1.—¿
Qué puedo saber.? 2.—¿Qué debo hacer? 3.—¿Oué me cabe esperar?
4.—¿Qué es el hombre? A la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la cuarta la antropología.
Kant: “En el
fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque
las tres primeras cuestiones revierten en la última.” Esta formulación kantiana
reproduce las mismas cuestiones de las que Kant en la sección de su Crítica de
la razón pura que lleva por título “Del ideal del supremo bien” dice que todos
los intereses de la razón, lo mismo de la especulativa que de la práctica,
confluyen en ellas.
Pero a
diferencia de lo que ocurre en la Crítica de la razón pura, reconduce esas tres
cuestiones hacia una cuarta, la de la naturaleza o esencia del hombre, y la
adscribe a una disciplina a la que llama antropología pero que, por ocuparse de
las cuestiones fundamentales del filosofar humano, habrá que entender como antropología
filosófica.
Ésta sería,
pues, la disciplina filosófica fundamental. Pero, cosa sorprendente, ni la
antropología que publicó el mismo Kant ni las nutridas lecciones de
antropología que fueron publicadas mucho después de su muerte nos ofrecen nada
que se parezca a lo que él exigía de una antropología filosófica.
Tanto por
su intención declarada como por todo su contenido ofrecen algo muy diferente:
toda una plétora de preciosas observaciones sobre el conocimiento del hombre,
por ejemplo, acerca del egoísmo, de la sinceridad y la mendacidad, de la
fantasía, el don profético, el sueño, las enfermedades mentales, el ingenio.
Pero para nada se ocupa de qué sea el hombre ni toca seriamente ninguno de los
problemas que esa cuestión trae consigo: el lugar especial que al hombre
corresponde en el cosmos, su relación con el destino y con el mundo de las
cosas, su comprensión de sus congéneres, su existencia como ser que sabe que ha
de morir, su actitud en todos los encuentros, ordinarios y extraordinarios, con
el misterio, que componen la trama de su vida. En esa antropología no entra la
totalidad del hombre. Parece como si Kant hubiera tenido reparos en plantear
realmente, filosofando, la cuestión que considera como fundamental.
Un filósofo
de nuestros días, Martin Heidegger, que se ha ocupado (en su Kant und das Problem
der Metaphysik, 1929) de esta extraña contradicción, la explica por el carácter
indeterminado de la cuestión o pregunta “qué sea el hombre”. Porque el modo
mismo de preguntar por el hombre es lo que se habría hecho problemático. En las
tres primeras cuestiones de Kant se trata de la finitud del hombre. “¿Qué puedo
saber?” implica un no poder, por lo tanto, una limitación “¿Qué debo hacer?” supone
algo con lo que no se ha cumplido todavía, también, pues, una limitación; y
“¿Qué me cabe esperar?” significa que al que pregunta le está concedida una
expectativa y otra le es negada, y también tenemos otra limitación. La cuestión
cuarta sería, pues, la que pregunta por la “finitud del hombre”, pero ya no se
trata de una cuestión antropológica, puesto que preguntamos por la esencia de nuestra
existencia. En lugar, pues, de la antropología, tendríamos como fundamento de
la metafísica la ontología fundamental.
Pero
adondequiera que nos lleve este resultado, hay que reconocer que no se trata ya
de un resultado kantiano. Heidegger ha desplazado el acento de las tres
interrogaciones kantianas. Kant no pregunta: “¿Qué puedo conocer?”, sino “¿Qué
puedo conocer?” Lo esencial en el caso no es que yo sólo puedo algo y que otro
algo no puedo; no es lo esencial que. Yo únicamente sé algo y dejo de saber
también algo; lo esencial es que, en general, puedo saber algo, y que por eso
puedo preguntar qué es lo que puedo saber. No se trata de mi finitud sino de mi
participación real en el saber de lo que hay por saber. Y del mismo modo, “¿Qué
debo hacer?” significa que hay un hacer que yo debo, que no estoy, por tanto, separado
del hacer justo, sino que, por eso mismo. que puedo experimentar mi deber, encuentro
abierto el acceso al hacer. Y, por último, tampoco el “¿Qué me cabe esperar?” quiere
decir, como pretende Heidegger, que se hace cuestionable la expectativa, y que
en el esperar se hace presente la renuncia a lo que no cabe esperar, sino que,
por el contrario, nos da a entender, en primer lugar, que hay algo que cabe
esperar (pues Kant no piensa, claro está, que la respuesta a la pregunta habría
de ser: ¡ Nada!), y en segundo, que me es permitido esperarlo, y, en tercero,
que, por lo mismo que me es permitido, puedo experimentar qué sea lo que puedo
esperar. Esto es lo que Kant dice.
Y el
sentido de la cuarta pregunta, a la que pueden reducirse las tres anteriores,
sigue siendo en Kant éste: ¿Qué tipo de criatura será ésta que puede saber,
debe hacer y le cabe esperar? Y que las tres cuestiones primeras puedan
reducirse a esta última quiere decir: el conocimiento esencial de este ser me
pondrá de manifiesto qué es lo que, como tal ser, puede conocer, qué es lo que,
como tal ser, debe hacer, y qué es lo que, también como tal ser, le cabe
esperar. Con esto se ha dicho, a su vez, que con la finitud que supone el que solamente
se puede saber esto, va ligada indisolublemente la participación en lo
infinito, participación que se logra por el mero hecho de poder saber.
Y se ha
dicho también que con el conocimiento de la finitud del hombre se nos da al mismo
tiempo el conocimiento de su participación en lo infinito, y no como dos
propiedades yuxtapuestas, sino como la duplicidad del proceso mismo en el que
se hace cognoscible verdaderamente la existencia del hombre.
Lo infinito
actúa en ella, y también lo infinito; el hombre participa en lo finito y
también participa en lo infinito. Ciertamente, Kant no ha respondido ni
siquiera intentado responder a la pregunta que enderezó a la antropología: ¿Qué
es el hombre? Desarrolló en sus lecciones una antropología bien diferente de la
que él mismo pedía, una antropología que, con criterio histórico filosófico, se
podría calificar de anticuada trabada aún con la antropografía de los siglos XVII
y XVIII, tan poco crítica. Pero la formulación de la misión que asignó a la antropología
filosófica que propugnaba constituye un legado al que no podemos renunciar.
También
para mí resulta problemático saber si una disciplina semejante servirá para suministrar
un fundamento a la filosofía o, como dice Heidegger, a la metafísica. Porque es
cierto que experimentamos constantemente lo que podemos saber, lo que debemos
hacer y lo que nos
cabe esperar; y también es verdad que la filosofía contribuye a que lo experimentemos.
Es decir, a la primera de las cuestiones planteadas por Kant, puesto que, en
forma de lógica y de teoría del conocimiento, me comunica qué significa poder
saber, y como cosmología, filosofía de la historia, etc., me dice qué es lo que
hay por saber; a la segunda, cuando como psicología me dice cómo se realiza
psíquicamente el deber, y como ética, teoría del estado, estética, etc., qué es
lo que hay por hacer; y a la tercera cuestión cuando, en forma de filosofía de
la religión, me dice por lo menos cómo se presenta la esperanza en la fe concreta
y en la historia de las creencias, aunque no pueda decirme qué es lo que cabe esperar,
porque la religión y su explicación conceptual, la teología, que tienen aquello
por tema, no forman parte de la filosofía.
Todo esto
lo considero verdad. Pero si la filosofía me puede prestar esta ayuda a través
de sus diversas disciplinas es, precisamente, gracias a que ninguna de estas
disciplinas reflexiona ni puede reflexionar sobre la integridad del hombre. O
bien una disciplina filosófica prescinde del hombre en toda su compleja integridad
y lo considera tan sólo como un trozo de todas las demás disciplinas desgaja de la
totalidad del hombre el dominio que ella va a estudiar, lo demarca frente a los
demás, asienta sus propios fundamentos y elabora sus propios métodos. En esta
faena tiene que permanecer accesible, en primer lugar, a las ideas de la
metafísica misma como doctrina del ser, del ente y de la existencia, en segundo
lugar, a los resultados de otras disciplinas filosóficas particulares y, en
tercero, a los descubrimientos de la antropología filosófica. Pero de la
disciplina de la que habrá de hacerse menos dependiente es, precisamente, de la
antropología filosófica; porque la posibilidad de su trabajo intelectual propio
descansa en su objetivación, en su deshumanización, diríamos, y hasta una
disciplina tan orientada hacia el hombre concreto como la filosofía de la
historia, para poder abarcar al hombre como ser histórico tiene que renunciar a
la consideración del hombre enterizo, del que también forma parte esencial el
hombre ahistórico, que viveatemperado al ritmo siempre igual dc la naturaleza.
Y si las disciplinas filosóficas pueden contribuir en algo a la solución de las
tres primeras cuestiones kantianas —aunque no sea más que aclarándome las
preguntas mismas y haciéndome que me dé bien cuenta de los problemas que
encierran— se debe, precisamente, al hecho de que no esperan a la contestación
de la cuestión cuarta.
Pero
tampoco la antropología filosófica misma puede proponerse como tarea propia el establecimiento
de un fundamento de la metafísica o de las disciplinas filosóficas. Si pretendiera
responder a la pregunta “¿Qué es el hombre?” en una forma tan general que ya de
ella se podrían derivar las respuestas a las otras cuestiones, entonces se le
escaparía la realidad de su objeto propio. Porque en lugar de alcanzar su
totalidad genuina, que sólo puede hacerse patente con la visión conjunta de
toda su diversidad, lograría nada más una unidad falsa, ajena a la realidad,
vacía de ella.
Una antropología filosófica legítima tiene que saber no sólo que existe un género humano sino también pueblos, no sólo un alma humana sino también tipos y caracteres, no sólo una vida humana sino también edades de la vida; sólo abarcando sistemáticamente éstas y las demás diferencias, sólo conociendo la dinámica que rige dentro de cada particularidad y entre ellas, y sólo mostrando constantemente la presencia de lo uno en lo vario, podrá tener ante sus ojos la totalidad del hombre. Pero por eso mismo no podrá abarcar al hombre en aquella forma absoluta que, si bien no lo indica la cuarta pregunta de Kant, fácilmente se nos impone cuando tratamos de responderla, cosa que, como dijimos, eludió el mismo Kant. Así como le es menester a esta antropología filosófica distinguir y volver a dístinguir dentro del género humano si es que quiere llegar a una comprensión honrada, así también tiene que instalar seriamente al hombre en la naturaleza, tiene que compararlo con las demás cosas, con los demás seres vivos, con los demás seres conscientes, para así poder asignarle, con seguridad, su lugar correspondiente.
Sólo por este camino doble de diferenciación y comparación podrá captar al hombre entero, este hombre que, cualquiera tierra sabe: que transita por el estrecho sendero que lleva del nacimiento a la muerte; prueba lo que nadie que no sea él puede probar: la lucha con el destino, la rebelión y la reconciliación y, en ocasiones, cuando se junta por elección con otro ser humano, llega hasta experimentar en su propia sangre lo que pasa por los adentros del otro.
Una antropología filosófica legítima tiene que saber no sólo que existe un género humano sino también pueblos, no sólo un alma humana sino también tipos y caracteres, no sólo una vida humana sino también edades de la vida; sólo abarcando sistemáticamente éstas y las demás diferencias, sólo conociendo la dinámica que rige dentro de cada particularidad y entre ellas, y sólo mostrando constantemente la presencia de lo uno en lo vario, podrá tener ante sus ojos la totalidad del hombre. Pero por eso mismo no podrá abarcar al hombre en aquella forma absoluta que, si bien no lo indica la cuarta pregunta de Kant, fácilmente se nos impone cuando tratamos de responderla, cosa que, como dijimos, eludió el mismo Kant. Así como le es menester a esta antropología filosófica distinguir y volver a dístinguir dentro del género humano si es que quiere llegar a una comprensión honrada, así también tiene que instalar seriamente al hombre en la naturaleza, tiene que compararlo con las demás cosas, con los demás seres vivos, con los demás seres conscientes, para así poder asignarle, con seguridad, su lugar correspondiente.
Sólo por este camino doble de diferenciación y comparación podrá captar al hombre entero, este hombre que, cualquiera tierra sabe: que transita por el estrecho sendero que lleva del nacimiento a la muerte; prueba lo que nadie que no sea él puede probar: la lucha con el destino, la rebelión y la reconciliación y, en ocasiones, cuando se junta por elección con otro ser humano, llega hasta experimentar en su propia sangre lo que pasa por los adentros del otro.
La antropología filosófica no pretende reducir los problemas filosóficos a la existencia humana ni fundar las disciplinas filosóficas, como si dijéramos, desde abajo y no desdearriba. Lo que pretende es, sencillamente, conocer al hombre. Pero con esto se encuentra ante un objeto de estudio del todo diferente a los demás. Porque en la antropología filosófica se le presenta al hombre él mismo, en el sentido más exacto, como objeto.
Ahora que está en juego la totalidad, el investigador no puede darse por satisfecho, como en el caso de la antropología como ciencia particular, con considerar al hombre como cualquier otro trozo de la naturaleza, prescindiendo de que él mismo, el investigador, también es hombre y que experimenta en la experiencia interna este su ser hombre en una forma en la que no es capaz de experimentar ninguna otra cosa de la natu-raleza, no sólo en su perspectiva del todo diferente sino en una dimensión del ser totalmente distinta, en una dimensión en la que sólo esta porción de la naturaleza que es él es experimentada. Por su esencia, el conocimiento filosófico del hombre es reflexión del hombre sobre sí mismo, y el hombre puede reflexionar sobre sí únicamente si la persona cognoscente, es decir, el filósofo que hace antropología, reflexiona sobre sí como persona.
El principio de individuación, que alude al hecho fundamental de la infinita variedad de las personas humanas en cuya virtud cada una está hecha a su manera peculiarísima y singular, lejos de relativizar el conocimiento antropológico le presta, por el contrario, su núcleo y armazón. Y en torno a lo que descubra el filósofo que medita sobre sí se deberá ordenar y cristalizar todo lo que se encuentra en el hombre histórico y en el actual, en hombres y mujeres, en indios y en chinos, en pordioseros y emperadores, en imbéciles y en genios, para que aquel su descubrimiento pueda convertirse en una genuina antropología filosófica.
Pero esto
es algo diferente de lo que hace el psicólogo cuando completa y explica lo. Que
sabe por la literatura y por la observación mediante la observación de sí
mismo, el análisis de sí mismo, el experimento consigo mismo. Porque en este
caso se trata siempre de fenómenos y procesos singulares, objetivados, de algo
que ha sido desgajado de la conexión de la total persona concreta, de carne y
hueso. Pero el antropofilósofo tiene que poner en juego no menos que su
encarnada totalidad, su yo (Selbst)4 concreto.
* En español no solemos distinguir un “yo” y un “mismo” (Selbst, Self, moi), así que habrá que entender el “yo” casi siempre, en el contexto de este libro, como el sujeto íntegro, y no el sujeto lógico, el yo intelectual o la conciencia. Y todavía más. No basta con que coloque su yo como objeto del conocimiento. Sólo puede conocer la totalidad de la persona y, por ella, la totalidad del hombre, si no deja fuera su subjetividad ni se mantiene como espectador impasible. Por el contrario, tiene que tirarse a fondo en el acto de autorreflexión, para poder cerciorarse por dentro de la totalidad humana. En otras palabras: tendrá que ejecutar ese acto de adentramiento en una dimensión peculiarísima, como acto vital, sin ninguna seguridad filosófica previa, exponiéndose, por lo tanto, a todo lo que a uno le puede ocurrir cuando vive realmente.
No se conoce al estilo de quien, permaneciendo en la playa, contempla maravillado la furia espumante de las olas, sino que es menester echarse al agua, hay que nadar, alerta y con todas las fuerzas, y hasta habrá un momento en que nos parecerá estar a punto de desvanecimiento: así y no de otra manera puede surgir la visión antropológica. Mientras nos contentemos con poseernos como un objeto, no nos enteraremos del hombre más que como una cosa más entre otras, y no se nos hará presente la totalidad que tratamos de captar; y claro que para poder captarla tiene que estar presente. No es posible que percibamos sino lo que en un “estar presente efectivo se nos ofrece, pero en ese caso sí que percibimos, o captamos de verdad, y entonces se forma el núcleo de la cristalización.
Un ejemplo
podrá aclarar la relación entre el psicólogo y el antropólogo.* Si los dos estudian,
digamos, el fenómeno de la cólera, el psicólogo tratará de captar qué es lo que
siente el colérico, cuáles son los motivos y los impulsos de su yo *
El ejemplo
lo hemos tomado de la edición inglesa del ensayo, porque creemos que ayudará al
lector. Vid. “What is Man?”, en Between Man and Man (Macmillan, Nueva York,
1948), p. 125.,
pero el antropólogo tratará también de captar qué es lo que está haciendo. Con respecto
a este fenómeno, les será difícilmente practicable a los dos la introspección,
que
por naturaleza tiende a debilitar la espontaneidad e irregularidad de
la cólera. El psicólogo tratará de sortear la dificultad
mediante una división específica de la conciencia que le permita quedarse fuera
con la parte observadora de su ser, dejando, por otra parte, que la persona
siga su curso con la menor perturbación posible. Pero, de todos modos, la
pasión en ese caso no dejará de parecerse a la del actor, es decir, que,
no obstante que pueda intensificarse por comparación con una pasión no
observada, su curso será diferente: habrá, en lugar del estallido
elemental, un desencadenarse de la misma que será deliberado, y habrá una
vehemencia más enfática, más querida, más dramática. El antropólogo no se preocupará
de una división de la conciencia, pues que le interesa la totalidad intacta de
los
procesos, y, especialmente, la no fragmentada conexión natural entre
sentimientos y acciones; y ésta es, en verdad, la conexión más poderosamente
afectada por la introspección, ya que la pura espontaneidad de la acción es la
que sufre esencialmente.
El antropólogo,
por tanto, tiene que resistirse a cualquier intento de permanecer fuera con su yo
observador y, cuando le sobreviene la cólera, no la perturba convirtiéndose en
su
espectador, sino que la abandona a su curso sin el empeño de ganar
sobre ella una perspectiva. Será capaz dc registrar en el
recuerdo lo que sintió e hizo entonces; para él, la memoria ocupa el lugar
del experimentar consigo mismo. Pero lo mismo que los grandes escritores,
en su trato con los demás hombres, no registran deliberadamente sus peculiaridades,
tomando, como si dijéramos, notas invisibles, sino que tratan con ellos en una
forma natural y no inhibida, dejando la cosecha para la hora de
la cosecha, también la memoria del antropólogo competente posee, con
respecto a sí mismo y a los demás, un poder concentrador que le sabe
preservar lo esencial. En el momento de la vida no lleva otra idea que la de
vivir lo que hay que vivir, está presente con todo su ser, indiviso, y
por tal razón crece en su pensamiento y en su recuerdo el
conocimiento de la totalidad humana. (MARTIN BUBER).
:v xdxdxdxd si pz
ResponderEliminarchido
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