CUANDO muchacho, Pitágoras era alegre, jovial,
dicharachero y bromista. A veces iba de la isla de Samos, donde él vivía, al
continente, y allí, acompañado de un amigo, se entretenía en detener a los
transeúntes para decirles:
—Nosotros no somos de aquí.
—¿No? ¿Y de dónde son? —le preguntaban.
—Somos de Samos —contestaba Pitágoras, y él y
su amigo se alejaban muertos de la risa.
No era de un fabuloso ingenio, como puede
apreciarse, pero, por lo menos, era un tipo simpático. Así fueron las cosas
hasta que la familia la madre sobre todo comenzó a hacerle ver que por ese
camino no llegaría a ninguna parte. Los jóvenes que habían sido compañeros de
Pitágoras en el colegio tampoco trabajaban, es cierto, pero ya eran militares,
sacerdotes o políticos. Y él, como los zorzales, sólo sabía comer y cantar. Perfectamente habría podido seguir su vida
igual que hasta entonces, pues era rico, tenía esclavos y no necesitaba
trabajar. Pero los prejuicios del ambiente eran muy poderosos, y Pitágoras
tuvo que seguir la corriente.
Para comenzar a ser persona seria, se casó.
Desde entonces se rió muy poco. Después se dedicó a las matemáticas, y como
todo matemático que se respete debe inventar algo, Pitágoras inventó su famoso
teorema, al que todavía le están buscando alguna aplicación práctica. Como
homenaje a su familia, les dio a los trazos de esa figura geométrica los
nombres de su mujer, Hipotenusa, y de sus hijos, los Catetes. Pitágoras inventó algunas expresiones que
todavía se usan en matemáticas, tales como “el cuadrado de un número”, “el cubo
de un número” y “este problema es un queso”.
A los treinta años, Pitágoras ya había perdido
todo su buen humor. Su mujer se quejaba todo el día de las empleadas; sus hijos
peleaban con los niños del vecindario, y los esclavos —instigados probablemente
por malvados agitadores— pedían constantemente aumento de salarios y reducción
de la jornada de trabajo a veinte horas diarias. —Estos sinvergüenzas están cada día más flojos
—rezongaba Pitágoras—. Quieren darse la gran vida.
Entonces fue que decidió
dedicarse a la política, a la religión y a la filosofía: en política combatiría
al partido democrático, que estaba en el gobierno; a través de la religión
trataría de amansar a sus examenes amansar a sus esclavos, y la filosofía la usaría para despistar. Para conspirar con tranquilidad, fundó una
secta secreta, a la que invitó a numerosos miembros del partido aristocrático,
que eran, como él, ricachones que tenían problemas con sus esclavos.
Reunidos
en el local de la institución, lejos de miradas y oídos indiscretos, Pitágoras
y sus amigos prepararon un golpe de Estado. Mientras tanto, para distraer a la
opinión pública, dejaron entrever que se preocupaban de cosas sobrenaturales,
para lo cual realizaban ritos misteriosos en medio de símbolos esotéricos. Pitágoras
elaboró los Doce Mandamientos Pitagóricos, uno de los cuales prohibía comer
porotos, y, además, formuló su doctrina filosófica, tanto o más esquizofrénica
que las anteriores:
“Todas las cosas fueron hechas de números”.
Todo ese camuflaje con que se rodeó la
conspiración estuvo tan bien hecho, que todavía hay algunos que consideran a
Pitágoras un místico.
En su época, la maniobra funcionó a la
perfección, y los conciudadanos de Pitágoras ni se dieron cuenta cuando de la
mística secta de los pitagóricos partió un golpe de estado que derribó al
gobierno democrático.
Tiempo después, los demócratas recuperaron el
gobierno, clausuraron la institución y persiguieron a los pitagóricos. Entonces
Pitágoras y los demás conspiradores pusieron el grito en el cielo
—¡Este es un régimen totalitario! ¡Reclamamos
libertad religiosa! ¡Reclamamos libertad para la cultura!
Pero sus quejas no tuvieron repercusión.
Formaron un gobierno en el exilio, destinado a atraerse las simpatías de los
extranjeros, pero para que este tipo de gobierno mantenga su dignidad necesita
recibir una subvención de alguna parte, sistema que todavía no se había
inventado.
Los problemas, los achaques y la vejez terminaron
por desequilibrar a Pitágoras, que terminó tomando en serio la religión que
fundó. Los últimos años de su vida los dedicó a predicar el pitagorismo, a
hacer milagros y a difundir la idea de que él había sido enviado por Dios a los
hombres para salvarlos.
—Modestia aparte, yo tengo origen divino— les
decía a las muchedumbres ingenuas, que lo escuchaban embobadas. Con todos esos elementos, el pitagorismo se
transformó en una religión muy atractiva, y alcanzó una gran difusión. Durante
varios siglos fue corriente ver en los hogares griegos imágenes de Pitágoras,
hechas de yeso y pintadas de colores, ante las cuales la gente acostumbraba
poner flores y encender velas, como una forma de prevenir enfermedades y
desgracias de todo tipo.
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