiable energía.
San Agustín es, sin duda, a causa de su
redención, un ejemplo que reconforta. Todos debemos aspirar a componer nuestra
conducta de manera tan radical como él. Yo os invito, lectores míos, a que os
alejéis de las tentaciones carnales, como San Agustín, para lo cual debéis
ayudaros con estas palabras suyas “Señor, dame castidad y continencia, pero
todavía no”. El método es infalible. Os, aseguro que, con este sistema, antes
de cumplir setenta años seréis tan castos como un recién nacido.
Durante la segunda mitad de su vida, San Agustín escribió
numerosas y profundas obras, en las cuales mezcló las enseñanzas de Jesús con
las doctrinas de los aristócratas esclavistas Platón y Aristóteles. Bajo el
alud de pensamientos reaccionarios de esos dos griegos, las palabras
revolucionarias de Jesús quedaron sepultadas.
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