EN EL lenguaje vulgar, idealista es la persona
que tiene grandes ideales, y que vive para ellos, sin esperar una recompensa
material: los pastores protestantes que predican en las esquinas, los líderes
revolucionarios que arriesgan su vida desinteresadamente, la gente que les cede
el asiento en el micro a las viejitas con paquetes, etc. A la inversa, es
materialista —en el lenguaje corriente— el hombre que sólo busca el placer de
los sentidos: comer, dormir y rascarse.
En el vocabulario filosófico, en cambio, esas
palabras tienen significados totalmente diferentes de aquéllos. La controversia
que han sostenido durante siglos los idealistas y los materialistas es la base
de uno de los más grandes problemas filosóficos: el problema ontológico,
llamado así porque, aunque parece tonto, es, bastante lógico.
Este problema parte precisamente del punto que
tanto interesaba a los primeros filósofos: cuál es la materia prima del
universo. Antes de Parménides, todos los filósofos, excepto Pitágoras, habían
dicho que el universo fue hecho de elementos materiales: el agua, el aire, el
fuego. Eran, por lo tanto, materialistas. Así estaban planteadas las cosas
cuando Parménides formuló la teoría idealista:
“El universo está hecho de ideas”.
—Vosotros, materialistas burdos y ordinarios
—decía Parménides—, creéis que existen la madera, el fuego y el agua, porque
vuestros toscos sentidos os lo dicen. ¡Ah, ilusos! ¿No creéis también en la
existencia de las cosas con que soñáis? Cuando en vuestros sueños veis a una
bella mujer que os abraza, estáis seguros de que ella está a vuestro lado, pero
cuando la vais a besar..., ¡plop!..., despertáis. Igual cosa os ocurre mientras
estáis despiertos: creéis que existen las cosas que veis, tocáis y oís, sin
daros cuenta de que sólo son alucinaciones. No habéis caído en la cuenta de que
“la vida es sueño y los sueños sueños son”. Lo único verdadero, real,
indudable, son las ideas, y ellas se conocen por la razón y no por los
sentidos.
—¿Así es que nosotros no existimos? —le
preguntaron una vez sus adversarios—. Nosotros nos vemos, nos olemos (¡puf!),
nos tocamos... Nuestros sentidos nos dicen que somos reales.
—Os engañan —dijo Parménides—. Vosotros no
existís. Sois solamente ideas que yo estoy pensando.
Eso colmó la medida. Uno de los que lo oían
tomó un palo y lo descargó con tal fuerza sobre el filósofo, que le quebró por
lo menos dos costillas.
—¿Qué haces, idiota? —gritó el idealista.
—Yo no hago nada —contestó el del palo—. ¿Cómo
podría hacer algo, si no existo?
Y le dio otro feroz golpe.
—¡Cómo que no, si me estás pegando con ese
palo!
¿Palo? ¿Cuál palo? —dijo el pícaro—. ¿Te
refieres a alguna idea?
Y le quebró dos costillas más.
A pesar de aquella prueba con‐tundente de que las cosas
materiales tienen una existencia real, y no sólo aparente, Parménides siguió enseñando que las ideas
existirían aunque no existiera
ningún cerebro que las pensara
—idea tan descabellada
como sería sostener que la leche existiría aunque no existieran las vacas y que
las cosas materiales son meras proyecciones de las ideas.
En los siglos siguientes, muchos otros vejetes
absurdos sostuvieron esas mismas tonterías. Algunos de ellos encontraron
argumentos tan ingeniosos para defender la posición idealista que pasaron a la
historia: Platón y Hegel, entre otros. Al leerlos uno duda hasta de la
existencia del libro que tiene entre las manos. Esa duda dura hasta la hora de
comida. Resulta demasiado absurdo pensar que la idea estómago necesita entrar en
contacto con una idea bistec.(JOSE LEONIDAS).
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