PLATÓN se llamaba en realidad Aristocles.
Nadie sabe con certeza por qué le dieron aquel mote. Según algunos, fue porque
tenía las espaldas muy anchas y unos omóplatos grandes como budineras. Según
otros, era muy glotón y en su casa le servían el almuerzo en platos más grandes
que los corrientes.
Como ya vimos al hablar de Sócrates, Platón
fue discípulo suyo. Sentía por su maestro una gran admiración, a la que éste
correspondía. De este modo, los unía una amistad muy íntima, tan íntima que
ponía celosa a Jantipa, la mujer de Sócrates.
Platón era un hombre de gran fortuna y dueño
de muchos esclavos. Todo el mundo sabía que era rico y Sócrates se lo decía a
menudo, pero no como un reproche. Se limitaba a decirle:
—¡Qué rico eres, Platón!
Además de ser rico, era muy finto y elegante.
Solía vestir un manto rojo plisado y unas sandalias amarillas, con las que,
según él mismo comentaba, “hacía furor”.
Las madres de niñas casaderas solían decirles
a sus hijas:
—¡Qué dije es ese joven Platón! Tan educadito,
tan caballerito, tan fino que es... ¡Me encantaría tenerlo como yerno!
—¡Mamá! ¡Por Zeus! ¿Estás loca? —respondían
las niñas, que tenían más olfato que sus madres.
A Platón le tenía sin cuidado que se le
considerara un buen partido. Las mujeres eran en su opinión seres inferiores,
lo mismo que los esclavos. —¡Ay, pero qué torpes y zonzas son las mujeres!
—decía—. ¡Me cargan!
Pero mucho más le cargaban los demócratas, los
esclavos, los artesanos y todos los que no eran, como él, “gente bien nacida”.
Contra ellos dirigió su artillería más pesada, pero sobre todo contra los demócratas, a los cuales no podía ver ni en pintura.
—¡Los odio, los odio y los odio! —repetía
constantemente.
Y no se quedaba sólo en las palabras, sino que
tomaba impulso y arremetía, como aquella vez que hizo cuanto pudo para
conseguir que se quemaran todas las obras de Demócrito.
Hubo, en realidad, muchas cosas que Platón no
supo tomar con filosofía. Más que ateniense, parecía texano.
A los espartanos, que habían establecido en su
país un régimen medio nazi, les profesaba una admiración sin límites. En su
obra máxima, “La República”, los pone como modelo. ¡Y qué modelo! Esparta era
un estado totalitario en que todo el mundo amaba la guerra por sobre todas las
cosas. A los niños les despertaban desde pequeños el deseo de ser belicosos
soldados, para lo cual idealizaban a los héroes de guerra en las historietas
infantiles y en las películas que se proyectaban en la matinée.
En “La República” describe Platón la sociedad
ideal en que a él le habría gustado vivir. En ella habría tres clases sociales:
los políticos, los militares y la gente inferior, o sea, la que hace algo útil.
En esa sociedad, que Platón estimaba perfecta, estaría prohibido reír a
carcajadas, escuchar música, ver teatro, leer y comer salsas, confites, carne y
pescado. Además, en ella nadie podría mentir, salvo el gobierno.
Al buenazo de Platón le faltaba la pura
swástica en la manga de su túnica.
Tal vez el único mérito que se puede reconocer
a Platón es su calidad de precursor del cinematógrafo. La famosa alegoría de la
caverna que él imaginó es ni más ni menos que una función de cine. En ella presenta
a un hombre en el interior de una caverna oscura, mirando cómo se reflejan en
el fondo de ésta las sombras de las personas y vehículos que pasan por la
entrada de la caverna. El hombre ha estado siempre ahí, con la mirada dirigida
hacia el fondo de la cueva, así es que toma las sombras por realidades.
La moraleja es que los sentidos nos engañan,
que no debemos creer a nuestros ojos, que las cosas materiales que conocemos
por los sentidos no existen, y que la única realidad es inmaterial, ideal.
Platón era, como Parménides, un “idealista”. Platón le daba a este punto de
vista una aplicación práctica: a veces, cuando por cualquier motivo veía las
chozas miserables en que vivían sus esclavos y a los niños de éstos jugando en
el barro y cubiertos de moscas, se decía mentalmente:
“Ojillos picaruelos, me estáis engañando como
al hombre de la caverna”.
Y así conservaba la conciencia tranquila.
Con tales pensamientos, Platón se transformó
en el ideólogo de los hombres ricos de todos los tiempos. Siempre que uno de
ellos lee a Platón, queda encantado con él.
“¡Qué formidable! —piensa el rico mientras
lee—. ¡Qué gran filósofo! ¡Qué profundo! ¡Coincide totalmente conmigo!”
He ahí uno de los secretos del éxito de
Platón.
De todos los conceptos de Platón, hay uno solo
que sin duda es simpático y atractivo para todo el mundo: su concepto del amor,
el famoso amor platónico.
La explicación más exacta de lo que es el amor
platónico aparece clara en el siguiente diálogo. Una hermosa esclava de un rico
comerciante ateniense dice a otra:
—Esta noche comeré a solas con mi amo en uno
de los jardines de su palacio. Dice que me ama con amor platónico. ¿Sabes tú qué ha querido decir?
—¿Amor platónico?... No podría contestarte con seguridad, pero
báñate, por si acaso...
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