NO HAY nada más difícil que ser original. Bien
lo supo Empédocles, que quería a toda costa ser filósofo, pero no lograba
imaginar una nueva teoría sobre la materia prima del universo. Durante años y
años le dio vueltas y vueltas al problema, sin encontrar una solución que le
permitiera conseguir la codiciada reputación de filósofo.
Repasaba una y otra vez las teorías de sus
predecesores, a ver si ellas le inspiraban alguna otra, y daba vueltas
incansablemente por el jardín de su casa, repitiendo:
—Hasta ahora han dicho que las cosas fueron
hechas de agua..., de aire..., de tierra... o de fuego. ¿Qué otra cosa podría
ser? ¿Mármol? No... ¿Vidrio? No... ¡Hum! Agua, aire, tierra, fuego... Aire,
agua, tierra, fuego... ¿Eh? ¡Ah! ¡Ya está! ¡Ya lo tengo! ¡Eureka! ¡Lo logré!...
Y salió corriendo como loco, ante la mirada
asombrada de sus esclavos. Llegó sin aliento a la plaza del mercado, donde se
reunían los notables a conversar sobre política, sobre deporte, sobre el precio
de los esclavos y a comentar las ideas de los pocos filósofos que habían
existido hasta entonces.
—¡Tengo que comunicarles algo importante!
—dijo Empédocles.
—¡Ah, picaruelo! —dijo un hombre de voz
engolada, que vestía una túnica de ricos bordados—. Seguramente conseguiste que
Alcides te vendiera esa esclava que tanto te gustaba...
—No. No es eso. ¡He encontrado una nueva
teoría sobre el origen del universo!
El solo anuncio provocó gran expectación y
comentarios. Los transeúntes rodearon al grupo y corrió por la plaza el rumor
de que Empédocles había hecho un gran descubrimiento.
Cuando hubo bastante silencio, Empédocles,
subido en un tonel, dijo con tono solemne y con la voz estrangulada por la
emoción:
—Todas las cosas fueron hechas de agua, aire,
tierra y fuego...
Después de esas palabras, hubo un largo
silencio. La atmósfera estaba cargada de asombro y de admiración.
Por fin, alguien dijo —¡Es genial!
—¡Formidable! —dijo otro.
—¡Viva Empédocles! —gritó un tercero. Y, en el
colmo del entusiasmo, tomaron en andas a Empédocles y recorrieron con él toda
la ciudad.
Había surgido un nuevo filósofo.
La vanidad de Empédocles, aumentada en exceso
por ese homenaje y por los que siguieron, hizo nacer en él, poco a poco, la
convicción de que tenía algo sobrehumano, sobrenatural, un soplo divino.
“No. No puedo ser humano —se repetía
Empédocles—. Los hombres son torpes, soberbios y engreídos. Yo, en cambio,
tengo una visión tan clara de todas las cosas; soy tan magnánimo y tan humilde
al mismo tiempo… Tiene que haberme engendrado algún dios, dotándome de los
poderes de los dioses…”
Incapaz de guardar un secreto, lo comunicó a su esposa:
—¿Sabes, buena mujer?1 He descubierto que soy
de naturaleza divina.
Ella lo miró un momento, perpleja, y después le dijo:
—¿No te he dicho que sólo bebas durante las
comidas?
Con sus amigos no le fue mejor.
—¡Ja, ja! ¡Tú siempre tan bromista! —le decían.
Empédocles, amoscado, decidió probar su
divinidad de algún modo. Se encerró tres días en su habitación, y al cuarto
salió y se fue derecho a la plaza del mercado. Allí se paró frente a sus amigos
y les anunció como la cosa más natural del mundo, mirándose
las uñas distraídamente:
—Voy a saltar el cráter del Etna.
—¿Con garrocha?
—No. A pie junto...
—¿Qué ancho tiene el cráter?
—Pues, unos trescientos metros.
—Entonces no vas a saltar, sino a volar...
—Y bien, voy a volar...
Había algo en el tono de su voz que indicaba
que lo decía en serio. —¿Cuándo?
—Mañana.
Al día siguiente, el borde del cráter del Etna
estaba cubierto por una multitud de curiosos, atraídos por el anuncio de
Empédocles.
El espléndido cielo azul sólo estaba empañado
por las tenues columnas de humo que se levantaban desde las profundidades del
volcán.
Empédocles llegó a eso de las cuatro de la
tarde. Agitó una mano en el aire para saludar a la multitud, y ésta le contestó
con atronadores aplausos. No faltaban ingenuos que creían en su divinidad. Sólo
se escucharon dos o tres silbidos.
El filósofo, con un aplomo asombroso,
retrocedió algunos pasos, tomó impulso, corrió, saltó, abrió los brazos, describió
una bella figura acrobática y cayó al fondo del cráter. Se oyó un chasquido
similar al que hace una plancha cuando uno la toca con los dedos mojados, salió
un poco de humo, se expandió un olor que abría el apetito, y después... nada.
En su siguiente erupción, el Etna arrojó,
entre la lava, una calavera con dos tapaduras de oro.
Era lo que quedaba de Empédocles.
Uno de los más grandes poetas de la antigüedad
escribió sobre este tema un poema sublime, que termina con estos maravillosos
versos:
El gran Empédocles, aquel alma ardiente,
saltó al Etna y fue totalmente asado.
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