A ESTA reflexión sobre sí, de la que venimos hablando,
propende sobre todo el hombre que se siente solitario y él es también el más
capacitado para ejercerla, el hombre, por tanto, que, por su carácter o por su
destino, o por ambas cosas a la vez, se halla a solas y con su problematismo, y
que en esta soledad que le queda logra topar consigo mismo y descubrir en su
propio yo al hombre y en sus propios problemas los del hombre. Las épocas de la
historia dcl espíritu en que le fue dado a la meditación antropológica moverse
por las honduras de su experiencia fueron tiempos en que le sobrecogió al
hombre el sentimiento de una soledad rigurosa, irremisible; y fue en los más
solitarios donde el pensamiento se hizo fecundo.
En el hielo de la soledad es cuando el hombre,
implacablemente, se siente como problema, se hace cuestión de sí mismo, y como
la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el
hombre llega a cobrar experiencia de sí mismo. Podemos distinguir en la
historia del espíritu humano épocas en que el hombre tiene aposento y épocas en
que está a la intemperie, sin hogar.
En aquéllas, el hombre vive en el mundo como en su casa, en
las otras el mundo es la intemperie, y hasta le faltan a veces cuatro estacas
para levantar una tienda de campaña. En las primeras el pensamiento
antropológico se presenta como una parte del cosmológico, en las segundas ese
pensamiento cobra hondura y, con ella, independencia.
Voy a ofrecer unos cuantos ejemplos de ambas y, con ellos,
unos como capítulos de la prehistoria de la antropología filosófica. Bernhard
Groethuysen, discípulo de mi maestro Wilhelm Dilthey, fundador de la historia de
la antropología filosófica, dice con razón, a propósito de Aristóteles (Philosophische
Anthropologie, 1931), que, con él, el hombre deja de ser
problemático, no es para sí mismo más que “un caso”, y que cobra conciencia de
sí mismo sólo como “él” y no como “yo”. No se penetra en esa dimensión peculiar
en la que el hombre se conoce a sí mismo como sólo él puede conocerse, y por
eso no se descubre el lugar peculiar que el hombre ocupa en el universo.
El hombre es comprendido desde el mundo, pero el mundo no es
comprendido desde el hombre.
La tendencia de los griegos a concebir el mundo como un
espacio cerrado en sí mismo culmina, con Aristóteles, en el sistema geocéntrico
de las esferas. También en su filosofía
rige esa hegemonía del sentido de la vista sobre los demás, cosa que aparece por
primera vez en el pueblo griego como una inaudita novedad de la historia del
espíritu humano, hegemonía que ha permitido a ese pueblo vivir una vida inspirada
en imágenes y fundar una cultura eminentemente plástica.
Surge una imagen óptica del mundo, creada a base de las
impresiones de la vista, tan concretamente objetivada como sólo el sentido de
la vista puede hacerlo, y las experiencias de los demás sentidos se intercalan
luego en el cuadro. También el mundo de las ideas de Platón es un mundo de los
ojos, un mundo de figuras contempladas. Pero es con Aristóteles con quien esa imagen
óptica del universo llega a su clara decantación insuperable, como un mundo de
cosas, y el hombre es también una cosa entre las del mundo, una especie,
objetivamente captable, entre otras muchas, y no ya un forastero, como el
hombre de Platón, pues goza de aposento propio en la gran mansión del mundo,
aposento que no está en lo más alto, pero tampoco en las bodegas, más bien en un
honroso lugar intermedio. Faltaba el supuesto para una antropología filosófica
en el sentido de la cuarta pregunta de Kant. (Martin Buber).
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