26 sept 2013

PITÁGORAS




CUANDO muchacho, Pitágoras era alegre, jovial, dicharachero y bromista. A veces iba de la isla de Samos, donde él vivía, al continente, y allí, acompañado de un amigo, se entretenía en detener a los transeúntes para decirles:

—Nosotros no somos de aquí.
—¿No? ¿Y de dónde son? —le preguntaban.
—Somos de Samos —contestaba Pitágoras, y él y su amigo se alejaban muertos de la risa.

No era de un fabuloso ingenio, como puede apreciarse, pero, por lo menos, era un tipo simpático. Así fueron las cosas hasta que la familia la madre sobre todo comenzó a hacerle ver que por ese camino no llegaría a ninguna parte. Los jóvenes que habían sido compañeros de Pitágoras en el colegio tampoco trabajaban, es cierto, pero ya eran militares, sacerdotes o políticos. Y él, como los zorzales, sólo sabía comer y cantar. Perfectamente habría podido seguir su vida igual que hasta entonces, pues era rico, tenía esclavos y no necesitaba trabajar. Pero los prejuicios del ambiente eran muy poderosos, y Pitágoras tuvo que seguir la corriente.

Para comenzar a ser persona seria, se casó. Desde entonces se rió muy poco. Después se dedicó a las matemáticas, y como todo matemático que se respete debe inventar algo, Pitágoras inventó su famoso teorema, al que todavía le están buscando alguna aplicación práctica. Como homenaje a su familia, les dio a los trazos de esa figura geométrica los nombres de su mujer, Hipotenusa, y de sus hijos, los Catetes. Pitágoras inventó algunas expresiones que todavía se usan en matemáticas, tales como “el cuadrado de un número”, “el cubo de un número” y “este problema es un queso”.

A los treinta años, Pitágoras ya había perdido todo su buen humor. Su mujer se quejaba todo el día de las empleadas; sus hijos peleaban con los niños del vecindario, y los esclavos —instigados probablemente por malvados agitadores— pedían constantemente aumento de salarios y reducción de la jornada de trabajo a veinte horas diarias. —Estos sinvergüenzas están cada día más flojos —rezongaba Pitágoras—. Quieren darse la gran vida. 

Entonces fue que decidió dedicarse a la política, a la religión y a la filosofía: en política combatiría al partido democrático, que estaba en el gobierno; a través de la religión trataría de  amansar a sus examenes amansar a sus esclavos, y la filosofía la usaría para despistar. Para conspirar con tranquilidad, fundó una secta secreta, a la que invitó a numerosos miembros del partido aristocrático, que eran, como él, ricachones que tenían problemas con sus esclavos. 

Reunidos en el local de la institución, lejos de miradas y oídos indiscretos, Pitágoras y sus amigos prepararon un golpe de Estado. Mientras tanto, para distraer a la opinión pública, dejaron entrever que se preocupaban de cosas sobrenaturales, para lo cual realizaban ritos misteriosos en medio de símbolos esotéricos. Pitágoras elaboró los Doce Mandamientos Pitagóricos, uno de los cuales prohibía comer porotos, y, además, formuló su doctrina filosófica, tanto o más esquizofrénica que las anteriores:

“Todas las cosas fueron hechas de números”.

Todo ese camuflaje con que se rodeó la conspiración estuvo tan bien hecho, que todavía hay algunos que consideran a Pitágoras un místico.
En su época, la maniobra funcionó a la perfección, y los conciudadanos de Pitágoras ni se dieron cuenta cuando de la mística secta de los pitagóricos partió un golpe de estado que derribó al gobierno democrático.
Tiempo después, los demócratas recuperaron el gobierno, clausuraron la institución y persiguieron a los pitagóricos. Entonces Pitágoras y los demás conspiradores pusieron el grito en el cielo
—¡Este es un régimen totalitario! ¡Reclamamos libertad religiosa! ¡Reclamamos libertad para la cultura!

Pero sus quejas no tuvieron repercusión. Formaron un gobierno en el exilio, destinado a atraerse las simpatías de los extranjeros, pero para que este tipo de gobierno mantenga su dignidad necesita recibir una subvención de alguna parte, sistema que todavía no se había inventado.

Los problemas, los achaques y la vejez terminaron por desequilibrar a Pitágoras, que terminó tomando en serio la religión que fundó. Los últimos años de su vida los dedicó a predicar el pitagorismo, a hacer milagros y a difundir la idea de que él había sido enviado por Dios a los hombres para salvarlos.


—Modestia aparte, yo tengo origen divino— les decía a las muchedumbres ingenuas, que lo escuchaban embobadas.  Con todos esos elementos, el pitagorismo se transformó en una religión muy atractiva, y alcanzó una gran difusión. Durante varios siglos fue corriente ver en los hogares griegos imágenes de Pitágoras, hechas de yeso y pintadas de colores, ante las cuales la gente acostumbraba poner flores y encender velas, como una forma de prevenir enfermedades y desgracias de todo tipo.

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